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El último campo: 005 - Emboscada mortal

¡Hola, queridos lectores!

Lo primero de todo, quería pediros disculpas por el parón veraniego. He estado bastante liado con las obligaciones académicas y me he centrado especialmente en intentar terminar Mundo sin muerte. Ese esfuerzo ha merecido la pena. ¡Ya soy ingeniero informático! En cuanto al libro, lo he terminado, pero me gustaría repasarlo, corregirlo y cambiar algunas cosas, antes de publicarlo. Así que, ¡paciencia!

En cuanto al tema que nos ocupa, espero que os guste este nuevo episodio, que creo que sorprenderá a más de uno por su protagonista. ¡Una entrega intensa y trepidante! Como siempre, podéis dejar vuestros comentarios en esta entrada, por twitter, con el hash tag #ElÚltimoCampo o en la página de Facebook.

Por cierto, las versiones en pdf y e-book ya están subidas a la biblioteca. He eliminado la sección de audiolibros porque considero que me lleva cierto trabajo extra que cualquiera puede hacer en su casa si lo desea (y porque los archivos de audio ocupan bastante en el almacenamiento en la nube). ¡Nada más! ¡Os dejo con el episodio!

005 - Emboscada mortal

Allí estaba, frente a él; erguida como una estatua, espeluznante como ningún otro monstruo que hubiera escuchado en los cuentos de su infancia. Las cuencas vacías de sus ojos sólo dejaban ver un destello azulado y frío, una luz que hacía helarse la sangre y transmitir un presagio de muerte inminente. Notaba cómo le faltaba el aire, el vello erizado, el temblor en sus piernas. Aún así, Will golpeaba con todas sus fuerzas, golpe tras golpe con el mandoble, de forma infructuosa. Finalmente, la Parca, salida de los relatos más antiguos y tenebrosos de oriente, trazó un arco letal con su espada escarlata y surcó con ella el torso del joven, destrozando la coraza y produciéndole un dolor ardiente,  agónico, que le arrancó un alarido de la garganta, atenazada…

Despertó sobresaltado, jadeante, aún con el grito resonando en los tímpanos. Juraría que había traspasado la frontera de sus sueños, y no estaba demasiado equivocado. Pronto apareció el aprendiz del galeno, ese chico flacucho, castaño y pecoso, de aspecto tímido. Era extraño que alguien así estuviera haciendo carrera como médico militar, ya que las exigencias de las campañas podrían maltratar aquel cuerpo endeble. No obstante, era bastante bueno en lo que le correspondía. Su rostro al verlo allí, sin ningún signo de sufrimiento ya, reflejaba desconcierto. Era normal después de todo. Notando la boca seca y la cabeza embotada por la fiebre y los calmantes, se esforzó por intentar explicarle lo que había pasado:

—Sólo era una pesadilla —resumió, sintiéndose demasiado débil como para extenderse.

—¡Por la Diosa! Debían de ser muy malos sueños, ¡porque sonasteis como si se os hubiera abierto esa fea herida de par en par! —replicó, dirigiendo la vista al torso vendado.

—No, creo que no se me ha abierto —lo tranquilizó—, aunque no andas del todo errado.

El muchacho arqueó las cejas sin comprender, como una pregunta silenciosa, mas Will no tenía ánimo para parlotear. Alzó un poco el brazo para agitar la mano en señal de despedida, pero hasta ese gesto le provocó un pinchazo de dolor bastante agudo, el cual reprimió, apretando los dientes y soltando una maldición en un siseo. Se quedó observándole durante un momento, pero al final quedó convencido y se marchó de la estancia, dejándolo de nuevo a solas. Por su parte, el portentoso soldado herido acomodó la cabeza sobre el almohadón de plumas y se quedó mirando el techo.

No era la primera vez que lo asaltaba aquella maldita pesadilla. Desde la batalla de las dunas, casi todos sus descansos acababan tarde o temprano reviviendo aquellos angustiosos y terribles instantes. Había pasado apenas una semana y, dado que ni siquiera podía sentarse, sus periodos de sueño se habían multiplicado, cosa que resultaba fatal para él, tanto por aquellas recurrentes ensoñaciones, como por su falta de aptitud para la inactividad prolongada.

