Ir al contenido principal

Los sueños se cumplen... para bien o para mal...

¡Hola, amigos lectores! ¡Aquí estoy de vuelta! Y hoy os traigo algo que creo que os va a resultar interesante, al menos a los que os guste la literatura fantástica (si no, ¡no sé qué hacéis aquí! xD). El caso es que recientemente se ha convocado un concurso de fan fics en un foro que frecuento y decidí participar. La temática debía de ser sobre una pareja de Canción de hielo y fuego, también conocida como Juego de tronos.

Con estas condiciones, me dispuse a buscar una pareja de personajes (que podía ser canónica o no) que me pareciera original. Al final me decanté por el dúo que forman Jaime Lannister y Brienne de Tarth, ya que el primero es uno de mis personajes favoritos, rivalizando con Jon Nieve, Arya y Daenerys. ¡Y aquí tenéis el resultado! Por cierto, el relato puede contener spoilers para los que no han leído todos los libros publicados hasta el momento, ¡así que leedlo bajo vuestra responsabilidad! Como siempre, agradeceré vuestros comentarios. ¡Que lo disfrutéis!

Frío, mucho frío. Era lo único que Jaime podía notar ya. Ni siquiera el cansancio o las heridas que había sufrido le incomodaban en comparación. Quizás era porque se le habían congelado los miembros o porque la sangre se había espesado tanto que había dejado de fluir. Las pieles de lobo ensangrentadas que le servían como abrigo no conseguían consolar apenas aquella terrible sensación. Jamás, ni en medio de una batalla, ni herido de gravedad, se había visto tan mal. Aquella ventisca despiadada que soplaba del norte era con creces el peor enemigo que jamás había tenido. Entumecía su cuerpo y nublaba su visión, impidiéndole saber si iban en la buena dirección o se habían extraviado; hasta los huesos le dolían a cada paso. Y por lo que podía ver, a Brienne no le iba mucho mejor…

La portentosa moza, fuerte y terca como una mula, se afanaba en avanzar de forma encomiable, pero en su rostro, feo de por sí, pero mucho más desde su reencuentro, se veía el gran esfuerzo que le suponía dar una zancada más. Su piel estaba pálida; sus labios amoratados y cortados por el frío, de los que escapaban volutas de su aliento condensado; hasta comenzaban a formarse pequeños carámbanos de hielo en su cabello rubio pajizo, que asomaba bajo el gorro de lana. Podía percibir las pequeñas convulsiones que la atenazaban a causa de la temperatura, pero jamás se detendría, no mientras Stannis siguiera con vida.

¿Cómo había llegado hasta allí? Sí, él también se lo preguntaba a menudo. Todo había empezado aquella tarde en la que ella había aparecido de repente, contándole que “el perro” había tomado a Sansa de rehén y exigía que se presentara ante él. Confiando en ella, la siguió, cayendo en la trampa de Corazón de Piedra y sus secuaces. Cómo se libró de aquello merecería un libro entero, pero durante su breve periodo de cautivo se enteraron de que Stannis se disponía a atacar Invernalia. Como era de suponer, la sangre de Brienne hirvió. Le gustara o no, sabía que sólo Jaime podía ayudarle a obtener su venganza. Así fue como recibió una inesperada ayuda por parte de la misma persona que le había traicionado. Juntos se enfrentaron al abominable espectro de Catelyn Tully y a sus hombres, acabando con el sufrimiento de aquel alma en pena y escapando de milagro de aquellos bandidos. A pesar de su esfuerzo, no había conseguido dominar la mano izquierda como su perdida diestra, de modo que sufrió algunas heridas, aunque ninguna mortal, afortunadamente.

Una vez estuvieron a salvo y ambos se pusieron en manos de un maestre, la moza retomó su intención de vengar a Renly, viendo que Sansa había desaparecido y que su difunta madre ya no la consideraba digna de su confianza. Jaime le instó a esperar un poco a que se recuperara. Después, partiría con ella hacia el Norte, como agradecimiento por haberle salvado la vida. Ella sola no sería oposición para el ejército del implacable Baratheon, de modo que marcharían con un pequeño grupo de soldados para acabar con su vida de la forma más discreta posible. Las Tierras de los Ríos estaban prácticamente pacificadas y podría dejar el trabajo en manos de uno de sus oficiales.

Seguramente, de haber conocido la noticia de la muerte de su tío, Ser Kevan Lannister, Jaime habría vuelto de inmediato a Desembarco del Rey, donde los cuervos tendrían cercada a su familia. Pero el mensaje no llegó a tiempo y, cuando el mensajero los alcanzó, ya habían llegado al cuello, muy distinto a como él lo recordaba, lleno de nieve. Habían perdido a cinco hombres a manos de los lacustres, armados con dardos venenosos cuyo roce podía ser mortal. Era un milagro que aquel jinete hubiera llegado con vida, aunque lo cierto era que murió a los dos días. No podían retroceder sin arriesgarse a caer en una emboscada y perecer. Sólo quedaba continuar hacia el norte e intentar regresar desde Puerto Blanco en barco.

