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El último campo: 001 - El renacimiento de la Parca

¡Hola, queridos lectores!

Como os prometí la semana pasada, ¡aquí os traigo el primer episodio de mi nueva historia! Ya sabéis que se tratará de un serial de publicación mensual, así que el próximo se publicará a finales de abril.

En este primer episodio, se introduce parte de la trama y los antecedentes, presentando a algún personaje bastante relevante y explicando a grandes rasgos la situación de las Tierras entre los Abismos, el mundo en el que se sitúa la historia. Rebosa fantasía por los cuatro costados, pero no os vayáis a pensar que se trata de un relato infantil, porque sería lo más errado.

Por último, me gustaría agradecer a mi querida amiga Erica Pozanco su colaboración para ilustrar la portada de la obra. Sin su ayuda, seguro que este estreno hubiera quedado bastante descafeinado. Aquí mismo podréis apreciar el buen trabajo que ha realizado. También se merece un aplauso, ¿eh?

Sin más, os dejo con el episodio. ¡Que lo disfrutéis! Y no olvidéis compartir vuestras impresiones conmigo y con el resto de la gente, comentando la entrada, a través de Facebook o Twitter. ¡Os lo agradeceré!

El último campo - Portada

el renacimiento de la Parca

La enorme hoguera ardía en medio de la noche, iluminando el campamento de los Toroka. De ella emanaban vapores multicolores, producidos por las sustancias rituales que aquellos hombres de ébano arrojaban a las llamas. El grupo al completo estaba reunido en torno al fuego, danzando a la par que alzaban cánticos al cielo en la antigua lengua perdida. Sólo uno permanecía inmóvil: Zuluk Kar, el gran chamán de los Toroka y de todas las tribus residentes a lo largo del Cañón Brecha. Éste mantenía la mirada clavada en las ardientes lenguas danzantes, como si estuviera viendo a través de ellas. En realidad, sólo se hallaba sumido en la meditación, proceso que le llevaba a quedarse inmóvil, como una piedra, ajeno a todo lo que le rodeaba.

Se trataba de un hombre alto, ya en la madurez de la vida, de constitución extremadamente delgada, casi huesuda. A pesar de ello, todavía conservaba un notable vigor, pudiendo permanecer totalmente erguido aún sin necesidad del bastón de madera de roble, coronado con una calavera humana, que llevaba consigo a todas partes como su única herramienta sacra. Algunos decían que lo había construido con el cráneo de la primera persona que sacrificó a la Diosa Única; otros contaban que ella misma había sido quien se lo había enviado como símbolo de su protección, nombrándolo su representante en la tierra. Fuera como fuese, no se despegaba de él ni siquiera para dormir, manteniéndolo en todo momento al alcance de la mano. Aunque si fuera por las habladurías que corrían como ríos por toda la región, Zuluk Kar no dormía; no lo necesitaba. Puede que tuvieran su fundamento en aquella extraña pose de meditación, con los párpados completamente abiertos y sin ningún signo vital, pareciendo que estaba más muerto que vivo. Sólo el hecho de que se mantenía en pie negaba aquella tesis.

En cualquier caso, a pesar de ser venerado casi como una verdadera deidad, el chamán actuaba en el resto de ámbitos tal y como lo hacían sus hermanos; no era éste último un término inapropiado, pues muchas de las tribus del Cañón eran también conocidas como clanes y sus miembros solían provenir de una misma raíz sanguínea. Vestía con las calientes y peludas pieles de búfalo, animales muy comunes al suroeste de la zona, en las grandes Llanuras Verdes del Ocaso. A pesar de que éstas estaban habitadas por uno de sus muchos enemigos ancestrales, las tribus del Cañón realizaban incursiones con cierta frecuencia, manteniendo siempre las hostilidades y rencores ancestrales a flor de piel.

Aparte de aquellas prendas de abrigo, que cubrían su torso y parte de las piernas hasta por debajo de las rodillas, lucía algunos abalorios que portaba a modo de talismanes. Entre ellos se encontraban un par de pulseras de plata, bien trabajadas, tomadas del cadáver de uno de aquellos odiados orientales. En torno al cuello, colgados de un fino hilo tejido con cabellos humanos, pendían los colmillos de los pumas que había cazado en su juventud, uno por cada uno de ellos, como era costumbre entre los de su estirpe. Podía contarse hasta la docena, y eso porque aquel cordel, elaborado por él mismo con la cabellera de uno de sus más acérrimos enemigos, hasta que cayó a sus manos, no podía sostener ni uno más. Cuando se movía, solían tintinear al chocar entre sí, como la marcha fúnebre que acompañaría a los espíritus de aquellas bestias en el más allá.

