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Flores de sangre

¡Hola, queridos lectores!

Hoy os traigo un nuevo relato acerca del vampiro Nick Halden, mi personaje en una crónica de rol de Vampiro: LA Mascarada. Esta vez, os narro una de las escenas más intensas qe he vivido como jugador de rol hasta la fecha, en la que estábamos seguros de que nuestros queridos personajes iban a morir. El cómo llegamos hasta aquí es una historia que pensaba que tenía escrita, pero que resulta no ser así, de modo que tendré que resumirlo en otro relato próximamente, porque tiene su miga.

Pues nada más. ¡Que lo disfrutéis!

Flores de sangre

Estaba completamente abrumado por la situación. La cabeza me daba vueltas y no conseguía pensar con demasiada claridad. El hedor de las rosas, pues no cabía calificarlo con otro nombre, dada la intensidad del aroma, me había hecho vomitar, incluso a pesar de que ya no necesitaba respirar. El trueno del explosivo que Roberto, el guardaespaldas de Joanne, había utilizado para abrir una brecha en la puerta de ónice, todavía resonaba en mis oídos como un eco inextinguible. La manada sabbática se acercaba; ya sabían que estábamos allí, que había alguien más interesado en el objeto de su deseo. Los acontecimientos se precipitaban uno tras otro en rápida sucesión, sin descanso, sin cuartel… igual que nosotros a través del agujero de la puerta.

Avancé unos metros a gatas tras trasponerla, hasta incorporarme. Enseguida distinguí la fuente del olor insufrible. Toda la cámara estaba repleta de rosas, tan rojas como si estuvieran recién bañadas en sangre. Podría haber sido una escena bonita o reconfortante, de no ser por la situación, la inacallable cuestión sobre cómo habían pervivido las flores en un entorno sin luz y el ataúd de hielo que se alzaba en mitad de la estancia.

Era una gruesa columna que llegaba del suelo al techo, límpida y transparente como el agua más pura. En su interior, una figura lúgubre reposaba desde hacía quién sabe cuántos años. Era una mujer, no demasiado alta, pero enfundada en una portentosa armadura negra. Al fijarme mejor, me di cuenta de que no parecía hierro ni ningún otro metal, sino huesos. Una armadura de huesos ennegrecidos, a través de la cual, se había clavado una pieza de ébano hasta hundirse en el corazón. La expresión congelada en aquel rostro casi infantil era inquietante. Reflejaba incredulidad y dolor a la vez, pero no el miedo inequívoco de quien sabe que va a morir. ¿No tendría miedo a la muerte o sabía que el castigo no era definitivo? Daba igual, no teníamos tiempo de averiguarlo. Una jauría se aproximaba.

Sin saber cómo, acabamos pensando que nuestra mejor alternativa era desestacar en aquel instante a la mujer. Lo más posible es que fuera muy antigua, a juzgar por su aspecto. El poder de la sangre era fuerte; el frenesí, algo prácticamente asegurado en alguien que llevaba tanto tiempo sin notar ese gusto metálico corriendo por su garganta. Con suerte, se lanzaría contra los sabbáticos, sedienta de vitae. Esperaba que su poder desatado fuera suficiente para desgastar a la manada al menos. Alguien rompió el ataúd, dándome cuenta entonces de que no se trataba de hielo, sino de cristal. Ivy y Kath se encargaron de sacar la estaca mientras los demás nos colocábamos a la espalda de la mujer aletargada, con la esperanza de que nos ignorara y se lanzara contra el enemigo que tenía delante.

—¡James! —gritó Jared entonces.

Lo miré con desconcierto, pero enseguida percibí que algo se agitaba en el grupo sabbático. Un tipo se adelantó, respondiendo a la llamada de nuestro compañero de cuadrilla. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué conocía Jared a ese hombre? Desde luego, la estética no era su fuerte. Tenía el rostro y parte del cuerpo tremendamente castigados, como si hubiera sido víctima reciente de una tortura. Se acercó y se puso a tiro.

Yo tenía la pistola en las manos, el arma que Alice me había regalado. Por un momento, la promesa infame que le había hecho la noche anterior, volvió a mi mente con fuerza. «Prométemelo, Nick.» Lo había hecho; lo había prometido; pero si quería cumplirlo, debía sobrevivir a aquella noche. Fui alzando las manos, que me temblaban con nerviosismo, para apuntar a la cabeza de ese tío. Sin embargo, cuando iba a apretar el gatillo, empezó a hablar.

