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El último campo: 003 - Muerte en las dunas

¡hola, queridos lectores!

he estado un poco inactivo últimamente, debido a mis obligaciones fundamentalmente. El curso está tocando a su fin y hay que echar el resto para sacarlo todo adelante. No obstante, aquí tenéis, puntual, la tercera entrega de El último campo. En este relato, se continúa con la trama comenzada en los dos anteriores. Espero que haga las delicias de los más belicistas, a la vez que se presentan nuevos personajes y lugares.

Como siempre, os pido que lo difundáis todo lo que podáis y, si no es mucha molestia, lo valoréis con vuestros comentarios. No sólo me ayuda a nivel de mejorar el ranking del blog para las búsquedas en Google y demás, sino que me motiva para continuar escribiendo. ¡Que lo disfrutéis!

Os recuerdo que podéis conseguir El último campo en formato e-book, PDF o audiolibro en la biblioteca del blog :).

Muerte en las dunas

El calor era verdaderamente sofocante allí, bajo la lona de la tienda en la que se encontraban parlamentando. La frente del general Morgan se hallaba perlada de sudor, igual que la de sus oficiales. En cambio, los tres representantes de los mercaderes del desierto, situados al otro lado de la mesa baja, en torno a la cual se encontraban sentados, no daban muestra de resentirse por las altas temperaturas. Era normal después de todo, ya que estaban acostumbrados a vagar entre las arenas a través de las rutas comerciales que unían oriente con el norte, el sur y el oeste. Al margen de las urcas mercantes que recorrían la costa este del continente, aquella era la única manera de comerciar con otros pueblos, en especial con occidente, ya que bordear el perfil de la Tierra de las Diosas era muy arriesgado. No pocos navíos habían acabado zozobrando en aquella empresa. De ahí la importancia y riqueza que acumulaba aquel pueblo nómada, asentado en los oasis del Desierto de la Discordia.

No obstante, en aquella ocasión, no marchaban para intercambiar sus bienes, como solían; no avanzaba una simple caravana hacia las tierras de la Tríada. Aquello era un ejército entero; cientos, miles de personas que formaban en columna, directos hacia sus tierras. Cuando le llegó el aviso, hallándose de caza en los bosques cercanos a Greenstone, no podía creérselo. Aparte de haberle fastidiado la partida, aquel pueblo nunca se había mostrado hostil hacia ellos; bueno, ni hacia ellos, ni hacia cualquier otro de sus vecinos. Al norte quedaban los brechos, en las tierras arcillosas que circundaban el cañón; al sur, el desierto limitaba con los dominios del Reino del Sol; hacia el oeste, las montañas dejaban gargantas profundas a través de las cuales podían llegar hasta las grandes Llanuras Verdes del Ocaso, hogar de los ilusos republicanos y los míticos, a la par que imposibles, druidas. Tantos territorios limítrofes, y nunca habían protagonizado ni una sola escaramuza. “¿Por qué ahora?”

No sabía cómo interpretarlo, pero por su gesto apremiante y su mirada llena de determinación, unidos a unas extrañas patrañas sobre un ser monstruoso, parecía que estaban huyendo de algo que les hostigaba desde el corazón de las arenas. Podía ser cualquiera de los vecinos ya citados, que hubiera emprendido una campaña contra ellos, aunque lo dudaba mucho. Aún así, no era descartable, ya que los solares habían vertido mucha sangre oriental hacía siglos, cuando la Tríada y el Reino del Sol se enfrentaron en una cruenta guerra sobre aquellas mismas dunas. Fue entonces cuando aquel territorio fue determinado neutral y en él surgieron las caravanas de mercaderes.

Pero aquello no concordaba con la terminología que estaban usando. Decían que era la muerte misma, que arrasaba pueblos enteros dejando sólo el silencio y los cadáveres. Aún así, nadie había visto a ese supuesto ser y seguía con vida, de modo que aquellos testimonios se asemejaban demasiado a meras supercherías, historias que tal vez pudieran asustar a un nómada, pero que para un militar curtido como él, no suponían mayor inquietud que la de la brisa matinal.

Morgan se encontraba cruzado de brazos, rumiando las palabras que acababa de escuchar. Y es que aquel hombre tenía una manera muy peculiar de meditar; torcía la mandíbula mientras mascaba cualquier cosa, como los dátiles traídos como obsequio en aquella ocasión, dándole el aspecto de una auténtica res. Su ceño fruncido dejaba ver que no estaba en absoluto de acuerdo con las exigencias de aquel pueblo, que pedía traspasar la frontera de oriente para refugiarse tras los muros de los castillos.