En cuanto a su rostro, tenía la mitad del mismo completamente desollado, acto que realizó por su propia cuenta de forma voluntaria, como muestra de su fe en la Diosa Única. Por extraño que pareciera, aquel hombre, si es que podía calificarse así, no dejaba ver ni la más mínima molestia, por mucho que aquello debiera de dolerle. No se sabía si su aguante era sobrehumano o si la bendición de su deidad le consolaba, pero lo que era evidente era la masa de carne rojiza y grotescamente inflamada que dominaba su perfil izquierdo. El cabello de aquel flanco también había desaparecido, quedando tan sólo el de la parte diestra, negro, largo y recogido en una trenza que le llegaba hasta la base de la espalda. Mirar a aquel chamán era casi como estar cara a cara ante un demonio, ante la propia muerte.

El ritual seguía su curso y las voces de sus hermanos continuaban llenando la noche, sobre la que reinaba una luna menguante casi desaparecida por completo. Las estrellas eran tragadas por el resplandor de aquella hoguera, que se alzaba hasta tres varas del suelo y era suficientemente ancha como para que todos los fieles, casi cuarenta, danzaran a su alrededor con espacio más que suficiente. Además, las columnas multicolores que ascendían hacia el cielo también ocultaban algunas franjas. Todo iba según lo planeado; sólo faltaba que la Diosa Única diera la señal. Entre tanto, sólo cabía esperar, elevando sus plegarias en la antigua lengua perdida.

 

Aún recordaba con total claridad la noche en la que su venerada dueña se le apareció para confiarle aquella tarea. Estaba sumido en sus ensoñaciones, algunos dirían que dormido, pero no era así. Mantenía los ojos abiertos, como siempre, y, aunque las pieles de su tienda estaban allí y los sonidos nocturnos las atravesaban, llegando hasta sus oídos, todo parecía lejano, tremendamente lejano. Ante él, se dibujaban escenas de muy diversa índole, algunas pertenecientes al pasado, otras al futuro y algunas incluso estarían sucediendo en aquellos mismos instantes; muchas de ellas nunca ocurrirían y otras tantas variarían notablemente de los ecos que hasta él llegaban; porque aquellas visiones no sólo eran los hechos, también los pensamientos, los anhelos y los miedos de las personas, de todas aquellas que poblaban la tierra entre los Grandes Abismos.

De repente, una sombra se perfiló, pasando de forma a figura, de figura a imagen y de imagen a realidad. Era como si estuviera allí mismo, ante sus ojos, tan palpable como la tierra sobre la que yacía; su diosa: la Diosa Única. Estaba envuelta en un manto negro, como la noche más profunda, que cubría incluso su cabeza, dejando ver solamente aquel rostro pálido y hermoso, el más bello que jamás hubiera soñado o visto. Su piel era tersa como la de la mujer más joven; sus labios, rojizos y carnosos, en proporción con los finos rasgos de su cara, Y los ojos, azules, muy oscuros, con el tenue reflejo de la luz procedente de la hoguera a modo de estrellas en un firmamento profundo y antiguo, pero cautivador y penetrante. Los pocos mechones de pelo que se apreciaban bajo la tela eran del mismo tono, como si hubiera nacido de la propia oscuridad del cielo nocturno; o tal vez ella fuera su madre…

Lo miraba desde arriba sin decir nada, sin romper la quietud del lugar y el momento, que de pronto estaba silencioso como una tumba. Zuluk sentía la necesidad de moverse, de postrarse de rodillas ante su Diosa, porque no era la primera vez que se le aparecía y sabía a ciencia cierta que se trataba de ella. Por mucho que lo intentaba, no conseguía hacerlo; era completamente en balde. Podía notar como aquellos orbes celestiales buceaban en su conciencia, notando su impresión, su fe, su pasión por ella, pero también sus miedos. Y es que aquel chamán no era ningún idiota. Sabía perfectamente que si aquella a quien servía con su propia vida quería algo de él, lo tomaría sin importar si estaba de acuerdo o no. Además, las apariciones divinas no solían producirse por cuestiones banales, de modo que aquel encuentro tenía una trascendencia que ni siquiera podía llegar a imaginar.