Así habían proseguido su viaje, de aldea en aldea, luchando contra la implacable mano del invierno que lo sometía todo bajo su manto frío y blanco. De la treintena de hombres que había partido, sólo veinte llegaron hasta las inmediaciones del lugar donde el ejército de Stannis acampaba, atrapado por la nieve, a la espera de poder asaltar las murallas de Invernalia. Los cinco hombres que faltaban habían caído enfermos por las temperaturas glaciales que azotaban sus cuerpos día y noche. Unos se habían quedado en algún pueblo, siendo cuidados por los amables aldeanos, si es que no les desvalijaban y los mataban; otros no habían tenido tanta suerte y habían perecido en el camino, ocupándose la capa nívea de enterrar sus restos.

Pero las cosas no habían salido tal y como habían planeado. Por lo visto, a pesar de las vicisitudes, el enemigo había apostado centinelas alrededor del campamento. Antes de que supieran qué demonios estaba pasando, un nutrido grupo de norteños salieron a su encuentro. Al principio pensaron que serían enviados de Lord Bolton, un aliado, pero al ver que se lanzaban al ataque sin contemplaciones, se dispusieron a vender caras sus vidas. Estaban en su tierra, en su terreno, pero parecía que ni los más aguerridos pobladores del Norte eran capaces de superar el poder del invierno. Por aquí y por allá, muchos contendientes se escurrían, errando golpes o cayendo presa fácil de sus rivales. Incluso se notaba que tenían los miembros entumecidos. Por primera vez, Jaime se alegró de que su mano derecha fuera de oro; sus dedos no se entumecían y podía detener los golpes con el escudo sin mayor dificultad. Gracias a ello pudo sobrevivir, aunque resultó herido, al igual que Brienne, los dos únicos que pudieron contar la escaramuza de ambos bandos.

Y allí estaban, solos, a merced de la inmensa fuerza de la ventisca, avanzando hacia todo un ejército comandado por el temible Stannis Baratheon y esperando a que en cualquier momento volvieran a ser atacados. Sin duda, el panorama no era muy alentador. Si las heridas que les habían infligido no eran suficientemente graves como para matarlos, sin duda el viento glacial se encargaría de ello.

—¡Brienne! ¡Deberíamos desistir! ¡No tenemos ninguna oportunidad! —gritó por enésima vez para hacerse oír por encima del ensordecedor viento.

—¡Nunca! ¡No estando tan cerca! ¡Tengo el cuello de ese desgraciado casi al alcance de la mano! —replicó, destilando odio por la mirada.

—¡No os servirá de nada llegar hasta él! ¡Os matarán antes de que podáis desenvainar vuestra espada! —intentó hacerle entrar en razón.

—¡Me da igual! —continuó resistiéndose a aceptar la prudencia de la lógica—. ¡Juré que lo mataría y lo haré!

Jaime negó con la cabeza, con gesto cansado, pero siguió adelante. Aunque diera media vuelta y abandonara a la moza a su suerte, nada le garantizaba que pudiera sobrevivir a aquella tormenta. Si debía morir, al menos lo haría con el acero en la mano, como un verdadero guerrero y no como un cobarde.

Sin embargo, lo que tanto había temido por fin ocurrió. La enorme mujer, presa de alguno de los males que los azotaban, se desplomó de pronto en la nieve. Él se alarmó y acudió presto a su lado. Se agachó, sintiendo un latigazo de dolor en la cintura, allí donde le habían herido, y fue a preguntarle si estaba bien. Pero sus palabras enmudecieron en sus labios entreabiertos. Estaba inconsciente. Cuando rozó su cara con los dedos, a pesar de estar enfundados en un guante y entumecidos desde hacía tiempo, notó que estaba bastante fría. Su voluntad era fuerte, pero al final había cedido a las inclemencias.

—¿Y ahora qué hago? No hay una aldea en varias leguas a la redonda… —repuso con pesimismo.

Casi como si algún dios hubiera escuchado sus plegarias, la tormenta amainó parcialmente en ese momento. La visibilidad era mayor y por lo menos podría orientarse. Miró en derredor y una extraña forma le llamó la atención. Se trataba de un montículo de nieve que resaltaba sobre el resto del paisaje, en especial porque tenía forma de molino. No se lo podía creer; al parecer sí que existía alguna deidad en alguna parte y, por lo visto, estaba de su lado, al menos por ahora. No estaba muy lejos, pero antes apenas podía ver a diez varas por delante de sus ojos.