No era sólo una cuestión de desconfianza, ya que un grupo tan numeroso podría llegar a suponer una amenaza si les permitían el acceso a su territorio. También estaba el problema de que semejante incremento de población esquilmaría los recursos de la Tríada y produciría épocas de carestía y hambruna. Normalmente, aquellas dos palabras solían ir acompañadas de una tercera: enfermedad. En cualquier caso, habían topado con un mal comandante para sus intereses. Todo el mundo conocía su fama y su orgullo; no iba a permitir que las generaciones venideras lo recordaran como aquel que, debido a su indulgencia con los extranjeros, provocó la mayor tragedia vivida en aquellas tierras desde hacía siglos. Él tenía un ejército plenamente equipado y adiestrado; ellos sólo eran mercaderes que llevaban espadas colgando del cinto. ¡No iba a permitir que impusieran sus condiciones!

Con aquella determinación, apretó los dientes y miró al que parecía ser el líder, sentado entre los otros dos. Apenas era un chiquillo que no rebasaría la veintena por mucho. Era de tez morena, como la mayoría de su pueblo, y su cabello rizado y negro se encontraba apelmazado por la suciedad y su propia humedad corporal. Lo que más resaltaba de su rostro era la nariz aguileña, situada entre sus ojos oscuros, que le daba cierto aire de astucia. No sabía cómo podía soportar aquel suplicio con aquellas prendas largas, cuando él mismo se encontraba sólo en camisa fina de lino y calzón corto. De todas formas, aquello daba igual.

—Simeón os llamáis, ¿verdad? —comenzó, recibiendo un asentimiento del chico como respuesta—: No permitiremos el paso de vuestro pueblo al otro lado de nuestras fronteras. Podéis asentaros donde os plazca a una legua de ésta, pero ni una vara más. ¿Os ha quedado claro? —determinó con suma intransigencia, con actitud altanera y orgullosa.

—¿A una legua? ¿Acaso queréis usarnos como escudo contra esa criatura? —espetó el nómada, golpeando la madera con ambos puños indignado—: ¡Hay mujeres y niños allí atrás! ¡Mujeres y niños que morirán si no nos franquean el paso!

—Eso no me incumbe. Si tan desesperados estáis, lanzad una ofensiva —lo retó con una sonrisa burlona en los gruesos labios, sabiendo de su superioridad.

La ira era palpable en el rostro congestionado de aquel muchacho, pero sus dos acompañantes se mostraban mucho más prudentes. Su cara reflejaba impotencia y temor, más que cualquier otra emoción. Parecía que no todos estaban tan decididos a lanzarse en un ataque suicida contra las fuerzas unidas del ejército de Greenstone y la Guardia Fronteriza. Si su intención no era la de ceder, verse en aquella situación, con el enemigo dividido respecto a lo que hacer, le daba aún un mayor empaque y fortaleza. Finalmente, Simeón se incorporó como un resorte y dio instrucciones en su lengua a los otros dos para que lo siguieran. Daban el parlamento por finalizado.

—Si lo que quieres es una batalla, ¡eso es lo que tendrás! —afirmó con rotundidad el joven, marchándose de forma airada.

—Aquí os aguardaremos —replicó él, manteniendo su postura con firmeza.

Una vez que los emisarios hubieron abandonado la pequeña carpa que servía de cuartel general, los oficiales empezaron a murmurar entre ellos, valorando el resultado de la reunión. Morgan miró de reojo a uno y otro lado, escrutando los rostros de sus subordinados. La mayoría reflejaban un apoyo incondicional a sus palabras, aunque algunos parecían mostrar cierto desacuerdo. No le importaba lo que pensaran en su fuero interno, siempre que no lo exteriorizaran. Si alguno se atreviera a contravenir su dictamen abiertamente, sabía a la perfección que le esperaba la horca. Se incorporó e hizo un gesto con la mano, haciendo el silencio en el lugar. Después, sus órdenes resonaron con fuerza y autoridad:

—Doblad la vigilancia. A la menor sospecha de movimiento hostil, preparad a todas las fuerzas para la batalla. Quiero que una compañía de caballería se dirija hacia el sur, preparada para arrollar su flanco en cuanto se les dé la orden.

Sus oficiales acataron las instrucciones, mostrando su aceptación con una media reverencia. El general asintió levemente con la cabeza y los despidió con un ademán, quedándose a solas con su escudero y el capitán de la Guardia Fronteriza. Éste debía de haber salido también con el resto; si aún permanecía allí, era porque tenía algo que “aportar”. Lo cierto era que, desde que había llegado allí, aquel hombre, con un rango inferior al suyo, no hacía más que intentar darle lecciones de cómo funcionaban las cosas en la linde del desierto. Empezaba a estar más que harto de su atrevimiento y su insolencia.

Era un hombre ya maduro, casi llegado al medio siglo. Tenía la cabeza prácticamente rala, y lo que le restaba de pelo era ya grisáceo, de un tono ceniza. Lucía barba y bigote cortos, del mismo color que el pelo, y sus cejas eran algo más pobladas de lo común, juntándose en el ceño. Sus ojos eran pequeños, pero cargados de energía, y su nariz tenía una buena cicatriz, faltándole un pedazo en la punta. Tenía la faz arrugada por la edad, con pronunciados surcos en la frente. Al contrario que Morgan, no era un tipo excesivamente corpulento, más bien bajo para ser un soldado, pero se le notaba la rudeza a simple vista. Vestía casi como los nómadas, al igual que la Guardia Fronteriza, que se encargaba de aquella región.