—Zuluk Kar, fiel servidor —comenzó por fin a hablar, llenando el alma del hombre con una voz límpida y clara en la antigua lengua perdida, un sonido que traspasaba lo puramente terrenal y hacía vibrar cada fibra de su ser—. Puedo ver el temor que albergas en tu interior. Pero no temas, sólo quiero de ti lo que me has dado durante todos estos años —lo tranquilizó, dibujando una cálida sonrisa en aquellos tentadores labios.

—¡Mi vida es vuestra, mi Diosa! Haced con ella lo que convengáis —replicó, pudiendo al fin salir de aquella parálisis, postrándose ante los pies de su ama.

—Mi regreso está cada vez más cerca. Pero antes de que vuelva a pisar esta tierra, ésta debe conocer el caos de nuevo, sumergirse en la espiral de cambio eterna, fuente de toda vida y toda muerte —dijo, causando gran conmoción con sus palabras.

—¿Volver a esta tierra, mi señora? Os esperaremos con júbilo e impaciencia. Sembraremos todas las tierras al este, al oeste y al sur, con la semilla del caos mientras aguardamos el día en que descendáis del Pico de los Rayos. Y ese día será recordado por nuestro pueblo hasta el fin de los tiempos —prometió Zuluk, maravillado con la idea.

—Sí, ya lo creo que lo haréis —asintió ella complacida. Luego posó una de sus finas manos en su cabeza, con las uñas del mismo azul marino que el cabello y los ojos—: Escucha bien lo que voy a decirte, porque sólo así lograréis plantar mi germen en esta tierra…

 

Así fue como la Diosa Única le transmitió su voluntad. Desde hacía dos años, había dedicado todos sus esfuerzos a cumplir con la misión encomendada aquella noche. No había resultado nada fácil, pues, para conseguir su objetivo, había tenido que penetrar en las tierras de los orientales, enemigos ancestrales de las tribus del norte desde hacía generaciones. Vivían en aquellos enormes castillos, rodeados de piedra y metal, creyéndose por encima de todos los demás habitantes de aquel mundo por algún tipo de favor divino. Pero ellos conocían la verdad: sabían que sólo había una deidad y que ella velaba por el bienestar de las tribus del Cañón. Sus visiones lo probaban, tal y como había sucedido con los grandes chamanes desde Kotag Zur. Habían pasado ya siglos desde la instauración de su orden, pero todo el saber había sido almacenado; no sólo en la conciencia popular, sino también en los Testamentos, tomos escritos por cada uno de sus antecesores en el cargo, guardados y custodiados en el Sagrario Profundo, a salvo de todo enemigo.

Los designios de su señora le habían llevado a recorrer, junto a un grupo de fuertes y aguerridos guerreros de las tribus, la frontera con los reinos orientales, sobre todo Sierra Dragón, una cadena montañosa situada al norte de aquel país, conocida por ese nombre debido a la abundante actividad volcánica. Allí, en los abismos más profundos de la roca, enterrada en un laberinto de cavernas y galerías ya hacía largo tiempo olvidado, encontraron lo que buscaban: Segadora, la espada que había pertenecido al paladín de la Diosa Única en los tiempos de la Gran Contienda. No les había resultado nada fácil llegar hasta allí, sobre todo por el continuo hostigamiento de los centinelas orientales; muchos habían perdido la vida en aquella expedición y otros tantos lo harían en el viaje de vuelta; pero, a pesar de todo, había merecido la pena, pues su señora estaría satisfecha.