Con la única mano que le quedaba útil, cargó a la pesada moza en hombros, cosa que le costó bastante dada su corpulencia y que fuera equipada con la armadura. Sintió entonces sus heridas arder y sus piernas flaquear, pero se dijo que no podía desechar la benevolencia de los dioses; no debía rendirse. Como pudo, trasladó a la “bella durmiente” hasta las inmediaciones del molino soterrado y la tendió de nuevo en el suelo. Dio una vuelta en torno a él, buscando algún acceso, y por fin halló una zona que parecía ocultar la puerta. Ayudándose de su mano dorada, insensible a la temperatura, excavó la nieve con esfuerzo y desbloqueó la entrada. Trató de abrirla, pero estaba congelada, pegada completamente al marco, así que no tuvo más remedio que golpearla varias veces usando su hombro de ariete, resintiéndose todo su cuerpo en consecuencia. Una vez cedió y comprobó que no había nadie en su interior, volvió a por Brienne y la introdujo.

—¡Dioses! ¡Está helada! —pensó, decidiendo que tenía que encender una hoguera o seguro que moriría allí.

Por suerte el lugar estaba amueblado. Alguien debía de haber vivido allí hacía no demasiado tiempo, pero la crudeza del invierno le habría hecho emigrar. Jaime rompió un par de sillas y amontonó los maderos en la chimenea. Luego cogió pedernal y un cuchillo, y los entrechocó hasta conseguir que las chispas prendieran. No fue fácil, pero cuando lo logró, agradeció el calor que inundó la estancia. Acercó luego a Briene al fuego y él se tumbó a su lado a descansar.

Mientras lo hacía, se despojó de las pieles y la armadura, manchadas de rojo y blanco, muy irónico, y comprobó la gravedad de sus heridas. Lo que vio no le gustó lo más mínimo. No eran muy graves o profundas, pero sin la atención adecuada, podrían infectarse y gangrenarse. Lo mejor era que no había un maestre en leguas a la redonda; tampoco tenía vino, así que empezó a asumir que lo más probable era que no lo contara. No obstante, decidió intentar cuidarse lo mejor posible. Buscó por todo el lugar y encontró algunos pañuelos de tela, así como una cazuela pequeña. Llenó ésta con nieve del exterior y luego la puso en el fuego, viendo cómo se derretía y, más tarde, empezaba a hervir. La retiró entonces y esperó a que se enfriara un poco, para luego lavarse las heridas. Hizo lo propio con los trapos, esterilizados por las altas temperaturas, y se los colocó taponándolas.

Miró entonces a Brienne y recordó que ella también había sido alcanzada por las armas del enemigo. Con toda la habilidad que pudo desplegar con una sola mano útil, desvistió a la enorme mujer, dejando al descubierto su cuerpo musculado y poco atractivo. Sus heridas eran similares a las suyas, aunque tenía una en el costado algo más grave. Aún desnudo, repitió el mismo proceso que había empleado consigo mismo, confiando en que el agua caliente ayudara a templar el cuerpo frío de la moza. Tanto fue así que ésta no tardó en despertar mientras Jaime aplicaba sus cuidados, soltando un quejido justo cuando le limpiaba una de las heridas.

—¡Ser Jaime! ¿Qué… qué estáis haciendo…? —inquirió incómoda, percatándose de la desnudez mutua.

—Tratar vuestras heridas. Pensé que querríais vengaros de Stannis aún, así que no vi con buenos ojos la idea de dejaros morir desangrada —replicó, esbozando una de sus sonrisas sarcásticas.

—¡Oh…! Gracias, supongo… Pero no deberíais ver a una doncella… así…

—¿Así? Os recuerdo que ya nos vimos “así” en Harrenhal. Además, he tenido la deferencia de estar también “así”. Pero pensaba que erais un caballero, no una doncella… —dijo, remarcando las palabras con cierta burla.

Brienne reprimió un grito al bañar con el humeante líquido su costado, apretando los dientes y puños, escapándosele tan sólo un siseo entre los primeros. Luego permaneció en silencio mientras él cubría con otro trapo el corte, dando por finalizada la faena. Utilizó el agua restante para lavarse la cara y luego le cedió la cazuela a ella, para que hiciera lo que le viniera en gana. Entre tanto, él volvió a vestirse, aunque dejó las pieles de lobo a un lado, esperando poder limpiarlas más tarde, porque hedían a muerto.

—¿Dónde estamos? —se interesó por fin la mujer, que había recuperado el habla después de la impresión inicial.

—En un molino abandonado que había cerca de donde os desmayasteis. ¿No sabíais que está mal visto dejar toda la responsabilidad a un tullido? —bromeó.