No cabía duda de que le debía a la Diosa el estar vivo. El golpe que la Parca le había propinado en mitad del cuerpo fue tan brutal que su coraza había estallado en un millón de pedazos. Era un auténtico milagro que el arma no hubiera profundizado lo suficiente como para destrozarle algún órgano vital, aunque sí para desgarrarle varios músculos y romperle alguna costilla. Sería una recuperación lenta y penosa, pero, ¿qué otra opción tenía? El propio Rowan Cross había sucumbido a aquella abominación en combate singular y, por lo que le había contado el aprendiz del galeno, el general Morgan había muerto. Después de aquello, en lugar de perseguir a las huestes de Greenstone que se batían en retirada o atacar a la fuerza del capitán Lorenzo, el monstruo había optado por seguir con su particular matanza lanzándose tras los nómadas del desierto, hacia el sur. Era todo un alivio, aunque nadie ignoraba que tarde o temprano, aquella cosa volvería…

Se movió incómodo sobre el lecho de plumas, sólo con pensar en volver a encontrarse frente a frente con ella. Sabía que había alardeado ostensiblemente ante su general, pero no se veía capaz de enfrentarla. El manual del buen estratega decía que, mientras el enemigo se entretiene con otros menesteres, se debe preparar la defensa y el contraataque. Pero, ¿cómo derrotar a esa criatura? Muchos valientes lo habían intentado, fracasando estrepitosamente; él mismo había descargado el mandoble con todas sus fuerzas sobre su cráneo, sin éxito. El único que parecía haber tenido alguna oportunidad de conseguirlo era Cross, pero había muerto. ¿Cómo lo habría conseguido? Decían que aquella espada que usaba era una reliquia. ¿Tendría algo que ver? Desde luego, no había saltado por los aires al chocar contra aquel acero del color de la sangre, al contrario que su armadura…

Los días siguientes no fueron mucho mejores, aunque el galeno decía apreciar una mejoría a pasos agigantados. Teniendo en cuenta la gravedad de sus heridas, le parecía un auténtico milagro que ya pudiera incorporarse, no sin molestias. Will empezaba a creer que la Diosa le estaba protegiendo de verdad. ¿Qué otra explicación había para su milagrosa salvación y una posterior recuperación más acelerada de lo normal? Era un joven fuerte y vigoroso, curtido en mil días de entrenamiento, pero, realmente, notaba mejoría sol a sol. Aún así, no estaba de buen humor. Tener que permanecer postrado en cama era lo que más le frustraba.

Desde el primer día que había logrado recuperar la consciencia, anhelaba salir al aire libre y poder blandir de nuevo la espada. Cada vez que escuchaba resonar en la lejanía el entrechocar de los aceros durante los ejercicios diarios, sentía una espina clavársele en el corazón. Desde muy pequeño, había deseado convertirse en el caballero más poderoso y vanagloriado de Oriente. Había practicado casi desde que tenía noción de existir, ya fuera con rudimentarios palos o instrumentos más apropiados, cuando por fin fue aceptado en la academia de Greenstone. Todo por su sueño, por no seguir los pasos de su padre, un maldito borracho que había muerto al tropezar por las escaleras después de haberse llenado el estómago de cerveza, o los de su madre, que no tuvo reparos en abandonarle cuando se vio desprovista de la ayuda de su marido, disfrutando así de una vida acomodada fruto de la prostitución con familias de alto poder adquisitivo. Cuando oía a los ignorantes, que no conocían la cara amarga de la vida, decir que era imposible no querer lo más mínimo a los progenitores de uno, se echaba a reír. No era que no les tuviera ningún afecto, era que los odiaba, aún muertos o incinerados, daba igual. Nunca había sentido su aprecio y aquello le había marcado profundamente, pero también le había enseñado una valiosa lección: “Preocúpate sólo de ti mismo y de nadie más; es lo mismo que harán ellos, por muchas palabras benignas que te dediquen.”

Era lo peor de aquella situación. Tenía demasiado tiempo para pensar, para rememorar cosas de su pasado que no le resultaban agradables, que prefería ver enterradas en el fondo de un baúl guardado con todos los cerrojos que fueran capaces de suministrarle los artesanos de Graufeuer. Pero no funcionaba así. Aquellas cosas afloraban tarde o temprano, sobre todo cuando no tenía la mente ocupada en algo, cuando su mano no empuñaba el acero para el que vivía y por el que mataba.

