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El último campo: 004 - Huida por la vida

¡Hola, queridos lectores!

Aquí llega la entrega mensual de El último campo. En esta ocasión, la historia se centra en Simón y los nómadas, después de la derrota sufrida a las puertas de Oriente. La Parca sigue tras sus pasos. ¿Conseguirán escapar a la hoja escarlata? ¡No dudéis en comprobarlo! Como siempre, espero vuestras valoraciones.

Este capítulo se incluirá en la biblioteca próximamente, así que también podréis descargarlo en el formato que prefiráis.

Huida por la vida

La huida desde las fronteras de oriente había sido precipitada, casi una persecución. No sólo luchaban contra las fuerzas del implacable desierto, que diezmaba sus cabalgaduras, ya extenuadas por la batalla, sino que aquel ente maléfico continuaba con la caza, dando muerte a todos aquellos que se quedaban rezagados. Apenas podían detenerse a descansar unas pocas horas, antes de que un coro de gritos se alzara en un extremo del campamento y todos corrieran despavoridos. Tenían miedo, mucho miedo, tanto que no podían conciliar el sueño. Y Simeón no era diferente.

Lo había dejado todo atrás: su casa en el oasis de Aguazul, sus modestas riquezas, incluso su familia, que había sucumbido a “la muerte que camina”. No obstante, no era capaz de sentir tristeza o pena, ni siquiera nostalgia; todo se veía arrasado por el viento de la desesperación, del terror, que parecía soplar en su contra de una forma cruel y despiadada. Un millar de granos de arena se abatía sobre la caravana, que avanzaba a paso lento entorpecida por el vendaval. Sólo podían dar gracias a la Diosa por no llegar a formar una de aquellas espantosas tormentas que sepultaban expediciones enteras bajo su manto de silencio.

Cabalgaba a lomos de su fatigado camello, que parecía ir a echar el bofe en cualquier momento. Pronto se detendría y marcaría el final de la jornada, la sexta ya desde la batalla, siempre a marchas forzadas. Protegía su rostro de la arena y el viento con un pañuelo blanco, dejando una rendija justa para poder ver algo, aunque el polvo era lo único que dominaba aquel paisaje desolado. No podían tener ningún punto de referencia y el cabecilla de los nómadas sólo sabía que iban en la buena dirección gracias al sol. Debían ir al sur, pues habían contemplado cómo ni siquiera las fuerzas de oriente podían detener a esa alimaña.

La idea no era muy halagüeña. Los sureños, residentes en el Reino del Sol, tenían fama de no tratar demasiado bien a los extranjeros, salvo para entablar relaciones comerciales. Estaba claro que aquella no era una caravana de mercaderes provista de suculentas mercancías, sino un grupo de exiliados. No tenía claro cuál sería el recibimiento que les darían, pero estaba seguro de algo: si no llegaban a la mayor prontitud posible, no habría nadie que pudiera solicitar asilo.

Habían tomado la ruta que transitaba cerca de la costa, camino que separaba ambas regiones por apenas setenta leguas de distancia a vuelo de pájaro. Además, el terreno era bastante benévolo, con lo cual, no tenían que dar demasiados rodeos. En otros momentos, si hubiera mirado a su izquierda, Simeón podría haber visto el mar en el horizonte, pero con aquellas nubes de polvo levantadas por el viento furioso del sur, era casi imposible ver algo más allá de unas decenas de varas. Era el camino más rápido, pero también el que menos oportunidades presentaba para el avituallamiento. Sin embargo, según uno se iba adentrando en el desierto, éste se ensanchaba hasta hacerse inmenso, inconmensurable. No tenían otro remedio. Si no llegaban al sur, más allá de los obeliscos, morirían de hambre o a manos de aquel monstruo sediento de sangre.

—¿Qué dices? —intentó hacer oír su voz por encima del rugido del viento, creyendo que uno de sus compañeros le había hablado. No debió ser así, porque éstos lo miraron con desconcierto. Meneó la cabeza hacia los lados—. El viento juega malas pasadas.