—Nunca vi a un tullido luchar como vos, Ser —contestó, haciendo referencia a la escaramuza que habían librado hacía unas horas.

—Se lo debo todo a mi mano dorada —ensalzó. Lo cierto era que cuando perdió el escudo contra el último enemigo, tuvo que detener su hoja con la espada y lo mató con un contundente puñetazo metálico en el rostro. Fue casi instintivo, pero el ruido que hizo su cráneo al destrozarse no fue muy agradable—. Seguís empeñada en acabar con Stannis, ¿verdad? —Su silencio serio fue mejor respuesta que ninguna otra—. Está bien, intentémoslo. En cualquier caso, si lo conseguimos será algo que beneficiará a Tommen, así que… cumpliré con mi deber de Guardia Real.

—¿Lo hacéis sólo por eso, Ser? —inquirió de pronto ella, haciendo que Jaime arqueara una ceja.

—¿Sólo por eso? ¿Qué queréis decir?

—Quiero decir… Bah, dejadlo. No es nada —repuso, quedando con una apariencia meditabunda y abatida en cierta forma.

—Será mejor que os vistáis. Mientras tanto, voy a buscar por aquí, a ver si los dioses nos siguen sonriendo y se olvidaron alguna manta —concluyó.

Lo cierto era que Jaime no llegaba a creer la suerte que les estaba acompañando desde hacía un rato. En efecto, encontró mantas dentro de un armario y sólo tuvo que quitarles un poco el polvo que habían acumulado. Luego volvió a la estancia principal, donde la moza ya se había enfundado su armadura y volvía a parecer un auténtico caballero. Alguien podría pensar que les resultaría incómodo cargar en todo momento con aquel armatoste de acero, pero éste hacía que el calor que desprendía la hoguera les llegara más nítidamente, cosa que se agradecía.

—¿Echáis de menos el sur? —le preguntó ella de repente, mientras permanecían sentados frente a la chimenea.

—¿A qué viene eso ahora? —se sorprendió él, pues no era propio de Brienne mostrar su añoranza.

—Es que… un juramento es un juramento, pero me gustaría volver a la isla zafiro algún día…

—¿Estáis vacilando? —se sonrió, pareciendo casi jocoso.

—¡No! ¡Claro que no! Sólo es que…

—Os comprendo, Lady Brienne. Pero tomasteis una decisión, estáis en medio de un desierto helado, a punto de saldar cuentas con Stannis… No os planteéis cosas que sólo os harán débil —opinó Jaime, ahora con un tono más amable y serio.

—Sí, es mi decisión, no la vuestra. ¿Por qué seguís aquí aún? —insistió—. ¿Sólo por poder acabar con un rival de vuestro sobrino?

Jaime no supo qué contestar. La verdad era que ni él mismo lo sabía exactamente. Era cierto que después del incidente con el espectro de Lady Catelyn le debía la vida a ella. Se había dicho que lo justo era devolverle el favor; “un Lannister siempre paga sus deudas”. Pero aquel argumento se desmoronaba en cuanto pensaba que él la había salvado un par de veces ya. ¿Qué deuda tenía entonces? En todo caso, era ella la que se lo debía aún, más teniendo en cuenta que su captura por parte de los bandidos fue cosa de Brienne. Bufó, hastiado por no tener una respuesta para aquello. ¿O sí…?

—¿Y bien?

—Da igual, no me creeríais —replicó.

—¿Cómo estáis tan seguro? Ponedme a prueba, Ser —persistió. Jaime suspiró.

—Está bien. Veréis, hace tiempo tuve un sueño muy extraño en el que vos aparecíais…

—¡Ser! —exclamó, ruborizada hasta las cejas—. ¡P-prefiero que no me deis detalles sobre ese tipo de sueños…! —añadió incómoda, aunque feliz en su fuero interno.

—No es lo que estáis imaginando, os lo aseguro. —Rió levemente, moviendo la cabeza hacia los lados, viendo cómo el desconcierto se reflejaba en su rostro—. Nadie podría tener esa clase de sueños con vos, me temo… —añadió la puya.

—¡Matarreyes…! —saltó, indignada por el comentario, con el ceño fruncido. Él rió con más ganas.

—Serenaos, Brienne. Quería decir que sois un noble caballero con quien no se podrían tener ese tipo de fantasías. No me estaba refiriendo a vuestro… físico peculiar. —La explicación no pareció convencerle demasiado, pero ignoró aquello y prosiguió—: En ese sueño, vos y yo nos encontrábamos solos, enfrentándonos a un grupo de espectros…

—¿Espectros? ¿Cómo el de Lady Catelyn? —se sorprendió, olvidando la ofensa previa.