—¿Qué se os ofrece, capitán Lorenzo? —inquirió con una mueca de impaciencia.

—¿De verdad pensáis masacrarlos, mi general? —preguntó éste con un gesto indescifrable.

Se sintió cuestionado por aquella frase tan directa e insolente. Lo que pensara hacer era cosa exclusiva de él, y de nadie más. ¿Qué tenía que decir un capitán al respecto? Y más teniendo en cuenta que hablaban de un enemigo. Frunció el ceño y se recompuso, incómodo, pero dispuesto a enseñarle los dientes a aquel impertinente oficial.

—Lo que no pienso hacer es dejarles un pasillo de honor para que penetren en nuestras tierras. De ellos dependerá si son masacrados o no. Si son sabios, retrocederán y se marcharán por donde han venido; de lo contrario, los aplastaré como a un mero insecto —replicó, cerrando el puño para remarcar su sentencia.

—Como gustéis, mi general —repuso el otro, aunque le daba la sensación de que no lo decía con convencimiento—. Si me disculpáis, iré a dar las órdenes pertinentes para reforzar la vigilancia.

—Adelante, marchaos —concedió, viendo la media reverencia después, antes de que el hombre abandonara la carpa.

Morgan resopló exasperado. No soportaba que sus hombres cuestionaran sus órdenes. Ya le agradaba bien poco tener que acatar la de sus superiores, que se creían mejores que él, como para tener que sufrir aquello. Los soldados que solían rodearlo sabían a la perfección el precio del desacato, pero aquel oficial de la Guardia Fronteriza aún no llegaba a comprenderlo. Debía mostrarse más indulgente de lo habitual, a fin de preservar la calma en las tropas.

—Will, tráeme uno de esos puros de occidente —pidió a su escudero, que obedeció con presteza.

Se trataba de un joven diligente y que cumplía sus órdenes a rajatabla, sin importarle cuáles fueran. Era muy corpulento, más alto que él, llegando casi a los siete pies de estatura. Sin duda, uno de los hombres más fuertes con que contaba el ejército. Tenía el pelo negro como el carbón, llevándolo en forma de melena, algo rizado, y lucía una barba corta a lo largo de su quijada. Las damas que lo veían a su lado solían mirarlo más a él que al propio Morgan. Pero aquello le daba igual, pues siempre se mostraba dispuesto a mantener discreción y permitirle al general hacer gala de sus encantos. La primera impresión se desvanecía en cuanto veían que se trataba de un hombre osco y reservado, o eso hacía ver. Sus ojos azules marino tampoco mostraban mucha mayor expresividad en aquellas situaciones. En resumen, era un buen subordinado y mejor guerrero, el escudero más apropiado que había tenido hasta la fecha. Su única obsesión consistía en entrenar y entrenar, cosa que hacía cada mañana, antes incluso de que se hubiera despertado la mayoría de sus camaradas.

—Sucios vagabundos… ¿Creéis que se atreverán a atacar? —inquirió mientras se encendía el tabaco usando un mechero finamente confeccionado por los orfebres de Puerto Naciente. El otro se quedó mirándole como si no creyera que se refiriera a él; no solía pedir su opinión a menudo—: Decidme, ¿qué creéis? —insistió.

—Depende de cuánta gente apoye a ese tal Simeón, excelencia —repuso entonces, aunque con algo de incredulidad todavía—. Él canaliza la ira y la desesperación de su gente; los otros dos parecían más temerosos y prudentes.

—¿Y creéis que lo apoyarán? —preguntó, arqueando una ceja, a la vez que exhalaba una pequeña humareda.

—Si eso de lo que huyen les da más miedo que nosotros… —opinó, con gesto dubitativo.

—¿Qué les podría causar mayor pavor que este ejército? ¡Lanzarse contra nosotros es lo mismo que colgarse de la rama de un árbol! —objetó el general, malhumorado.

—Dicen que es un monstruo… Si no es humano, tal vez les cause mayor terror que todos los ejércitos de oriente unidos…

Morgan escrutó el rostro de su leal escudero con cierta curiosidad. ¿De verdad se había creído esas pamplinas que aquella pandilla de nómadas les había contado o sólo lo comentaba como una posibilidad? Como de costumbre, la faz de aquel joven sólo reflejaba seriedad y disciplina, ni un rastro de vacilación. Sonrió satisfecho al verlo, haciendo que aquel canuto se inclinara un poco en sus labios.

—¿Qué haríais si fuera verdad ese cuento? ¿También saldríais corriendo?

—Haría lo que vos me ordenaseis, mi general —replicó con seguridad.

—¿Y si os ordenara hacer frente al monstruo?

—Os traería su corazón a mi regreso —dijo sin vacilar.

 

A la mañana siguiente, Morgan fue despertado de manera brusca, zarandeado por alguien. Al abrir los ojos, vio a Will situado sobre él con gesto apremiante. Por un momento, su mente se quedó en blanco, sin saber qué podría estar pasando. Pero al instante, recordó la situación en la que se encontraban y comprendió lo que ocurría.