Finalmente, el perseverante animal que cargaba con él a sus espaldas no pudo más. Dobló las patas y se agachó, dando muestras de su extenuación. Lo había forzado mucho aquel día, no sabía si podría serle de mucha ayuda el siguiente. Viendo que no había otra opción que detenerse a descansar unas horas, la columna que seguía a Simeón se detuvo, formando, en menos tiempo del que cabría esperar, un campamento de circunstancias. Estaban especializados en ello. Él dejó a su montura al cuidado de un muchachillo que había quedado huérfano y comenzó la tarea que más odiaba de todas: el recuento.

Metódicamente, Simeón recorría cada palmo de aquel hogar temporal, contando uno a uno a todos sus acompañantes de viaje. Era imprescindible y, como ya sabían lo que tocaba, la gente se disponía a su paso para ayudar en la labor. Resultaba desagradable porque cada día que pasaba había que lamentar desapariciones, seguramente muertes, para qué engañarse. Ya hubieran caído por el sofocante calor y el cansancio, o por la siniestra espada roja que portaba aquel ser infernal, eran personas que jamás volverían a disfrutar de los parajes que el hostil, y a la vez hospitalario, desierto les proporcionaba.

—Mil doscientos treinta y cuatro… Eso son casi un centenar menos que ayer… —murmuró, consternado—. Cada día se multiplican las pérdidas…

Caminando a través de aquel asentamiento temporal, podía ver los rostros carentes de esperanza de los supervivientes. El miedo inicial había sido sustituido por un pequeño brote de alegría al llegar a la frontera de oriente; no obstante, después de la derrota que les había infligido el ejército al mando del general Morgan y la irrupción de aquel demonio, poco a poco, la nueva agonía había ido dando paso a la resignación. Estaban cerca de lograr su meta, o eso creía, pero, si las fuerzas de la Tríada de Oriente no habían sido capaces de detener a aquel monstruo, ¿lo serían los ejércitos del gran sur? Y en caso de que lo fueran, ¿les garantizaba aquello la supervivencia? ¿O serían tomados como invasores por la corona del río? Eran incógnitas que desalentaban hasta al más testarudo. Muchos de ellos eran desconocidos para Simeón, habitantes de otros oasis, integrantes de caravanas diferentes, … Y, sin embargo, se sentía responsable de todos ellos.

El viento amainó al anochecer, cuando el sol se ocultaba ya tras las montañas del occidente, tiñendo la arena de un rojo que, a los más ancianos del grupo, no les presagiaba nada bueno. No obstante, había visto cientos de veces el ocaso; tenía demasiadas cosas de qué preocuparse como para sentir recelo de algo tan cotidiano. Pronto, las hogueras se encendieron, poblando aquel área de decenas de puntos luminosos que el joven nómada podía ver con claridad desde lo alto de la duna, al sur del campamento, a la que se había subido.

Suspiró pesadamente y dirigió su vista hacia las regiones meridionales del desierto. Nada se apreciaba más que las estrellas en medio de aquella oscuridad que reinaba. Según sus cálculos, si habían avanzado al ritmo que imaginaba, no debían estar lejos ya de la frontera del Reino del Sol. Quizás pudieran llegar al día siguiente si forzaban la marcha lo suficiente. No, no era una posibilidad en realidad. Tenían que hacer avanzar todo lo rápido que pudieran sus exhaustas monturas y piernas. Esa criatura tenebrosa y mortífera les pisaba los talones. No apresurarse era igual que dejarse morir en aquel maldito infierno de arena.

Sumido en sus pensamientos, de repente, apreció algo en el horizonte que le pareció significativo. No estaba seguro del todo, pero una nueva estrella parecía haber acabado de unirse al firmamento. Avezó los ojos y trató de distinguir si pertenecía a alguna de las constelaciones. Como pensaba, no formaba parte de ninguna de ellas. ¿Habría nacido una nueva luz en la bóveda celeste para guiar su camino al sur? Eso podría considerarse un buen presagio. No duró mucho aquel convencimiento, pues poco después, una segunda luz brilló a cierta distancia de la otra, pero en una línea horizontal perfecta. Así fue sucediendo hasta que cinco destellos nuevos acompañaron a los luceros del cielo.