«¿Qué coño está pasando?» Miraba alternativamente al tipo y a Jared, sin comprender nada, pero intuyendo que se conocían de algo más que de haber tomado unas copas juntos. El tal James, si es que se llamaba así, parecía frustrado y enfadado por el hecho de que el muerto de hambre se encontrara allí. Alguien más se acercó. Debía ser una mujer. Ella no se mostraba tan disgustada por la presencia de Jared. Si tuviera que apostar, habría dicho que, simplemente, todos nosotros le sobrábamos allí. Entonces oí que nos espetaba algo sobre haber retirado la estaca de la vampiresa en letargo. Al volver la mirada hacia ella, me di cuenta de que, al contrario de lo que pensaba, no había sucumbido a la bestia. Nos miraba inquisitiva, como si se preguntase quién demonios éramos, pero enseguida se sacó… ¡un hueso de la espalda, con forma de espada, y avanzó lenta e inexorablemente hacia ellos!

«¡Menos mal!» —pensé al ver que sus intenciones no eran unirse a ellos, ya que blandía el arma con hostilidad. De reojo, vi que Jared corría hacia ella; o más bien hacia aquel individuo. «¡Trata de protegerlo!» Fui a tratar de interceptarlo, pero Ivy se ocupó de ello. Le hizo un placaje digno del fútbol americano, salvándole la vida con ello probablemente. A la par, me di cuenta de que las rosas que cubrían las paredes, empezaban a marchitarse a un ritmo alarmante, como si el despertar de aquella a quien ofrecían su perfume marcara el fin de sus días.

Al volver la vista hacia el frente, contemplé el espectáculo más bello y sobrecogedor que jamás había visto. La mujer clavó la espada en el torso de James con una tranquilidad pasmosa. Hasta ahí todo fue normal. Pero de pronto, el cuerpo del hombre se contorsionó de una forma espeluznante. En pocos segundos, su cuerpo fue desgarrado por mil sitios, pero no con una técnica brutal y salvaje, como se podría esperar; no… Su muerte vino de dentro. Igual que las flores perdían los pétalos a nuestro alrededor, sus huesos se abrieron, como si se rebelaran contra su lugar impuesto, creando una horrenda rosa de sangre y vísceras, una rosa llena de espinas óseas. Por un momento, aquella escena me pareció la más bella que había visto nunca. La sangre se vertía por el aire como las gotas que escapan de la corriente de una fuente; su cuerpo parecía inmóvil en un escorzo, como las grandes obras del barroco, conformando una escultura de huesos magnífica. Sólo fue un segundo, un instante antes de ver su rostro totalmente desencajado por el dolor, de escuchar el grito agónico que se apagaba en su garganta…

Sin detenerse ni un momento a observar el resultado de su ataque, la vampiresa siguió adelante, dejando a un lado la masa de carne informe que había sido James, justo antes de convertirse en un montón de polvo y cenizas. Los sabbáticos retrocedieron aterrorizados, salvo una enorme bestia bicéfala que se lanzó a por ella. Con casi tanta elegancia como en la ocasión anterior, la mujer aguantó el envite, cercenó una de las cabezas y destrozó la otra sin ni siquiera pestañear. Sólo fue el comienzo de la carnicería, pues a paso lento, pero firme, prosiguió su avance implacable. La jauría de bestias huía ahora como ratas asustadas. Los gritos resonaban por el cavernoso corredor que les había conducido hasta allí… hasta que se apagaron.

Después, sólo pudimos oír el sonido de las pisadas de aquella a quien habíamos despertado, que volvía a donde nos encontrábamos, tal vez con la intención de concluir la matanza. Aferré con fuerza la pistola, como si eso me ofreciera alguna seguridad después de lo que acabábamos de contemplar. Vi que Roberto también estaba preparado para abrir fuego en cuanto fuera necesario. Pero, realmente, ¿qué podríamos hacer nosotros contra un ser tan antiguo y poderoso? Confiaba en que hubiera desgastado a la manada de perros, no en que la aniquilara. Era mucho más temible de lo que suponía en un principio. Todos debíamos estar pensando en eso, a juzgar por los rostros tensos.

Cuando entró de nuevo en la cámara funeraria, apreté los dientes con fuerza, dispuesto a morir matando. Sin embargo, después de mirarnos un momento, la mujer se arrodilló ante nosotros y nos ofreció su arma. Puede que fuese muy antigua y no conociéramos las costumbres de su tiempo, pero aquel era un gesto inequívoco: se estaba ofreciendo a servirnos.

Después de algunos intentos infructuosos de comunicarnos, logré entablar algo parecido a una conversación en latín. Lo había estudiado hacía bastante en el instituto, pero todavía recordaba algunas cosas; lo suficiente para averiguar algunos datos sobre ella. Se llamaba Meridia; llevaba en letargo más de quinientos años; había vivido en alguna zona del este de Europa, Rumanía o Hungría posiblemente; era una guerrera voivoda, y lo más importante, se ponía a nuestro servicio con la condición de que le permitiéramos encontrar a su sire para hacer justicia…

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