Por suerte para él, dos semanas después de la masacre en la frontera, ya podía levantarse y dar algunos pasos, aunque necesitaba ayuda ajena para recorrer distancias más largas. Al menos podía estirar las piernas, que se le habían entumecido y agarrotado de mantener la misma postura durante tantísimo tiempo. Eso sí, no podría blandir un arma hasta que los huesos rotos hubieran soldado, a riesgo de producirse un daño aún mayor. Pero, como el maldito galeno, al que estaba empezando a ver con malos ojos, decía, “su recuperación iba a pasos agigantados”. Cuando aquella mañana abandonó su habitación después de pasar la revisión rutinaria, retuvo a su ayudante para pedirle un favor:

—¿Puedes ayudarme a ir al patio de armas? Quiero ver el entrenamiento.

El chico puso más de una objeción, pero su actitud decidida e inquebrantable, y alguna que otra amenaza, que incluía colgarle del cuello con los cordones de los zapatos, consiguieron que acabara cediendo. Recorrió los pasillos del fuerte con el brazo izquierdo apoyado en sus hombros y, cuando por fin la luz del sol bañó su rostro y el aire fresco de las montañas acarició su pelo, le pareció que todo había sido un sueño.

Peñamala era una pequeña fortaleza, si es que llegaba a eso, situada en las estribaciones de las Costillas de Lagartija. Aquella sierra meridional era conocida con ese nombre por ser bastante menor en relación a la que cubría la zona norte de la península. Entre ellas se abría la entrada principal a Oriente desde el desierto, donde había tenido lugar la batalla con los nómadas.

En cuanto al enclave en sí, no era gran cosa. Un modesto complejo militar que aprovechaba un altiplano como defensa natural, al que añadía una empalizada. El único sendero que conducía hasta allí arriba era bastante tortuoso, a vista de los tiradores que montaban guardia en las pequeñas atalayas de los vértices del recinto. Así, a pesar de no gozar de la protección de unos buenos muros de piedra o una nutrida guarnición, nunca había podido ser tomada por ningún enemigo. Los más inteligentes habían tratado de sitiarla, intentando rendirla por hambre y sed. Pero aquel sitio contaba con el privilegio de tener su propio manantial que brotaba de la roca, de modo que no había problemas de suministros en ese sentido. Además, aparte de contar con una buena despensa excavada en la montaña, sus ocupantes eran expertos escaladores y exploradores. Conocían el terreno como la palma de su mano y no les costaba nada salir por las noches, cuando el enemigo no podía verlos, y atravesar las líneas de una u otra forma, para poder forrajear tras ellas.

El general Morgan siempre había tratado a la Guardia Fronteriza como un cuerpo inferior, repleto de sabandijas y gusanos. Pero no era sólo que desempeñaran una labor bastante encomiable, mientras el resto de ellos gozaba de una vida tranquila y más o menos cómoda, sino que eran los mejores soldados que podía encontrarse especializados en la guerrilla. Sus regimientos no eran lustrosos ni ofrecían un aspecto temible en batalla frontal, pero podían diezmar un ejército a base de picotazos, como una avispa molesta, hasta que acababan con la paciencia del enemigo y éste cometía más imprudencias de las necesarias.

Mientras observaba cómo se entrenaban soldados y reclutas por igual, corriendo alrededor del patio, saltando obstáculos, arrastrándose bajo ellos y haciendo escalada por la pared maciza de la montaña, el capitán Lorenzo salió a supervisarlo todo con sus propios ojos. Siempre le había parecido un hombre más prudente y experimentado que su comandante hasta el momento, Morgan, pero sabía a la perfección que había opiniones que era mejor guardárselas para uno mismo. Ahora el general estaba muerto y aquel hombre vivía, seguramente gracias a la estúpida decisión de poner a sus fuerzas a cubrir un flanco ya bloqueado por las arenas movedizas. Él mismo le debía la vida a aquella orden, pues al ver la desbandada general, sus hombres acudieron al lugar de inmediato, encontrándole allí tendido, debatiéndose entre la vida y la muerte. Aquel monstruo se había marchado ya, quizás persiguiendo a los despavoridos soldados que habían visto morir a su primer espada y a su superior en apenas un par de minutos.