—Supongo que sí. Nunca me he considerado creyente ni supersticioso, pero ante las evidencias… —dudó un momento—, hay que actuar en consecuencia.

—Así que es por eso… —murmuró, aunque parecía decepcionada.

—¿Esperabais que os dijera que os seguía por amor? —lanzó como si fuera una estupidez, aunque sabía que así era y su sobresalto se lo confirmó.

—¡No digáis sandeces, Matarreyes! ¡El frío os afecta a la cabeza!

Jaime sonrió de manera condescendiente. Por su parte, ella se cruzó de brazos y dirigió la mirada a otro lado, probablemente para ocultar cómo alguna lágrima brotaba de sus ojos. De pronto escucharon golpear la puerta repetidamente. De inmediato, ambos alcanzaron sus armas y se pusieron en guardia, con el corazón en un puño, sabiendo que si se trataba de un enemigo, podrían ser sus últimos instantes de vida. Ellos solos no podrían repeler otro grupo de combate como el que les había sorprendido hacía unas horas. Pronto la puerta cedió y ambos quedaron estupefactos por lo que vieron.

—¡Stannis! —bramó Brienne con todo el odio que fue capaz de condensar en aquellas sílabas.

En efecto, se trataba del Baratheon autoproclamado rey legítimo de Poniente. Sin embargo, un examen más detenido hacía que no pareciera realmente él, sobre todo por las vísceras que colgaban de su vientre. Estaba cubierto de escarcha, como si no le importara en absoluto; una espada exótica y colorida le atravesaba de parte a parte en mitad del pecho; su rostro no reflejaba ya aquella dureza marcial y la tensión de su mandíbula, sino que estaba más relajado, inexpresivo; su piel estaba tan pálida como la de un cadáver; y, quizás lo menos llamativo, pero lo que más le inquietó a Jaime, fue que en sus ojos había un extraño brillo azulado. Sin duda, aquel era Stannis, pero no estaba vivo ya; era un espectro. Parecía que su sueño se hacía realidad de una manera que nunca hubiera creído.

—¡Os mataré, Stanis! —espetó la moza, lista para lanzarse al ataque. Él no contestó, pero empezó a avanzar hacia ellos—. ¡Ni siquiera tenéis valor para defenderos de las acusaciones! ¡Matasteis a vuestro propio hermano! ¡Estáis maldito ante los dioses y yo seré su mano, la que os dará fin! —Tampoco comentó nada en aquella ocasión—. ¡Habla de una vez, desgraciado!

—¡Cuidado, Brienne! —le alertó, viendo cómo el espectro se abalanzaba sobre ella dispuesto a estrangularla.

Jaime lanzó un tajo ascendente con la espada y rebanó sin obstáculo el antebrazo del Baratheon. Ello evitó que alcanzara a la doncella. Sin embargo, éste no pareció inmutarse. En lugar de mostrar algún signo de dolor o sufrimiento, simplemente dirigió su atención hacia él, mientras la mano seccionada se desplazaba espeluznantemente por el suelo. Le hundió entonces el acero en la garganta, pero sólo consiguió que de ella brotara sangre ennegrecida y espesa, sin conseguir detenerle. La mano que le restaba se cerró en torno al cuello de Jaime, con una fuerza que nunca hubiera imaginado. Estaba fría, helada, y empezaba a notar cómo su garganta se empezaba a poner igual, incapaz de respirar.

—¡Ser Jaime! —exclamó Brienne, descargando un furibundo golpe con su espada sobre la espalda del espectro. De alguna manera, éste pareció fulminado por él y soltó su presa, cayendo al suelo inerte—. ¡Iros al infierno, Stannis! —bramó, hundiendo de nuevo el acero en su torso, ya inerte.

—¡Brienne! ¡Me habéis vuelto a salvar! —exclamó Jaime después de toser. Entonces vio cómo la mano del engendro aún intentaba escalar por la pantorrilla de su compañera—. ¡Maldita abominación…! —La pateó con fuerza, yendo a caer en medio de la hoguera, donde se retorció hasta que finalmente quedó inmóvil, calcinándose entre las llamas.

—Parece que tenéis sueños premonitorios, Ser —comentó la mujer, mientras limpiaba a Guardajuramentos en la ropa del propio difunto—. Pero por fin he podido cobrarme la venganza.

—No lo creo, Brienne —discrepó con el ceño fruncido—. Este espectro ni siquiera parecía consciente, no se parecía al de Lady Catelyn. Más bien actuaba como una marioneta.

—¿Qué queréis decir? —inquirió intrigada.

—Que Stannis ya estaba muerto. Sólo era su cuerpo el que vagaba por ahí. —Algo le vino a la mente entonces, bastante preocupante—. Cuando estuve en Desembarco del Rey, me dijeron que un enviado de la Guardia de la Noche había ido a reclamar ayuda para combatir contra un ejército de muertos… ¿Habéis oído hablar de los Otros?