Meditó un momento acerca del asunto y la conclusión resultó obvia: se trataba de almenaras. Nunca había viajado tan cerca de aquel reino de dudosa fama, pero era seguro que la frontera estaba vigilada por algún tipo de atalayas. Desde aquella altura, en una región tan llana y despejada como el desierto, los vigías habrían percibido el brillo procedente de las hogueras en medio de la noche. Si era así, ahora tenía dos certezas: estaban más cerca de lo que pensaba e iban a estar sobre aviso.

Como atravesado por un pequeño rayo de esperanza, descendió la loma arenosa de vuelta al campamento y se sentó junto a sus amigos en torno a una de las fogatas, sobre la que estaban asando la poca carne seca que aún quedaba en sus alforjas y tostando algunas hogazas de pan rancio. Aún así, después de una dura jornada de marcha sin pararse apenas a descansar, aquel modesto festín sabía a gloria.

—Creo que mañana llegaremos al Reino del Sol —anunció al resto mientras disfrutaba de la cena.

—¿En serio? Pero, ¿te basas en tus cálculos o en algo más? —intervino Josué, un hombre escéptico por naturaleza, aunque de carácter conciliador.

—He visto las almenaras desde la duna.

—Pues espero que el comité de bienvenida nos prepare un banquete… Llevamos tanto tiempo sin reposar de verdad… —repuso Eva, una muchachita bien formada a la que Simeón había echado el ojo desde hacía tiempo, pero cuya relación distaba de ser algo más que amistad.

—Siempre que sobrevivamos a esta noche —apuntó de nuevo Josué.

—¡No digas eso! ¡Nos quitas la maldita ilusión! —protestó otro de los presentes, antes de que los demás hicieran lo propio.

—Sólo digo que necesitamos más que unas cuantas hogueras para ahuyentar los malos espíritus que nos persiguen. Ya habéis oído a los viejos; el ocaso pintaba el color de la sangre en el suelo…

—¡El ocaso siempre pinta el mismo color en el suelo! —objetó la chica con vehemencia, soltando luego una carcajada que fue como un soplo de aire fresco en medio de aquella situación.

Simeón negó con la cabeza, esbozando una leve sonrisa, mientras miraba de reojo a la joven, que había hecho renacer el buen ánimo en aquel pequeño grupúsculo de la caravana. Lo cierto era que si el fuego no conseguía mantener a raya a los demonios, tendría que hacerlo su espíritu; y mejor que estuviera dotado de algo de alegría para hacerlo.

Tras llenar el estómago y elucubrar sobre lo que ocurriría una vez hubieran traspasado la frontera, decidieron que sería mejor descansar lo máximo posible, antes de volver a ponerse en marcha con las primeras luces del alba. Desde la precipitada huida de los confines de oriente, habían renunciado a montar un campamento en condiciones, con sus jaimas y todo el resto de protecciones. En su lugar, dormían al raso, protegido sólo por mantas de gruesa lana, calentados por los rescoldos y acomodando la cabeza sobre los diversos fardos que transportaban, que siempre eran mejor que la arena. Normalmente hacían turnos de guardia, dejando un centinela por hoguera para que, además de alertarles en caso de peligro, avivara las llamas cuando fuera necesario. Las noches del desierto eran demasiado frías e inclementes como para descuidar ese apartado.

Fue una fuerte sacudida la que sacó a Simeón de sus ensoñaciones, pero al momento, un coro de gritos penetró como mil cuchillos en sus oídos. De inmediato, se incorporó como un resorte, manteniendo aún la manta pegada a su cuerpo. Eva lo miraba con el rostro pálido, tenuemente anaranjado por la fogata. Enseguida entendió lo que sucedía:

—¡Está aquí! —exclamó, mirando en torno a sí para ver el caos que se había formado.