—¿El enemigo avanza hacia nosotros? —inquirió, recibiendo como respuesta el asentimiento de su escudero—. Bien, ayudadme a ponerme la armadura y todo el equipo.

Le fastidiaba un poco el hecho de no poder disfrutar ni siquiera de un escueto desayuno, pero, por lo que le contaba su subordinado, estaban ya a menos de media legua. No tardaron demasiado en llegar los distintos oficiales bajo su mando, incluido el capitán Lorenzo, para darle informes más precisos y esperar instrucciones. Él continuaba vistiéndose con la ayuda del otro, sin apartar su atención de la batalla inminente.

—Capitán Lorenzo, vos comandad a vuestras tropas y cubrid el flanco diestro de la formación —le ordenó.

—Con el debido respeto, mi general, no creo que el enemigo… —comenzó a contravenir de nuevo.

—¡Me da igual lo que creáis, capitán! ¡Es una orden! —bramó con un gran ademán del brazo, provocando que el guantelete metálico saliera disparado y se estrellara contra el suelo. Todos se quedaron en silencio, temerosos, salvo ese oficial engreído.

—Como ordenéis, mi general —aceptó finalmente, saliendo luego de la carpa.

—¡El resto, preparad a los hombres en formación cerrada! ¡Quiero los escorpiones listos para abrir fuego en cuanto estén a tiro! ¡Que los arqueros tengan dispuestas sus flechas! ¡Vamos a hacer que la muerte les llueva antes de que lleguen hasta nosotros! —exclamó con vehemencia, recibiendo un asentimiento generalizado—. ¡Enviad un mensajero al sur para ordenar que la caballería cargue sobre su flanco! —concluyó, despidiéndoles con la mano.

Unos minutos después, estaba completamente listo para la acción. Su cabello castaño agrupado en bucles caía como una elegante cascada sobre el acero de sus hombreras. Su rostro, afeitado del día anterior, presentaba una leve sombra donde debían encontrarse la barba y el bigote. No estaba en la plenitud de su belleza, pero aquello no importaba. Seguía teniendo el porte que sólo él tenía. Se colocó la capa verde sobre los hombros y la sujetó con un broche de bronce con forma de hoja. Se miraba al espejo, contemplando su apariencia, mientras Will se disponía también para la batalla. No tardó mucho en vestir también su armadura, colgando el pesado mandoble con que luchaba de la cintura.

—¡Listo, excelencia! —informó.

—Perfecto, justo a tiempo —replicó satisfecho, asintiendo con la cabeza.

Salieron al exterior y vieron el panorama. El sol apenas despuntaba en el horizonte a su espalda, tiñéndolo todo con tonos rojizos. Los hombres ya estaban casi formados, dispuestos para presentar batalla, mientras los oficiales daban las últimas instrucciones. Las trompetas sonaban aquí y allá, marcando las órdenes a las distintas compañías. A su paso, los hombres se inclinaban en señal de respeto, tal y como le gustaba que hicieran. Se encaminaron hacia su puesto, encabezando una de las escuadras de caballería. Allí esperaban ya su portaestandarte, James Littletail, y su primer espada, Rowan Cross, un hombre de enorme habilidad en combate. Will le ayudó a montar en su portentoso caballo de guerra, cubierto con una barda verde, con unas hojas bordadas en blanco, el blasón de su casa. Lo último que hizo fue empuñar la larga lanza de caballería, antes de girarse hacia el resto de sus hombres y comprobar que todos estaban dispuestos. Segundos después, su escudero también lo estaba.

—¡Espero que no se rindan con la primera andanada o no tendremos diversión! —exclamó por encima del bullicio general, provocando las risotadas de los que lo oyeron.

Morgan miró entonces al frente, y divisó al ejército enemigo por debajo de las grandes columnas de polvo que levantaba a su paso, de un tono rojo mortecino debido a la escasa luz del alba. Apenas era una línea blanquecina sobre las arenas, pero para un general experimentado como él, aquello ocultaba un ejército entero. Repasó de un lado a otro el frente enemigo, y se percató de que su flanco norte estaba descuidado, allí donde había enviado al capitán Lorenzo y el resto de la Guardia Fronteriza a hacerles frente. Para un novato, aquello sería motivo de alegría; para él, de intranquilidad.

—¡Teniente Goodman! —llamó al instante, haciendo que uno de los caballeros que permanecían a la zaga se adelantara con presteza. Señaló al horizonte, a la parte diestra de los mercaderes e inquirió—: ¿Qué creéis que están planeando? ¿Por qué dejan aquel flanco tan expuesto?

—Excelencia —comenzó con una notable incomodidad—, creo que no protegen su flanco porque aquella zona es un campo de trampas.

—¿Un campo de trampas? —repitió sin comprender, arqueando una ceja a la vez que endurecía el gesto.