—¡Quién no ha oído hablar de ellos! Pero, ¡son sólo una leyenda, un cuento para asustar a los críos! —repuso ella, pensando que intentaba tomarle el pelo.

—Me temo que no, y aquí tenemos la prueba. Parece que las armas no funcionan contra ellos, excepto Guardajuramentos, por algún motivo; quizás porque está hecha de acero valyrio… En cuanto al fuego, es evidente que también les afecta y…

—¡Ser! —le interrumpió, señalando hacia la puerta.

Dos de aquellos muertos vivientes, ataviados con los colores de Rocadragón, intentaban penetrar en la estancia a través de la puerta. La moza se adelantó blandiendo su arma y acabó con ellos en un instante, pero era obvio que allí no estaban a salvo. Jaime envainó la espada, que no iba a servirle de mucho, y rompió otra de las sillas para agenciarse una antorcha con uno de los maderos largos, introduciéndolo en el fuego.

—¡Está muy oscuro ahí fuera y la ventisca arrecia! ¡No puedo ver si hay más! —dijo ella, escrutando el exterior con los ojos entreabiertos.

—¡No tengáis duda de ello! —replicó, yendo a su lado para intentar iluminar un poco con el fuego que portaba. Lo que vieron les heló la sangre.

—¡Dioses! ¿Cuántos más de ésos hay? —exclamó atónita al ver el nutrido grupo que rodeaba el molino.

—Ni idea, pero será mejor que nos preparemos. —Jaime cerró la puerta y con ayuda de su compañera la bloquearon atravesando una mesa—. Seguro que al final consiguen abrirse paso, pero mientras no puedan penetrar en gran número, nos será fácil combatirlos.

—Buena idea, Ser. Siempre que no nos flaqueen las fuerzas —convino.

—Sí… —Suspiró y cerró los ojos, preparándose para la dura batalla que les aguardaba. En su mente resonaron las siniestras palabras que Cersei le había dedicado en aquel sueño. “Sobreviviré”, se dijo para autoconvencerse. Luego abrió los ojos y vio que la moza, a pesar de ser evidente su miedo, mantenía el coraje—. Brienne…

—¿Sí, Ser? —respondió.

—Sois consciente de que es probable que muramos aquí, ¿verdad?

—¡Claro que sí! ¡No soy una niña! —protestó.

—¿Alguna vez os han besado de verdad?

—¿Qué…? ¿Cómo…? —balbuceó azorada, cogida completamente por sorpresa, sin saber cómo contestar a eso.

—Sería una lástima que murierais sin haberlo probado…

Sin darle opción a reaccionar, Jaime se aproximó a ella y plantó sus labios en los suyos. Brienne se tensó como un resorte, incrédula seguramente ante lo que acontecía, pero no hizo ademán de apartarse. Pronto su boca cedió ante la lengua del Lannister y respondió al beso con timidez, dejando que fuera él quien llevara la iniciativa. Casi de manera inconsciente le abrazó, cuidando de que la espalda no le causara daño, igual que él hacía con el madero ardiente. Lo que para Jaime fueron unos segundos, para ella fue una eternidad sumida en ensoñaciones, descubriendo por primera vez un surtido infinito de sensaciones. Pero al final, él se separó y vio el gesto de la moza, que seguía siendo igual de feo, aunque enternecedor en cierto sentido.

—Ahora podéis morir en paz. Consideradlo un honor. No sabéis la de chiquillas que suspiran por lo que acabáis de recibir en los Siete Reinos… —comentó en tono jocoso, esbozando aquella sonrisa cortante como un cuchillo que era propia de él.

—Ser… —murmuró, aunque nuevos golpes en la puerta le interrumpieron.

—¡Menos hablar y más matar, Brienne! —le instó.

Aquella noche se hizo tremendamente larga para los dos supervivientes de la expedición. Como Jaime había supuesto, el hecho de impedir la entrada masiva de aquellos seres en el molino les daba una enorme ventaja, sobre todo intuyendo sus puntos débiles, que confirmaron con los dos primeros espectros que intentaron forzar la barricada. Guardajuramentos era absolutamente eficaz contra aquellos monstruos, cortando sus cuerpos sin apenas esfuerzo, como si fueran queso tierno. En cuanto al fuego, era más complicado usarlo, porque aquellos cadáveres ambulantes estaban cubiertos de escarcha y no prendían bien. Aún así, después de un rato, aprendió que lo mejor era introducir el extremo ardiente en las heridas abiertas ya, más propensas a ser calcinadas, consumiéndolos así desde el interior.