Todo el mundo parecía estar ya sobre aviso y el pánico se había extendido por doquier. En aquella situación, cada cual corría por su vida y, como mucho, por la de sus seres queridos. El resto no importaba nada y, en muchos casos, la dirección que tomaran tampoco. El pavor se adueñaba de los cuerpos de los temerosos nómadas, que sólo pensaban en poder salvar el pellejo un día más. Por ello, la tarea del joven líder era la más ardua de todas: intentar que el mayor número de personas fuera en el sentido correcto, hacia el sur, y no se extraviaran en el desierto, muriendo de inanición o a manos de aquel cazador implacable y silencioso.

—¡Ya sabes qué hacer! —le dijo a su compañera, antes de entregarle la manta. Luego buscó a su camello con la vista y lo montó con una maestría soberbia—: ¡Guiad a los que vengan hacia aquí!

Simeón penetró entonces en aquel tumulto y su voz resonó por encima de todo aquel bullicio ensordecedor. Gritaba sus instrucciones a diestro y siniestro, marcando la dirección que debían seguir, aunque algunos las ignoraban. Le preocupaban sobre todo las mujeres y los niños, que conformaban la mayor parte del grupo, pues muchos hombres habían muerto durante la batalla. Éstas y los pequeños tenían preferencia a la hora de disponer de montura, y había que velar porque ningún tipo egoísta se la arrebatara en medio de la confusión. Era mucho más difícil hacerlo que decirlo, y al final, se conformaba con ver que éstos conseguían huir.

La cabalgada del joven fue tan intrépida que, sin saberlo, se metió justo en el ojo de la tormenta. Una cabeza chorreante de sangre pasó a escasos centímetros de su rostro, catapultada con violencia desde su cuerpo, que cayó fulminado al instante. A su lado, aquella criatura esquelética envuelta en ropajes oscuros le dirigió una mirada que le heló completamente la sangre. Era como estar ante la propia muerte en persona. La impresión fue tal, que sólo el terror que aquel ser le infundía al animal que montaba pudo salvarle la vida, haciéndolo retroceder instintivamente, justo cuando aquella siniestra espada escarlata trazaba un arco mortífero contra su jinete. Simeón reaccionó por fin y, tras haber visto tan cerca su final, hizo que el camello diera media vuelta y galopara casi desbocado por el miedo. El demonio era rápido, pero no tanto. Lograría escapar.

Alcanzaba ya los límites del campamento, creyéndose a salvo, cuando vio cruzarse a alguien en su camino. El animal estaba tan asustado que fue incapaz de detenerlo antes de que se produjera una fuerte colisión y por poco cayera al suelo. No obstante, aquella mujer, a la que identificó gracias al grito que emitió, fue derribada y pisoteada por el camello, que, finalmente, obedeció a las exigencias del jinete. Se giró de inmediato para ver el estado de la víctima y el corazón se le detuvo al ver que se trataba de Eva. Bajó de un salto y se arrodilló a su lado, preocupado por ella. En seguida vio que su bello rostro se hallaba ensangrentado y su cráneo deformado. Reflejaba sufrimiento, breve, pero intenso, aunque su cuerpo ya no se movía. ¡No podía creerlo! ¿Cómo había podido acabar así sus días? Con todos los peligros que les acechaban, ¿cómo había muerto arrollada por él mismo? Un gran sentimiento de culpa le invadió, pensando que todo por lo que había luchado hasta ahora, su vida y la de los demás, carecía de sentido en aquel momento. Su garganta seca no era capaz ni siquiera de emitir los sollozos que debían acompañar a las lágrimas que ya corrían como torrentes por sus mejillas. “¿Por qué ella? ¿Por qué ella?”

—¡No es justo! —espetó, maldiciendo a la Diosa por aquello, la misma que les llevaba negando su protección desde hacía tiempo.

—¡Simeón! ¡Vamos! ¡No hay tiempo! —lo llamó Josué, acercándose a él y descubriendo entonces la terrible escena. Se quedó petrificado—. ¡Eva! ¿Qué ha pasado?

—¡La he matado! ¡La he matado, Josué! —lamentó, roto de dolor.

—¿Tú? ¿Cómo? —se sorprendió el otro, incrédulo.

—¡Ha sido un accidente! ¡Un maldito accidente! ¿Por qué ella? ¡Yo te maldigo, Diosa!