Una exclamación al unísono sacó a Zuluk Kar de sus pensamientos, volviendo de nuevo a la realidad. Miró a su alrededor y vio que todos los presentes se hallaban señalando hacia el cielo con expresión atónita. Al elevar la vista, el gran chamán vio que la columna de humo multicolor que se había elevado desde la hoguera se había transformado en una aurora brillante, que iluminaba el entorno con una luz cambiante y mortecina. No le extrañaba en absoluto que aquellos pobres descreídos, que nunca habían contemplado las maravillas de la Diosa Única, estuvieran asustados ante semejante fenómeno. Pero él sabía de qué se trataba: era la señal. Alzó entonces las manos y profirió un grito grave que resonó a lo largo y ancho del campamento, reclamando la atención de todo el mundo. El silencio se hizo y Zuluk pudo entonar al fin las palabras que le había transmitido su venerada señora:

—¡Hermanos! ¡Ha llegado la noche al fin! Durante eras, nuestro pueblo ha esperado la vuelta de su única y divina diosa, madre y verdugo de todos los seres de esta tierra. Ella me ha hablado para que os transmita sus palabras. —Hizo una pausa, esperando a que se acallara el murmullo generalizado que se había levantado. Una vez lo hizo, prosiguió—: Os traigo la noticia de que la segunda venida de la Diosa Única está cercana. Nosotros, sus fieles hijos, somos los encargados de difundir su voluntad, preparando así su llegada. Por eso, hace dos años, me embarqué en una expedición junto a los valientes que se prestaron voluntarios con el único fin de encontrar aquello que nuestra señora quería de mí. Después de pasar muchas penurias, aquí tenemos su regalo. —Hizo un gesto a uno de los jóvenes que estaban a su lado y éste desenvolvió un objeto de las telas en que se encontraba—: ¡Contemplad a Segadora, el arma del paladín, que la Diosa Única nos ha otorgado para que cumplamos con sus designios!

El muchacho, que había cumplido recientemente los veinte años, blandió el arma en el aire, mostrándola ante todos. Se trataba de una hoja ancha y de escasísimo grosor. Tenía un solo filo que acababa en una agudísima punta, curvada ligeramente hacia atrás. Era una espada muy extraña, pues no poseía el brillo característico de los metales. En su lugar, la superficie era blanca como la nieve más pura, adoptando un tono anaranjado ante el fulgor de las llamas. La empuñadura, en cambio, era de bronce, de color rojizo, bastante simple, sin guarda. El único detalle decorativo era un zafiro tan azul como los mismísimos ojos de la diosa, incrustado justo en la cúspide de ésta. A pesar del reflejo del fuego, su color era tan puro y oscuro que no se veía alterado de ninguna forma. Después de cortar el aire con ella durante unos segundos, el chico volvió a bajar el arma, esperando las instrucciones del chamán.

Zuluk miró entonces con detenimiento al portador de Segadora, Sagen Ulmar. Era uno de los valientes que le habían acompañado en la búsqueda de la reliquia, el más joven de todos ellos y el que más devoción había mostrado por la Diosa Única a lo largo de toda la misión. Su determinación no había flaqueado, ni en los momentos en los que el resto pensaban más en poder volver a casa lo menos heridos posibles. Él había mirado siempre hacia delante y, en parte, gracias a su arrojo y cierta temeridad, habían logrado encontrar el objeto perdido. El muchacho se había aventurado solo durante una noche en las cavernas del cercano Dragón Gris, llamado así por el tono de sus laderas llenas de ceniza. Se había alejado enfadado del resto, ya que algunos de sus compañeros de viaje habían osado decir que la diosa les había enviado a una muerte segura. Puede que fuera cierto, pero, en todo caso, aquel no era un motivo de queja. Zuluk había tomado medidas al respecto, castigando a los tres con aquel mismo destino al instante. Pero, aún así, Sagen había querido demostrar al resto que su señora era benevolente. Había decidido buscar por su cuenta la espada. No podía imaginarse siquiera que, aquella misma noche, mientras realizaba sus pesquisas en solitario, hallaría el anhelo de los que habían partido del Cañón. El chamán tuvo la certeza de que la madre había querido aquello desde el principio, premiar a su más devoto seguidor.

Del campamento Toroka había partido apenas un niño, pero ante sí tenía ahora un hombre, vigoroso y recio. Su musculatura y corpulencia no tenían nada que envidiar a la de los más fieros guerreros de las tribus. En aquel momento, llevaba el torso desnudo, dejando ver las numerosas cicatrices que aquella expedición había dejado en su cuerpo. Lucía un gesto feroz, enfervorecido por todo el ritual en honor a su tan amada deidad. Su cabello, rojo como el mismo fuego, estaba recogido en una larga trenza, como era la costumbre de su pueblo. Su nariz achatada, rota en uno de los combates de aquel periplo, le daba un aspecto aún más tenaz, ya que era de mandíbula prominente, algo extraño entre los de aquella raza. No había duda alguna: él era el elegido. Pasaría de ser un simple mortal a encabezar el regreso de la Diosa Única.