—Capitán —saludó, llevándose la mano derecha al pecho, sobre el corazón, como era propio entre militares.

—¡William! ¡Me alegro de ver que os recuperáis a buen ritmo! —exclamó, haciendo el mismo gesto.

—Todo se lo debo a vuestro galeno —replicó, complaciente.

—Pues él dice que se lo debéis a la Diosa —repuso, con una sonrisilla divertida en los labios—. Y creedme, es realmente extraño oír hablar en esos términos a un sanitario.

—Es natural, deben justificar su sueldo —bromeó.

—Sí, ellos el suyo y vos el vuestro. —Hizo un gesto al auxiliar que ayudaba a Will a tenerse en pie para que se marchara—. Ya me ocupo yo de acomodarlo.

—Como queráis, señor —obedeció el chico, que había estado bastante callado hasta el momento. Se le veía un poco tímido.

—Venid, acompañadme —le pidió, ofreciéndole sus hombros para que pudiera seguirle.

Escoltó a Lorenzo hasta el interior de la cabaña donde residía, al margen de los barracones del resto de sus hombres. Era pequeña, sin lujos, pero con todo lo esencial para poder vivir. Sólo disponía de una sala amplia que hacía las veces de comedor, recibidor y despacho, y de un altillo donde se alojaba una sencilla cama. En el centro había una mesa con hasta cuatro sillas alrededor, una por lado. El hombre se sentó en una de ellas, mirando hacia la ventana por la que se colaba la luz matinal, y le invitó a hacer lo propio.

—Durante estas dos semanas he escuchado todo tipo de historias sobre lo que ocurrió durante la batalla, muchas de ellas inconsistentes entre sí —comenzó, alargando la mano para tomar una jarra de cerveza y llenar un vaso de madera con ella—. ¿Bebéis? —inquirió, antes de ofrecerle uno a él.

—Claro, cómo no —replicó, viendo al momento otro recipiente lleno.

—En lo único que coinciden es en la presencia de un ser abominable que aniquiló él solo a multitud de caballeros y al propio general Morgan —prosiguió, escrutando distraídamente el exterior con unos ojos, en apariencia, cansados.

—Así es, mi señor —confirmó, notando cómo un escalofrío le recorría la espalda al recordar esas cuencas vacías y el destello azul en lo más profundo de la oscuridad.

—Algunos dicen que os enfrentasteis a esa criatura…

—Dicen bien —aseguró.

El capitán clavó entonces los ojos en Will y guardó silencio durante un rato. Aprovechó para dar un trago al vaso de cerveza y luego se secó los labios con el dorso de la mano. En aquella mirada astuta, podía ver muchas preguntas, pero seguro que era el tipo de persona que las seleccionaba con cuidado y no disparaba más de dos o tres, aunque de gran relevancia. Estaba listo fueran cuales fueran las cuestiones.

—¿Es tan terrible como cuentan?

—Más aún —respondió sin titubear lo más mínimo, aunque sentía herido su orgullo.

—¿Hay manera de derrotarla en el cuerpo a cuerpo? —siguió, sin apenas dejar tiempo entre la respuesta y la pregunta.

—Rowan Cross era el primer espada del general Morgan. Fue el que más tiempo duró frente a ese monstruo, pero acabó cayendo. En cuanto a mí, le asesté un golpe con el mandoble con todas mis fuerzas en el cráneo, y ni siquiera pareció resentirse —explicó—. No, no creo que la haya.

—Ya veo… —murmuró, desviando la mirada hacia la jarra, como si meditara sobre el asunto. Sin levantarla, hizo la tercera pregunta—: ¿Sabéis qué es?