—Sí, mi señor. Aquel área está plagada de arenas movedizas —explicó con cara de circunstancias—. Ellos lo saben, conocen la ruta. Sólo un suicida atacaría por allí.

La objeción truncada del capitán de la Guardia Fronteriza retumbó de nuevo en su mente. “por eso no le parecía una buena idea.” En lugar de insistir en ello, Lorenzo había dejado que cayera en el error, humillándolo así como estratega ante el resto de sus oficiales, o al menos los que sabían de aquella peculiaridad del terreno. “¡Maldito cretino…!” Ya arreglaría cuentas con él cuando todo acabara. Su rostro no pasó de ser una máscara implacable, totalmente inexpresivo, a pesar de la bilis que estaba empezando a segregar. Mantuvo la calma y pensó rápido en una respuesta adecuada.

—¡Muy bien, teniente! — lo felicitó—. Supongo que os preguntaréis entonces por qué envié al capitán Lorenzo y sus hombres a cubrir ese flanco, ¿me equivoco? —El oficial no sabía qué decir. Se le notaba bastante incómodo con la situación—: ¿Por qué prescindir de tantos efectivos? Pues es muy simple. ¡Vamos a demostrar a estos ineptos cómo combaten los soldados de verdad! —proclamó.

Lo que podía haber sido una inquietante sombra sobre su capacidad de mando se convirtió en un fervor casi radical por parte de todos los que lo escucharon. De todos era sabido que la Guardia Fronteriza era un cuerpo mucho menos disciplinado que los ejércitos de cualquiera de las tres grandes ciudades, incluso que los de los emplazamientos algo más pequeños. No obstante, se las daban de importantes debido a su misión de velar por la seguridad de oriente frente a cualquier enemigo inesperado. Se comportaban como si supieran más que sus camaradas del interior, lo que molestaba a muchos, incluido él. La actitud del capitán sólo era el reflejo del batallón. De ahí que sus hombres tomaran aquello como algo a festejar. En definitiva, para apalear a unos cuantos vagabundos errantes se sobraban ellos solos.

Aquel momento de enardecimiento fue cortado de golpe por el silbido de los grandes virotes disparados por los escorpiones. Los proyectiles surcaron la distancia que aún les separaba en cuestión de pocos segundos, hundiéndose en aquella marea humana. La respuesta no se hizo esperar y un clamor resonó en la lejanía. Las columnas de polvo se hicieron más altas y densas, y el suelo empezó a resonar con un rugido sordo. Nunca había presenciado una carga en mitad del desierto, de modo que aquella experiencia era nueva para él. Lo cierto era que la arena amortiguaba bastante el estruendo de los cascos de las monturas al galope.

—¡Todos en sus puestos! —gritó.

Las trompetas se encargaron poco después de transmitir sus órdenes. Los soldados, bien disciplinados, se prepararon para el choque. Una segunda andanada de los escorpiones voló a toda velocidad, siendo acompañada esta vez por los arqueros. Los nómadas respondieron con otros tantos disparos, aunque los suyos eran menos concentrados y efectivos. Vio caer a alguno de sus hombres de infantería por el rabillo del ojo, pero ni se molestó en girar la cabeza. Cada vez estaban más cerca, casi a distancia de carga. Levantó la mano y el escuadrón de caballería comenzó a avanzar al trote con el soplido del músico, seguido por los piqueros. Miró de reojo y vio que Will se encontraba a su lado, tal y como debía.

—¿Preparado, Will?

—Siempre lo estoy, mi general —replicó sin nervio alguno.

Sonrió satisfecho y entonces vio cómo las flechas del enemigo caían sobre ellos. Escuchó un grito ahogado en borbotones a su espalda y, al girar la cabeza, vio a Littletail caer de la montura con una saeta alojada en la garganta. Una carga sin su estandarte ondeando en lo alto no sería tan vistosa, pero no había tiempo que perder. Ya se encargaría alguien de recogerlo. Volvió a mirar al frente. Una nueva andanada de sus hombres hizo estragos en las líneas de los mercaderes, frenando el ímpetu de su avance y abriendo algunos huecos. Aquel era el momento. Se bajó el visor del yelmo y alzó la mano del escudo. La trompeta tocó carga y todos marcharon al galope.

Las lanzas centelleaban con las primeras luces del amanecer, igual que sus armaduras. Las figuras de sus enemigos fueron cada vez más grandes y nítidas. Hombres a caballo y camello iban al frente, seguidos por otros a pie desde algo más de distancia. Las columnas de polvo que se formaban en el desierto impedían ver con claridad el tipo de tropas enemigas desde lejos, pero era tal como había supuesto; todo estaba controlado. Unos segundos antes del encontronazo, miró hacia el sur, pero no divisó las fuerzas de flanqueo que debían de aparecer como bienvenida a aquellos nómadas del desierto. Supuso que se habían retrasado; no le gustaba un ápice, pero tampoco era tan importante. Viendo el desorden que habían causado sus arqueros, no creía que les fuera difícil ganar la batalla a pesar de todo.