El tiempo fue pasando y el cansancio haciendo mella en ellos, aunque no les resultaba demasiado complicado aguantar. El problema era que aquellos seres no se acababan nunca. Si todo el ejército de Stannis se había convertido en espectros, ¿cuántos podría haber? ¿Miles? ¿Decenas de miles? ¿Irían todos a por ellos o sólo se trataba de uno de los muchos grupos de muertos que avanzaban hacia el sur? El caso era que el agotamiento y las heridas les lastraban, menguando sus fuerzas lentamente. “Ojalá el sol los fulminara”, pensó, aunque no tenía muchas esperanzas puestas en ello.

De pronto, notaron cómo las paredes temblaban. Como un estruendo salido de las profundidades del infierno, aquel ruido que provenía de la parte trasera del molino no presagiaba nada bueno. Era como si un muro entero hubiera sido derribado. Ambos se miraron asustados, pero sabiendo que ninguno de ellos abandonaría al otro.

—¡Por los dioses! ¿Eso es un oso? ¡Es enorme! —exclamó la doncella, impresionada al ver semejante mole.

—Así que también se convierten en espectros los animales… ¡genial! —espetó, viendo cómo la bestia avanzaba arrasándolo todo a su paso por la estancia contigua, asomado por el marco de la puerta. Y seguro que más cadáveres vendrían por el boquete que había abierto—. Tenemos que pararlo.

—¿Cómo? —inquirió.

—Bueno, ya os habéis enfrentado a un oso —bromeó, recordando el incidente de Harrenhal. Estaba claro que ella no le veía la gracia—. Yo atraeré su atención. Vos atacadle por la espalda y rebanadle el pescuezo.

—¡Es muy arriesgado! ¡Podría moleros los huesos! —objetó.

—Bueno, nada más típico en un molino… —repuso, encogiéndose de hombros—. Es eso o esperar a que venga a matarnos. —Y sin dejar opción a la réplica, irrumpió en la otra estancia, agitando la antorcha para llamar su atención—: ¡Eh! ¡Osito! ¡Estoy aquí!

La reacción del animal no se hizo esperar y, en completo silencio, se arrojó contra él, tratando de aplastarlo con sus poderosos miembros y zarpas. Por suerte Jaime estuvo ágil y se apartó a tiempo, arrimándole la llama al hocico, cosa que enfureció a la criatura, herida. El siguiente aspaviento del oso no pudo esquivarlo, pero el fuerte golpe fue absorbido en parte por su coraza. Aún así, fue contundente y le hizo caer al suelo, sintiendo cómo algunas de las heridas volvían a abrirse. Había perdido la antorcha y la criatura estaba dispuesta a aplastarlo, pero en ese momento Brienne acudió en su ayuda y el acero valyrio de su espada convirtió la cabeza del espectro en una bonita pieza de caza.

—¿Estáis bien, Ser Jaime? —se interesó, visiblemente preocupada.

—Gracias a vos —admitió él, aceptando la mano que le tendía para ayudarle a levantarse—. Formamos un buen equipo; ya van dos osos y no sé cuántos espectros…

—¡Oh! ¡Callaos! —bufó, carente total de sentido del humor en aquellas circunstancias. Luego vio su rostro alarmado y miró en la misma dirección que ella.

—¡Ya vienen! ¡Volvamos a la otra sala!

De regreso en la estancia de la chimenea, vieron cómo los espectros estaban comenzando a romper la barricada. La moza se lanzó al ataque, abatiéndolos sin darles ni una oportunidad, mientras él corría a prender un nuevo madero. Restablecida la seguridad del recinto, se dividieron ahora para poder cubrir las dos puertas. Jaime se ocuparía de la entrada principal, mientras que ella haría lo propio con la que daba al interior, ya profanado por multitud de muertos vivientes. Cada uno sabía que dependía del otro y viceversa, de forma que no podían flaquear.

Las horas que quedaban para el amanecer fueron casi agónicas. Casi desbordados por el inagotable número de enemigos, luchaban sólo impulsados por el instinto de supervivencia. Extenuados y heridos, en cualquier momento podían caer. Fue un auténtico milagro que, cuando las primeras luces del alba penetraron a través de la rendija abierta de la puerta, ambos siguieran aún con vida. Los cadáveres se amontonaban ya en montañas, taponando prácticamente las dos vías de entrada, y sólo algún espectro osaba ya intentar arrastrarse por encima de ellos para forzar el baluarte en que se había convertido el molino.

—¿Estáis bien, Lady Brienne? —se interesó un jadeante Jaime, mirando a su espalda.

—He tenido días mejores, sin duda —contestó, visiblemente fatigada y casi sin aliento. Era asombroso cómo había combatido aún estando enferma de frío.

—Es un consuelo… Pensad en ellos para seguir resistiendo —repuso, forzándose a esbozar una sonrisa.