—¡Da igual, Simeón! ¡No hay tiempo! ¡Está cerca! —le apremió, tomándole por las axilas y tratando de incorporarlo—: ¡Hay que huir! ¡Salvar la vida!

—¡No quiero salvar una vida sin sentido!

—¡No seas estúpido! ¡Ella no lo querría así!

Aquellas palabras hicieron que algo dentro de su corazón destrozado volviera a funcionar. Parecía como si volviera a latir después de no haberlo hecho durante unos trágicos instantes. Recordó su reciente risa, su buen ánimo… Sabía que Josué estaba en lo cierto; ella no querría que muriera de esa forma. Pero la idea de que ya no estuviera a su lado le parecía tan insoportable…

—¡Vamos! —insistió.

—Sí.

Se despidió de ella con una última caricia cargada de sentimiento, revelándole lo que albergaba en su interior de manera póstuma. Luego, se giró hacia su camello, luchando por no volver la mirada atrás y ver lo que abandonaba allí, como carroña para los buitres del desierto y otros animales pérfidos. Las lágrimas no dejaban de manar de sus ojos, pero al menos ahora tenía la voluntad de luchar para seguir con vida.

De repente, un alarido desgarrador hizo que mirase a su diestra, donde vio cómo caía al suelo el brazo mutilado de Josué. Justo a su lado se encontraba la criatura infernal, cuya espada rezumaba sangre. Su compañero cayó al suelo aún moribundo, y Simeón dudó entre ayudarle o salir corriendo. Una mirada llena de agresividad por parte de su amigo disolvió su dilema, seguida de unas palabras que recordaría durante el resto de su vida:

—¡Te dije que yo no llegaría! ¡Corre, maldito idiota! ¡Corre!

El filo de aquel mortal enemigo de todo ser vivo descendió silbando de manera siniestra, hasta hundirse en mitad de su pecho, haciendo brotar la sangre a borbotones, líquido en el que se ahogó el último aliento de su estimado acompañante. Sabiéndose impotente, pero con la firme intención de honrar la memoria de sus dos amigos, muertos de tan injusta manera, espoleó a su montura para alejarse de allí, dispuesto a llegar al Reino del Sol aunque tuviera que hacerlo a rastras.

 

El astro rey despuntó en el horizonte mientras lo que quedaba de la caravana continuaba su camino inexorablemente hacia el sur. Sabían que la muerte les pisaba los talones, de modo que aquella vez ni siquiera se detuvieron para hacer descansos. Las monturas, forzadas hasta la extenuación, fueron cayendo una a una bajo el calor abrasador del desierto. Sus jinetes, sin tiempo que perder, las dejaban allí abandonadas, aunque aún tuvieran posibilidad de recuperarse. A media jornada, ya todos los que aún aguantaban el ritmo lo hacían a pie, hundiendo su calzado en las arenas.

A pesar del descomunal cansancio que ya acumulaban a sus espaldas, muchos se sentían esperanzados por lo que veían en el horizonte: atalayas, ¡atalayas enormes! Eran totalmente negras a pesar de que el sol ya lucía en lo alto del cielo. Parecían disponerse a lo largo de toda la frontera a intervalos regulares, más o menos cada legua. Estaban ya muy cerca, sólo restaba un último esfuerzo, pero muchos de ellos no lo soportarían. Ya nadie se preocupaba por los demás, ni siquiera Simeón. Sólo contaba salvar el pellejo y poder contarlo a las generaciones venideras, aunque ni siquiera era seguro que en aquel reino estuvieran a salvo. Por lo menos, aquella vez ningún ejército había salido a recibirles de mala manera…

Él seguía adelante casi por inercia, como un auténtico zombi, con sus energías ya hacía largo rato esquilmadas. Lo único que le empujaba a caminar era el recuerdo de Eva, que aún se mantenía fresco en su memoria, causándole un gran dolor. Aún así, ni siquiera tenía lágrimas para llorarla. Hasta eso podía arrebatarle el calor abrasador del desierto. No obstante, notaba los ojos irritados, como si quisieran estallar en un torrente y su manantial se hubiera secado. El corazón aún le dolía, no sólo figuradamente, sino también físicamente. No sabía si era el tormento reservado a quien perdía el amor o se debía a la terrible marcha que se veía forzado a realizar. Estaba claro que cualquier médico le hubiera aconsejado reposo y buenos cuidados, pero no era un lujo que se pudiera permitir. Si se detenía, aunque sólo fuera unos minutos, sus compañeros le dejarían atrás, a merced de aquella abominación o cualquier otra bestia de las arenas. Sus días acabarían allí, abandonado por la Diosa.