El choque se produjo con bastante violencia y la lanza de Morgan quedó alojada en el pecho de un jinete, atravesado de parte a parte por ella y descabalgado al instante. De tal modo, no pudo recuperarla, pero echó mano con rapidez a la espada para evitar el tajo de una de las cimitarras que blandían aquellos canallas. Intercambió algunas estocadas con aquel indeseable y, finalmente, logró abrirle la garganta con la punta del arma. Estaba siendo demasiado fácil; aquellos no eran soldados entrenados. Sólo eran comerciantes armados; una caravana, no un ejército.

Escuchó el entrechocar del acero a su espalda, muy cerca. Al girarse, vio cómo Will acababa de mutilar el brazo de uno de ellos, que intentaba atacarle a traición. Pensarían que deshaciéndose del general, cundiría el desánimo. Estaban muy equivocados, no eran como ellos. Si Morgan moría, otro de rango inferior le sustituiría. Y aquello seguiría hasta que todos los oficiales estuvieran muertos, cosa harto improbable. Aún así, no le gustaba la idea de ser el blanco de todos sus golpes. No obstante, aquello le había dado una idea. Sus huestes no se descompondrían por la pérdida del general, pero los mercaderes…

—¡Cross! ¡Capitán Cross! —gritó sobre el estruendo de la batalla, buscando a su primer espada con la vista. Apenas se dio cuenta de que éste respondía a su llamada, colocándose a su lado, debido a la escasa visibilidad que ofrecía el visor del yelmo.

—¡Aquí estoy, mi señor!

—En cuanto veáis a su líder, ese tal Simeón, ¡deshaceos de él! —ordenó.

—¡Como gustéis, mi general! —acató obediente, antes de repeler a un nuevo enemigo y darle muerte en casi el mismo movimiento.

Aquello no duró ni un minuto. Los pocos jinetes que no habían sido arrasados por la carga de la caballería pesada, huyeron hacia la supuesta seguridad que ofrecían sus líneas. El orgullo de Morgan crecía desmedido, pero su olfato de general le decía que aquello era peligroso. En efecto, una vez los restos de su vanguardia hubieron abandonado la refriega, los arqueros abrieron fuego contra ellos a apenas una veintena de varas, ahora sí, causando algunas bajas importantes. Ni las armaduras ni las bardas de las monturas eran infalibles contra aquello. Una de las flechas golpeó en su hombrera, siendo desviada por el acero en última instancia. Un poco más abajo y hubiera tenido un serio problema en la axila.

—¡Cargad! ¡Cargad! —ordenó, consciente de que quedándose allí en medio eran un blanco fácil.

Sus hombres obedecieron, aunque no escuchó ninguna trompeta en aquella ocasión; el músico debía de haber sido abatido en combate o por la andanada anterior. Los caballos volvieron a ponerse en marcha, mientras algunos de los arqueros trataban de responder a toda prisa a la acometida. Saetas diseminadas por aquí y allá lo intentaron, pero ya no fue tan efectivo como en la ocasión anterior. Algunos dejaron su arco y tomaron la espada; otros, simplemente, huyeron. Las reservas de infantería tomaron lanzas y consiguieron frenar en cierta medida el ímpetu del golpe, pero sus líneas fueron igualmente quebradas, como un cuchillo que cortara el queso.

Aquello se convirtió rápidamente en un caos. Algunos caballeros, privados de sus monturas, combatían ahora a pie. Los mercaderes, superiores en número en ese momento, intentaron rodearlos y acosarlos como pudieron. Aún así, sus armas y adiestramiento eran precarios, de modo que no les costó resistir el envite, al menos hasta que, un minuto después, llegó la infantería de oriente. En ese momento, la balanza volvió a desequilibrarse del lado de Morgan, que observaba todo lo que sucedía con atención, o, al menos, toda la que podía poner entre enemigo y enemigo.

Entre la multitud, pudo ver a Rowan Cross desmontado, aunque se abría paso entre la gente con una autoridad incontestable. Uno tras otro, todos los que se le acercaban acababan regando la arena con su sangre. Siguió con la vista su trayectoria y, como pensaba, su fiel primer espada había divisado a Simeón y se acercaba a él con paso lento, pero firme. No tardaría mucho en ser hombre muerto; entonces, todo aquello acabaría.

Sin embargo, el momento no duró lo suficiente como para ver al mercader vencido en combate singular. La caballería del sur por fin debía haber llegado, porque todo aquel flanco de los nómadas salió espantado, batiéndose en retirada. Podía ver cómo levantaban columnas de polvo hacia el oeste, alejándose. Como si de una fila de fichas de dominó se tratase, el pánico fue cundiendo en todas sus fuerzas, que iniciaron la huida despavoridas.

—¡Mi señor! —advirtió Will—. ¡Se están batiendo en retirada!

—Lo sé, lo he visto. La batalla está ganada —replicó Morgan confiado.

—¡No me refiero a ellos! ¡Me refiero a nuestras fuerzas!