—Sagen Ulmar —comenzó—; has sido elegido por nuestra venerada madre para portar el arma que dejará la primera herida en sus enemigos. Es un honor que nadie más tendrá, pues muchas cosas han de cambiar durante el reinado de la diosa, pero no la existencia de su paladín. ¡Despídete de tu vida, joven guerrero! —bramó con energía.

Los ojos de la calavera que coronaba el bastón de Zuluk Kar comenzaron a brillar con una luz azulada y siniestra. Sagen empezó a flotar en el aire, siendo elevado por fuerzas misteriosas que dejaron atónitos a todos los demás. El chamán no acostumbraba a mostrar sus poderes en público, pero no tenía problema en hacerlo, siempre que fuera en nombre de su señora. De ahí que causara tanta impresión, sobre todo en aquellos que dudaban de la omnipotencia de su divinidad. El muchacho, en cambio, no mostraba ningún temor, pues sabía que su vida estaba en manos de aquella que se la había concedido y que podía arrebatársela cuando quisiera.

—¡Ahora es hora de que renazcas! ¡Que la Diosa Única te acoja en su seno! —exclamó, haciendo que Sagen cayera en medio de la hoguera ante la mirada horrorizada de sus hermanos.

Las llamas devoraron con avidez la carne del muchacho, que no pudo evitar soltar desgarradores alaridos de dolor que estremecieron incluso el aire y la tierra. Los gritos de angustia de su familia no eran menores y un murmullo, entre temeroso y rabioso, se extendió por todo el lugar. ¿En qué estaban pensando? ¿Querían ir contra la voluntad de la diosa? No lo permitiría, ni él, ni ella. Zuluk permanecía concentrado en el ritual, observando con asombro que, pese a la liberación del sufrimiento que expresaba, Sagen se mostraba firme, sin agitarse, sin intentar salir de aquel infierno en que había aterrizado. Aceptaba su destino con estoicismo, tal y como debía hacer un verdadero sirviente de la Diosa Única. Finalmente, se produjo una deflagración y los últimos aullidos desesperados fueron consumidos por el crepitar furibundo de la hoguera. El silencio se hizo, sólo roto por las lágrimas desconsoladas de una mujer que dio a luz con un dolor menor que aquel hacía ya un par de décadas. Los ojos del cráneo se apagaron, volviendo a quedar como cuencas vacías.

—¡Lo ha matado! ¡Ha matado a Sagen! —gritó el padre, lleno de cólera por lo sucedido.

—¡La envidia! ¡Él era el elegido y se ha deshecho de él! —apoyó otro de los presentes.

Zuluk Kar no dijo nada. Aquellas estúpidas acusaciones no merecían respuesta. Su mirada se hallaba fija en las llamas, que, poco a poco, se apagaban a un ritmo insólito. A pesar de que los Toroka estaban revueltos por la escena, se empeñó en no aplacar los ánimos. Algunos, los más cercanos a él, no tardaron en intentar asesinarlo, como ya le había pasado a más de un chamán demasiado atrevido. Sin embargo, la luz de la calavera volvió a refulgir, haciendo que ambos salieran despedidos con fuerza varios metros, cayendo al suelo con estrépito. El hombre miró entonces a su alrededor, moviendo sólo los ojos, en actitud desafiante, esperando al próximo que intentara atentar contra la voluntad de la diosa. Vio ganas e ira en todos ellos, pero después de aquella demostración de poder, ninguno se atrevió a plantarle cara abiertamente. Daba igual lo que hicieran; su corazón le decía que todos estaban condenados desde el momento en que habían perdido la fe en su señora.

—¡Todo mi poder emana de la Diosa Única! ¡Quien se enfrente a mí, se enfrenta a ella! Y vosotros, necios mortales que os habéis rebelado contra su obra, que os aferráis a la vida como meros infieles, ¡seréis los primeros en uniros a la espiral eterna del caos! —proclamó.