A pesar de todo, se detuvo un momento y echó la vista atrás para ver lo que quedaba del pueblo nómada. Conociendo la cifra del día anterior, a simple vista, no debían de ser ni cuatrocientos. Todos los demás habían ido cayendo por el camino, víctimas de un golpe de calor o de la fatiga, o incluso cazados por el asesino sediento de sangre que les perseguía. Los que estaban más cerca le rebasaban caminando como auténticos autómatas, exprimiendo al máximo cada gota de fuerza que conservaban aún. Las atalayas estaban cada vez más cerca. Casi parecían al alcance de la mano…

Volvió a ponerse en camino por arte milagrosa. Al haberse parado y volver a andar, ahora notaba con mayor intensidad el dolor de los músculos, ya agotados después de tanto viaje. La vista empezaba a nublársele y los sonidos se volvían extraños y difusos, como una melodía poco armoniosa que lo envolvía. Un puñal parecía clavarse en mitad de su pecho con ensañamiento. Sólo faltaba un poco más… “¿para qué?” La cabeza también le empezaba a fallar. Todo se estaba poniendo negro… Ya no veía, pero seguía avanzando a ciegas, como guiado por una fuerza mayor que deseara mantenerlo con vida. Quizás la Diosa no les hubiera abandonado a su suerte después de todo…

Por desgracia, no iba a tener semejante fortuna. No sabía cuánto tiempo estuvo caminando de aquella manera, pero, finalmente, su cuerpo se desplomó como un peso muerto sobre la arena. Ya estaba; no podía más. Aquel sería el lugar de reposo de sus huesos, la tumba de Simeón de Aguazul. Por lo menos había conseguido guiar a los supervivientes hasta su destino. Moriría satisfecho de sí mismo, sabiéndose con el deber cumplido, aunque no estaba garantizado que los solares pudieran detener a aquella criatura, como ya les había ocurrido a los orientales. Pero aquello ya le daba completamente igual. Sólo anhelaba ser mecido por los fríos brazos de la muerte, reencontrarse con su querida Eva…  aunque sus creencias no lo garantizaban. Como dijo Cuzzi, un filósofo de hacía siglos, “mientras la diosa oscura siguiera existiendo, los humanos no tendrían posibilidad de obtener la vida eterna”.

Sin embargo, algo que pareció un estallido de vítores y alegría generalizada le hizo salir de su trance. Abrió los ojos y se dio cuenta de que la gente gritaba y saltaba a su alrededor loca de felicidad. No entendía absolutamente nada, y menos con su cerebro reblandecido por las temperaturas extremas. Aunque de nuevo la luz penetraba en sus ojos, lo veía todo borroso y hasta doble. El sonido llegaba a sus oídos como un estruendo irreconocible, pero poco a poco sus sentidos iban recuperándose. Se fijó en que no hacía tanto calor como antes. Al tratar de incorporarse, lo vio claro: ¡estaban a la sombra!

Alzó la vista y enseguida vio cómo una gran torre se alzaba a apenas unas varas de allí. Realmente, era completamente negra, misteriosa y exótica. La contempló con asombro y pronto se dio cuenta de que no se trataba de una atalaya de vigilancia, sino de un obelisco. Aquellos extraordinarios monumentos formados por una sola pieza de piedra extraída de las canteras eran lo más colosal que Simeón hubiera visto en toda su vida. A ojo y con las capacidades mentales mermadas, calculaba que debía rondar los cien pies de altura, algo menos tal vez. Uno se sentía un completo enano en comparación. Y eso que otro tanto debía de estar sumergido bajo las arenas para servir como anclaje de aquella monstruosidad.