El general se giró casi como un resorte, levantando el visor de su yelmo. En efecto, las columnas de polvo que se elevaban hacia el oeste también lo hacían hacia el este. Pero, ¿por qué? ¿Qué motivo haría retirarse a una compañía cuando el enemigo huía despavorido. Un clamor lleno de terror llegó entonces hasta sus oídos. Provenía de los nómadas. El mensaje era muy claro: “¡La muerte! ¡Viene la muerte!” En otras circunstancias, hubiera pensado que la caballería a la carga inspiraba aquel pavor, pero no tenía sentido…

Todos y cada uno de los mercaderes comenzaron a retirarse, dando por perdida la batalla, u olvidándose por completo de ella más bien. Morgan, aún desconcertado, intentó retener a sus huestes, pero la falta de un músico provocó que algunos de sus hombres salieran en persecución del enemigo. Cross iba al frente, decidido a dar muerte a Simeón. Sin embargo, la armadura le hacía bastante más lento a pie, de modo que su ímpetu se quedó a medio camino, dejándole en tierra de nadie, como a tantos otros soldados.

—¡Que ordenen que regresen! —gritó el general, buscando que alguno de los músicos escuchara su orden.

No obstante, los acontecimientos se precipitaron. Un alarido desgarrador llegó a oídos de Morgan e, inmediatamente, volvió a mirar hacia el sur. Allí, uno de los guerreros que se habían aventurado tras el enemigo había sido atacado por una figura oscura que había emergido en medio de las nubes de polvo. Era sólo uno, nada que temer. Entonces, ¿por qué tenía aquella sensación de peligro tan extraña? Otro de los soldados fue a su encuentro, pero fue igualmente abatido. Un enemigo hábil al parecer. Un trío más se abalanzó sobre él, enfervorecidos por la muerte de sus compañeros. Ya daba por hecho que en aquella ocasión caería, cuando, ante su mirada incrédula, los tres fueron brutalmente mutilados en cuestión de segundos, en medio de agónicos alaridos.

—Pero, ¿qué demonios…? ¡Acabad con él de una maldita vez! —bramó encolerizado, viendo cómo un solo enemigo se resistía a todo un pelotón.

Esta vez no se anduvieron con rodeos y hasta cinco de los soldados lo rodearon, lanzando estocadas a diestro y siniestro contra él. Por increíble que pareciera, todos corrieron la misma suerte que los valientes previos. Aquello hizo que un temblor mudo recorriera todo el frente del ejército; incluso los caballos lo notaron, ya que empezaron a encabritarse y por poco estuvo a punto de morder el polvo.

—¡Demonios! —masculló, viendo cómo la moral de sus tropas era aniquilada por un solo hombre—. ¡Los caballeros que queden! ¡Venid conmigo! —ordenó, marchando al trote hacia aquella figura misteriosa.

Vio que el capitán Cross también se encaminaba a su encuentro y sonrió. Nadie podía con él. Aquel engreído iba a recibir una buena lección de esgrima oriental. No se encontraba a más de cincuenta varas, así que no tardaron en llegar hasta él, adelantándose a Cross. Su silueta envuelta en aquel manto oscuro se fue haciendo más grande a medida que avanzaban. Parecía pálido, muy pálido… De repente, Morgan tiró de las riendas y el caballo por poco lo derribó de la silla al quedar suspendido sobre sus cuartos traseros. ¡No! ¡No podía ser! ¡Sus ojos le engañaban!

—¡Mi señor! ¡Eso…! ¡Eso es un esqueleto! —exclamó Will con el rostro desencajado. Su imperturbabilidad había sido rota por aquella visión tan espeluznante—. Un esqueleto… ha matado a todos esos hombres…

—¡Bobadas! ¡Seguro que es alguna estratagema del enemigo para infundirnos temor! ¡Acabad con él! ¡Despedazadlo! ¡Echaremos esos huesos a los perros! —ordenó, intentando buscar algo de lógica al asunto y ocultar su miedo a la vez.

Los ocho caballeros que habían acudido a su llamada cargaron al galope contra aquel ser, fuera lo que fuera. Una cosa era defenderse de soldados de infantería; otra muy distinta soportar la carga de la caballería. Por muy hábil que fuera, sería arrasado sin opción. Tal vez por eso, cuando se produjo el choque y empezó a ver a sus jinetes caer, siendo sus monturas mutiladas de una forma brutal, se le hizo un nudo en la garganta y el rostro se le quedó totalmente pálido. Aquellos hombres eran soldados bien entrenados y con experiencia en batalla, superiores al ir montados. ¿Cómo era posible que acabara con todos ellos en apenas medio minuto? ¡Era de locos! Miró de reojo las filas de su ejército y vio cómo algunos de sus soldados empezaban a retirarse, haciendo caso omiso a las órdenes de los oficiales. Si no hacían algo rápido, el pánico sería masivo e incontrolable.

—¡Mi señor! ¡Dejádmelo a mí! —solicitó Cross cuando al fin llegó hasta ellos.