Justo en ese momento, las últimas lenguas de fuego se extinguieron y la aurora que dominaba el cielo descendió sobre las ascuas. Se produjo un destello cegador y muchos huyeron aterrados, creyendo que aquello era parte de la ira de su deidad. Sin embargo, después de unos instantes en los que parecía que el sol había descendido sobre la tierra, el brillo fue muriendo, quedando de nuevo todo en calma, más oscuro que antes. El ritual había concluido. Los Toroka, desconcertados por el fenómeno, sufrieron un lapsus en su pánico. Los restos humeantes estaban tranquilos, ni siquiera había cenizas incandescentes. Fue entonces cuando el grito insensato recorrió el campamento:

—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Lo ha matado! ¡Lo ha matado! ¡Yo voy a matarlo a él! ¡Es un farsante y lo ha matado!

El furioso progenitor de Sagen, Soran Ulmar, se lanzó a través del campo de rescoldos que dominaba el centro del campamento con la vista clavada en su objetivo. Zuluk ni se inmutó. Sabía perfectamente lo que iba a pasar. Cuando el intrépido y vengativo hombre alcanzó la mitad de aquel círculo de desolación, un silbido rasgó el silencio de la noche, siendo seguido por un grito ahogado en sangre. Un profundo tajo se abría desde su pecho hasta la quijada, del cual manaba sangre a borbotones. Los ojos del moribundo estaban fuera de sus órbitas, completamente blancos, y no tardó mucho en caer hacia atrás inerte. Un rumor lleno de terror corrió entonces por la zona, mientras los presentes contemplaban la macabra escena.

—Bienvenido, paladín de la Diosa Única —dijo Zuluk Kar, arrodillándose.

Erguida en mitad de las cenizas, se hallaba una figura esquelética cubierta con un manto negro como el corazón de las tinieblas, mecido por una brisa espectral que nadie más podía notar. El blanco de su rostro y de sus extremidades era visible a la tenue luz de la luna menguante, al igual que el de la espada que aferraba, ahora teñida parcialmente de escarlata. Como su señora le había dicho, Sagen Ulmar había muerto y renacido, convertido ahora en el paladín de su diosa, el premio por todo el fervor que guardaba en su corazón. Estaba tan entregado a su causa que no había dudado ni un momento en finar brutalmente a su propio padre; si es que conservaba aún la conciencia de su vida como hombre. Se giró hacia el chamán con lentitud, clavando sus cuencas vacías en él. No respondió nada, pero Zuluk alcanzó a ver el mismo destello azulado que brotaba de su calavera cuando utilizaba el poder que la diosa le había concedido. Se incorporó, alzó los brazos y clamó:

—¡Postraos ante el paladín de la Diosa Única, la Parca!

Los impresionados y asustados Toroka no tardaron en obedecer, arrodillándose ante la funesta figura que se había alzado de entre las cenizas. El hombre sonrió con crueldad; pensaban que después de haber dado la espalda a la venerada madre, ahora podrían salvar sus miserables vidas con unos gestos vacíos, más inducidos por el temor que por la fe. Su señora pensaba igual y no tardó en emplear a su paladín para castigarlos. Avanzó lentamente hasta el más cercano de ellos y, con un golpe hábil y preciso de Segadora, le cercenó la cabeza. El pánico cundió entonces y empezó el caos. Cada uno corría para salvar su vida, sin importarle en absoluto quiénes dejaba atrás. Si pensaban que la Parca era lenta y torpe, se equivocaron de pleno. Aquel espectro se movía como un viento sombrío entre ellos, asestando tajo tras tajo, con una letalidad propia del más heroico de los guerreros. Después de unos agónicos momentos de huida, muchos se dieron cuenta de que no lograrían escapar. Locos de desesperación, intentaron enfrentar a aquel demonio que escapaba completamente a su comprensión. Los golpes con manos, hachas, lanzas y espadas no sirvieron absolutamente de nada. El cuerpo de la criatura parecía completamente invulnerable ante aquellos ataques terrenales, que ni siquiera consiguieron frenar su avance. En menos de cinco minutos, toda la tribu de los Toroka había sido exterminada por un solo ser, el ente más poderoso que Zuluk Kar había visto hasta entonces, después de la diosa, obviamente.