—No lo sé a ciencia cierta, mi señor —se sinceró—. Nunca había visto nada igual, pero está claro que los nómadas huían de esa cosa. —Hizo una pausa, recordando lo que había estado pensando durante todo aquel tiempo. No estaba seguro de si era correcto decir aquello, porque podía sonar estúpido, pero algo en el gesto de Lorenzo le indicó que tenía permiso—. ¿Recordáis los cuentos que os contaba vuestra madre o vuestra abuela sobre la Parca cuando era pequeño? Pues si no era la viva imagen personificada de ese terrorífico ser, se le parecía mucho…

El capitán levantó la mirada y escrutó su rostro durante largos segundos que se eternizaron. Parecía dirimir si era cierto lo que estaba diciendo, si le había causado un miedo tan antinatural como quería hacer ver. No era que la descripción fuera verdadera, sino que se había quedado corto, pues el vello aún se le ponía como escarpias y la sangre se le helaba al recordar aquellos malditos ojos vacíos, con un destello azul despiadado al fondo, en algún lugar de la impenetrable oscuridad que los dominaba. Finalmente, se terminó la cerveza que se había servido de un nuevo trago, mientras que el vaso de Will permanecía intacto.

—Comprendo. En ese caso, rezad a la Diosa para que nos ayude si vuelve —concluyó.

Y aquellas palabras de Lorenzo fueron un mal presagio, cuando al día siguiente un grupo de exploradores informó haber avistado a aquel engendro. Seguro que al comandante de aquella fuerza fronteriza le hubiera gustado llevar el asunto con mayor discreción, pero, según contaban, la palidez de los rostros de quienes la habían visto parecía propia de un cadáver; demasiado llamativo para guardarlo en secreto. Si tenían que hacer frente a ese ser, no podía dejar que sus hombres desconocieran a qué clase de peligro se enfrentaban, pero tampoco era buena idea permitir que rumores y más rumores se extendieran por la base, acongojando a los soldados más bravos y veteranos, sin ni siquiera saber si eran ciertos.

Los músculos se le tensaron al conocer la noticia, paralizados de terror. Aquellos hombres habían tenido la fortuna de no enfrentarse a la Parca, ya que tenían órdenes de alertar inmediatamente al mando en caso de un encuentro con ella. Pero sabía que cualquiera que cruzara la espada con aquel acero rojo como la sangre, si es que sobrevivía, quedaría marcado toda su vida con un estigma de temor incomprensible.

“¿En qué demonios me he convertido? ¡En un mísero cobarde!” —se dijo, lleno de rabia, golpeando con el puño la bandeja que le habían llevado a su habitación para la comida. Todo acabó hecho una porquería por el suelo y sobre las sábanas de la cama. El auxiliar del galeno llegó enseguida.

—¿Qué ha pasado? ¿Estáis bien?

—¡No! ¡No estoy bien! —rugió, enfadado consigo mismo, tan amenazante que el chico se quedó a medio camino cuando se disponía a recoger los cubiertos.

—¿Qué os ocurre? —inquirió con un hilillo de voz y la cara pálida.

—¡Necesito ver al capitán! ¡Ahora! —exigió.

—Pero… ¡el capitán está ocupado en estos momentos…! —arguyó el mozo, dando casi un respingo cuando los ojos de Will se entrecerraron, como una advertencia silenciosa: no aceptaría un no por respuesta—. ¡L-le comunicaré vuestra petición! —exclamó algo asustado, ya con las cosas en la mano, sin poder evitar mirar con recelo lo que quedaba del estofado de verduras esparcido por el lugar, como si temiera que sus vísceras acabasen igual.

Después de que el muchacho se marchara, se relajó un poco, pero no demasiado. Había tomado una decisión y estaba dispuesto a llevarla a cabo fueran cuales fueran las consecuencias. Esconderse no le serviría de nada, salvo para demostrar su falta de agallas. Aquel ser arrasaría con todo lo que encontrara a su paso hasta que alguien lo detuviera. Pero las armas no parecían afectarle; era capaz de atravesar armaduras y escudo, como si fueran queso tierno; todo estaba perdido de antemano. En cualquier caso, esperar acurrucado en un agujero, rezando a la Diosa por su vida, hasta que su espada escarlata le atravesara la garganta no tenía ningún mérito.

Cada minuto se hacía más largo que el anterior y, si el hombre tenía alguna intención de acudir allí, desde luego no lo consideraba un tema vital en aquel momento. Cruzado de brazos, tamborileaba con sus dedos, con su impaciencia aumentando a cada momento. Cuando por fin acudió el comandante de la fortaleza, lo hizo acompañado por el galeno y su ayudante. El primero mostraba un visible rechazo hacia su actitud, mientras que el segundo seguía intimidado por la brusquedad con que se había comportado momentos antes. En cambio, Lorenzo lo miraba con perspicacia, intentando adivinar cuáles eran los motivos de aquel alboroto.