Dirigió su mirada al rubio sin poder esconder sus dudas. Él era el mejor combatiente de todo el ejército, pero… ¿sería suficiente? Si ocho caballeros habían sido abatidos con semejante facilidad, ya no estaba tan seguro de que él solo se bastara para acabar con aquel diablo. Aún así, veía en su rostro determinación y valor. Estaba en juego su orgullo y su reputación. Si le hacía retroceder ahora, nunca se lo perdonaría. Además, si alguien tenía alguna oportunidad, ése era Cross. Asintió con la cabeza y recuperó un poco la compostura.

—Confío en vos, capitán.

Él hizo una reverencia y enseguida avanzó hacia aquella cosa infame, que permanecía quieta, como si aguardara a que alguien se decidiera a retarla. Sacó la espada de la vaina y ésta refulgió con aquel brillo verdoso característico. Era una de las armas más antiguas de Greenstone, según todas las habladurías, un arma que había pertenecido a los Cross desde hacía generaciones, una verdadera reliquia. Se llamaba Hoja del Bosque y corrían leyendas por ahí que afirmaban que fue forjada por los infantes hacía siglos. Quizás parte de sus poderes místicos estuvieran encerrados en aquel arma; quizás fueran la única esperanza que tendrían de derrotar a un enemigo que parecía salido de ultratumba.

El combate no tardó en comenzar. Ambos contendientes intercambiaban estocadas de forma continua, uno soltando algún que otro quejido por el esfuerzo, el otro completamente en silencio. El filo verde se enfrentaba al rojo en una danza mortal, en la que parecía que cualquiera de los dos podría salir victorioso. Cada vez estaba más convencido de que había hecho bien permitiendo a Cross encargarse del asunto. Podía ver cómo sus hombres recuperaban la moral e incluso algunos le jaleaban, animándole. Al menos, había superado ya la barrera de los dos minutos, algo que ni siquiera los otros ocho caballeros habían logrado atacando juntos.

El tiempo corría y Morgan temía que el cansancio empezara a hacer mella en su campeón. No sabía si aquella criatura infernal también lo sentiría, pero algo le decía que no debía contar con ello. Sus temores se disiparon cuando, por fin, Cross logró abrir una brecha en la defensa de su rival y le asestó un golpe en el torso que para cualquier otro habría sido mortal. Sin embargo, para aquella abominación sólo supuso la obligación de retroceder molesta, como si se tratara de un ataque que apenas había arañado una armadura invisible. El contraataque fue fulgurante. Su espada, escarlata como la sangre, centelleó. El caballero se protegió con el escudo, algo que hasta entonces apenas se había visto obligado a hacer. Pero el ataque fue tan devastador que hizo saltar la protección en un millar de astillas, desequilibrándole. El ser acometió con fuerzas renovadas y el capitán se defendió como pudo, pero finalmente cayó al suelo. El filo de su enemigo descendió sobre él como la más dura de las sentencias, reventando literalmente la coraza y hundiéndose en su carne, arrancando un último grito agónico del derrotado.

—¡Cross! —exclamó sin dar crédito aún.

—¡Mi señor! —advirtió Will, viendo que aquel monstruo no se mantenía ocioso, sino que avanzaba hacia ellos a gran velocidad.

El escudero se adelantó para hacer frente al enemigo, dando tiempo a Morgan para ponerse a salvo. Pero estaba tan conmocionado que no reaccionaba. Simplemente, no podía creer lo que estaba pasando. Era como una terrible pesadilla. Su cuerpo temblaba, incontrolable, mientras veía cómo la línea de sus fuerzas se rompía definitivamente, huyendo despavorida.

—¡A mí, demonio! —oyó cómo retaba el valiente joven a su rival.

Al contrario que Rowan Cross, el escudero no supuso mayor problema para la criatura. Recibió el mandoble en la cabeza como si nada, para luego trazar un arco ascendente con su arma y alcanzar al poderoso muchacho en el torso, haciendo saltar su armadura por los aires y derribándolo. Fue un golpe de tal magnitud, que Morgan no tuvo duda alguna de la muerte de Will. Ahora estaba cerca, muy cerca, y pudo ver cómo sus cuencas vacías, pobladas sólo por un tétrico resplandor azulado, se clavaban en él.

—¡No! ¡Aléjate de mí, monstruo! —exclamó, habiendo vaciado ya el contenido de su vejiga.

Por fin reaccionó e intentó que su caballo se alejara de la zona, pero era demasiado tarde. Aquella espada roja, sin saber a ciencia cierta si aquel era el color de su acero o estaba impregnada de sangre, decapitó al corcel en un abrir y cerrar de ojos, haciendo que su cuerpo cayera a un lado y su pierna quedara atrapada bajo el peso del animal. Luchó desesperadamente por liberarse, pero fue en vano. Vio entonces cómo el ser alzaba en alto el arma e instintivamente interpuso su acero para protegerse. De nada le sirvió. Lo último que vio antes de que todo quedara oscuro fue su espada partiéndose en dos de una manera que nunca hubiera imaginado…

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El último campo - Muerte en las dunas (sólo texto) por Estrada Martínez, Francisco Javier se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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