Se acercó a ella, como si se tratara del salvador de su pueblo, con actitud de veneración. Muchos de los mercaderes hacían lo mismo, sobre todo porque era muy extraño aquel color de la piedra; debía de ser sagrada, suponían. Observándola más de cerca, podían apreciarse grabados en bajorrelieve multitud de símbolos que era completamente incapaz de entender. Había escuchado que la escritura ancestral de los solares era diferente a la que habían usado en oriente en la antigüedad, la cual se extendió luego por las Tierras entre los Grandes Abismos. Ésta, más ornamental y aparentemente complicada, estaba formada por una gran diversidad de formas y figuras que en muchos casos coincidían con cosas del mundo real, sobre todo animales. Aquello le daba un aire aún más místico.

Habrá quien piense que un nómada del desierto no debería sentirse tan sorprendido por algo que debía haber visto varias veces en alguno de sus viajes. Nada más lejos de la realidad. Los solares tenían como norma estricta que nadie se acercara a menos de veinte leguas de su frontera, absolutamente nadie. Todo el intercambio comercial se producía a través de sus propios barcos, que llegaban a puertos de todo oriente y más allá. Desde luego, eran muy celosos con su seguridad. Más de una expedición de comerciantes, creyendo que el contrabando les haría de oro, había violado aquella ley. No se había vuelto a saber nada de ninguna de ellas. Viendo aquellos imponentes monolitos erigidos por los habitantes de aquel reino, no era difícil imaginar la magnitud de su poder y esplendor.

De repente, toda aquella explosión de alegría y júbilo se vio truncada. Los primeros gritos alertaron a todos los supervivientes, que dirigieron la vista al norte para contemplar la figura esquelética de aquel monstruo infernal, envuelta en la túnica negra, erguida en lo alto de una duna, mirando hacia ellos. El pánico se propagó como el fuego por la pólvora, poniendo en fuga a todo el mundo. Pero Simeón no se movió de donde estaba, junto al obelisco. Había comprendido que de nada servía ya correr, aparte de que no tenía fuerzas para hacerlo. Si el poder de aquella antigua tierra no era suficiente para frenar su avance, daría igual cuánto huyeran. Se quedó mirando fijamente a la criatura, recordando a sus seres queridos muertos bajo su espada o por su causa. Le estaba desafiando. Si la Diosa no les había abandonado, debía haber algo que les protegiera de aquel demonio. No sabía muy bien por qué, pero estar al lado de la mole de roca negra le infundía un extraño valor.

—Ven a por mí, desgraciado. Ven si puedes —murmuró, con la boca y garganta totalmente secas.

Después de unos minutos inmóvil, aquel portador de muerte se puso en marcha. No obstante, no arremetió contra él, sino que dio media vuelta y se perdió tras la duna sobre la que se encontraba. Una sonrisa se dibujó en los labios agrietados de Simeón, que veía cómo todo aquel esfuerzo inhumano que habían hecho daba por fin sus frutos. Estaban a salvo, aunque no pudiera compartir aquella sensación de alivio con la gente que querría.

Sin embargo, pronto un clamor llegó a sus oídos. Se giró hacia el sur y lo que vio borró todo rastro de felicidad de su rostro. Sus compañeros de viaje se habían alejado, en efecto, pero parecía que habían sido interceptados por una fuerza militar de defensa. Podía distinguir caballos y carros en medio de las nubes de polvo que se levantaban, cosas que ellos ya habían dejado abandonadas por el camino. Desde luego, no deberían haberse tomado tan a la ligera la ley del Reino del Sol. A pesar de haberse salvado de las garras de la muerte, ésta reaparecía en una nueva forma, menos terrorífica, pero igualmente mortal. La Diosa les había puesto la miel en los labios resecos para luego quitársela de un modo cruel y despiadado. Resignado, Simeón se sentó al pie del obelisco, esperando que llegara su hora.

—Sólo me alegro de que no tengas que vivir este momento, Eva…

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El último campo - Huida por la vida (sólo texto) por Estrada Martínez, Francisco Javier se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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