Pasaron varios minutos sin recibir el asalto de ningún enemigo más. Era tentador lanzar las campanas al vuelo, pero en aquella situación debían ser prudentes. Aguardaron un tiempo más, pero nada aconteció. Compartieron una sonrisa alegre y ambos soltaron sus armas, corriendo a abrazarse con el otro. Jaime sabía que aquella mujer no era atractiva, que no le gustaba en absoluto, que parecía más un hombre o un oso que una doncella, pero le daba igual. Había compartido con ella más que con muchas otras personas y habían sobrevivido a una noche terrorífica que habría matado de miedo al más valiente. La besó salvajemente y ella no se resistió, sino que se lo devolvió con el mismo ímpetu.

Pronto cayeron al suelo y rodaron por él mientras se despojaban mutuamente de las armaduras que habían protegido sus cuerpos en tantos combates. El calor de los rescoldos de la hoguera se extinguía, pero el de su euforia y el de sus cuerpos, desnudo uno contra el otro, no hacía más que crecer. Allí, en medio de un paraje desértico y desolado, sumidos en la muerte hasta cotas inimaginables, Lady Brienne perdió por fin su virtud; y no con un cualquiera, sino con el apuesto Ser Jaime Lannister, que resultó ser un amante ardoroso que sobrepasó con creces todas sus expectativas.

Una vez aplacaron su fuego interno, decidieron que, a pesar de estar completamente agotados, lo mejor era aprovechar aquella tregua que les brindaban los dioses para volver a la última aldea que habían dejado atrás. Con suerte, allí estarían aún sus habitantes. Siguiendo la misma estrategia que habían usado ellos y fortalecidos por el número, tal vez lograran resistir así una noche más en aquel infierno blanco y frío, plagado de espectros. De ese modo, cogieron sus cosas y, no sin antes hacer unas piras con los montones de cadáveres, pusieron rumbo al sur para avisar a los mortales del peligro que soplaba del norte…

—Se acerca el invierno… —pensó Jaime, sin poder evitar que todos los difuntos Stark vinieran a su mente—. Qué razón teníais…

Comentarios

Entradas populares de este blog

Hola, me llamo Javier y soy abstinente

Hola, me llamo Javier, tengo veintinueve años y soy abstinente. Desde que tengo derecho al voto, he vivido tres elecciones generales; cuatro si contamos la repetición de las últimas. En las primeras, 2008, voté a ZP. No parecía que lo hiciera mal. Luego decidí abstenerme como muchos que no veíamos una opción buena. El hartazgo cristalizó en el 15M, nuevas formaciones y soplos de aire fresco para la política. Me decanté por votar a C’s y me sentí defraudado cuando hubo que repetir. ME planteé de verdad no regresar a las urnas, pero al final decidí hacerlo. Hoy, en 2019, vuelvo a la abstención.

Escribir con Git I: Commit, log y revert

Mantener nuestros documentos controlados es fundamental a la hora de acometer cualquier trabajo. Da igual si se trata de escribir cuentos, novelas, tesis doctorales... En algún momento, nuestros documentos empezarán a bifurcarse, ya sea en diferentes versiones de borrador, ya sea en experimentos para avanzar en la historia. La forma más simple de acometer esta labor es generando diferentes versiones de nuestros documentos. Sin embargo, esto requiere de un proceso manual. Es más, es posible que no recordemos en qué versión hicimos cierto cambio si sólo las diferenciamos de forma numérica. Por ese motivo, he estado investigando cómo aplicar Git, un sistema de control de versiones muy utilizado en desarrollo software, para escribir. En este tutorial os enseñaré las facilidades que nos ofrece y os compartiré un trabajo que he realizado para facilitarnos la vida.

El Real Madrid hace arder el cosmos

Era la década de los 80. La era de la quinta del buitre. Noche a noche, remontada a remontada, se construían los cimientos de aquello que Valdano llama el miedo escénico. Esas epopeyas que se transmiten todavía hoy de padres a hijos entre el madridismo. Los gritos de la afición se convertían en energía para los jugadores. Energía para un terremoto que demolía las torres más altas del continente. Por desgracia, aunque el Real Madrid se postulaba como candidato a ganar la Copa de Europa, el sueño no llegó a materializarse. Pero los ecos quedaron resonando en los vomitorios, en las gradas, en el túnel de vestuarios... Fantasmas que reposan en paz hasta que sienten la llamada. Espíritus que se levantan como el jugador número doce cuando la situación lo amerita. Almas imperecederas que se honran cada partido en el minuto siete y que, como los Muertos de el Sagrario en El Señor de los Anillos , esperan el momento de saldar la deuda que contrajeron en su momento. Cumplir el juramento que no p