El chamán había presenciado aquel dantesco espectáculo como mero observador, pleno de calma, absorto en sus plegarias para que la venerada madre fuera benevolente con aquellos pobres desdichados, cuyo único y grave pecado había sido perder la fe en ella; insensatos… Merecían un castigo, pero también la compasión. Como su líder espiritual, era su obligación rezar por sus almas, para que pudieran reposar en paz después de expiar sus ofensas. Hombres, mujeres y niños fueron aniquilados en aquel macabro suceso, y ante ninguna muerte, su quietud se vio alterada. El campamento estaba sembrado de cadáveres y silencio, de cuerpos mutilados, y regado con la sangre de los Toroka. Aquella tierra sería fértil en el futuro, sin duda.

El paladín de la diosa se colocó entonces ante él, mirándolo con aquellas cuencas vacías en las que destellaba un brillo azulado. Zuluk le sostuvo la mirada, como si mantuvieran una especie de conversación muda. Si cualquiera hubiera podido verlos frente a frente, hubiera tenido dudas de cuál presentaba un aspecto más temible. La criatura esquelética alzó entonces a Segadora con ambas manos, que había adquirido un tono totalmente rojizo, haciéndole saber así su destino al chamán. No se lo esperaba, pero tampoco era algo que pudiera negarle a su señora. Si ella lo quería así, su vida sería cortada de raíz por el filo que ella misma les había concedido. Dejó caer el bastón al suelo y se arrodilló ante la Parca, inclinando la cabeza hacia delante como muestra de la aceptación de su sino.

—Tomad mi vida si es lo que deseáis, porque no tengo nada más valioso que daros —murmuró en una última plegaria, aguardando el mandoble que le arrancara del mundo terrenal.

El silencio sepulcral reinante hizo que la espera se hiciera eterna. Parecía como si la Diosa Única se recrease en aquello, provocándole un sufrimiento y una inquietud casi insoportables. Cuanto antes llegara el final, mejor. Cerró los ojos con fuerza, consiguiendo incluso que algunas lágrimas brotaran de ellos, no por miedo ni tristeza, sólo por la fuerza que aplicaba. Sus manos se habían entrelazado a la altura de su pecho y casi se hacía daño, agarrándose la una a la otra con una tenacidad enorme. Muchos recuerdos acudieron entonces a su mente; imágenes alegres y satisfactorias; otras no tanto… Pero se deshizo de ellas en cuanto fue consciente, negando levemente con la cabeza. Aferrarse a aquel mundo no era sino una rebelión contra su deidad, algo que no se permitiría a sí mismo ni a ningún otro. Aún así, el lapso era ya largo… ¿o sólo se lo parecía? ¿Era posible que lo retrasara a propósito para comprobar su fidelidad? Abrió entonces los ojos y, contra todo pronóstico, los pies esqueléticos y el manto oscuro como la noche habían desaparecido.

—¿Qué…? —musitó desconcertado.

Miró a su alrededor, pero en el lugar reinaba la calma. No alcanzó a ver por ninguna parte la silueta del despiadado emisario de su diosa; sólo los innumerables cuerpos inertes, bañados en su propia sangre. Alcanzó el bastón cadavérico con una mano y se incorporó con la vista clavada en el suelo, tratando de comprender lo que había pasado. La Parca se había acercado a él con la intención de despojarle de su vida; lo había aceptado resignado, sin oponer resistencia alguna, y aún estaba vivo. ¿Qué significaba? Sólo había una respuesta…

—Os serviré con la misma devoción que hasta ahora, mi señora, la Diosa Única y verdadera —dijo, volviendo a arrodillarse.

—No me cabe la menor duda… —respondió una voz femenina a su espalda.

Licencia Creative Commons
El último campo - El renacimiento de la Parca (sólo texto) por Estrada Martínez, Francisco Javier se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Permisos que vayan más allá de lo cubierto por esta licencia pueden encontrarse en http://www.in3activa.org/doc/es/LGT-ES.html.

Comentarios

  1. waa, estoy desenado el siguiente capítulo, me ha sabido a poco espero que llegue finales de abril pronto ¡Lo esperare con ansiass!.

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  2. Ya sabes que me encanta la historia. Estoy deseando ponerme a dibujar al atractivísimo (?) Zuluk Kar, casi tanto como de leer los siguientes capítulos ;)

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    1. Jajaja, atractivísimo xD. Seguro que pronto tiene fans de ésas que gritan y se desmayan xDD

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