—Me han dicho que requeríais mi presencia, William. No es propio de un capitán ser reclamado por los soldados —comentó, haciendo ver lo extraño de la situación—, pero, ya que he venido, ¿qué es lo que os inquieta?

“Viejo astuto…” —pensó para sí. Estaba completamente seguro de que el oficial había acudido allí porque intuía que su petición tenía algo que ver con el peligro que se cernía sobre ellos. De otra forma, en una situación tan urgente como la que les acuciaba, no se hubiera molestado en atender un asunto menor en persona, cuando la supervivencia de sus hombres y del resto de Oriente podía pender de un hilo, de la rapidez con que diera las órdenes que estimara oportunas. No era como Morgan, eso seguro; ni se le parecía lo más mínimo.

—Mi señor, quiero participar en la caza de ese monstruo, con vuestro permiso —contestó con seriedad y determinación. Los ojos del hombre relucieron con satisfacción y sus labios se torcieron en una sonrisa.

—¡Imposible! —exclamó el sanitario, a punto de rasgarse las vestiduras—. Con el debido respeto, ¡aún no estáis recuperado! ¡No seríais más que un estorbo! —objetó.

—Eso es. Ayer mismo no podíais andar sin ayuda, William —coincidió Lorenzo, que mantenía las manos cruzadas a la espalda con aire marcial.

—¡No importa! ¡Quiero enfrentarme cara a cara de nuevo a esa abominación, aunque no participe de forma directa! —espetó, apartando las sábanas de un manotazo, dejando al descubierto todas las vendas—. ¡Lo necesito! Y no pondré objeciones si deben abandonarme a mi suerte en medio de una retirada.

—¡Os habéis vuelto loco! —determinó el galeno, con el ceño fruncido y gesto despectivo—. ¡Malditos jovenzuelos de la Tríada! ¡Apenas han entrado en batalla y se creen invencibles! Aquí la gente aprende humildad. Deberíais probar a tener un poco, caballero.

—¡No soy un engreído! —protestó—. ¡Lo único que deseo es comprobar que no soy un cobarde!

—Vuestro coraje se aprecia a simple vista —replicó el oficial en tono conciliador. Reflexionó unos instantes, centrando la atención de todos, y al final zanjó el asunto—: Podréis acompañar a la expedición que envíe, si es que lo considero oportuno, pero sólo si sois capaz de poner un pie fuera de Peñamala por vuestros propios medios.

—¡Si no es capaz de salir al patio él solo!

Clavó la vista en su superior, que miraba de reojo al sanitario con gesto serio. A él tampoco le gustaba que contradijeran sus decisiones una vez que se habían tomado, a pesar de su carácter dialogante y prudente. Seguro que estaba pensando en aquel momento que cualquiera podría notar el lamentable estado en el que se encontraba, así que semejantes objeciones no hacían más que resaltar lo evidente, sin aportar nada valioso a la toma de decisiones. Si el otro fuera capaz de percatarse del detalle, se cuidaría bien de volver a hacerlo.

—Aún no he tomado la decisión de enviar a nadie —dijo, determinando que la cortesía requería una contestación a aquella intervención. Luego, desligando las manos, levantó una de ellas haciendo un escueto movimiento para acompañar sus palabras—. Dejadnos a solas, por favor.

Mientras los otros dos salían, después de vacilar un segundo, él se sentó en un taburete que había pegado a una de las paredes, en un flanco de la cama. Esperó a que cerraran la puerta detrás de ellos y luego fijó los ojos en él. Parecía que iba a hablar de inmediato, pero se tomó su tiempo, como si valorase qué cosas debía conocer y cuáles no. Will aguardó en silencio, sintiendo cada vez más respeto por el oficial.

—Aparte de que no sé cómo enfrentar a esa abominación de tiempos ancestrales, si es que es verdad lo que decís, por el momento, sus movimientos son limitados.

—¿Limitados? ¿En qué sentido? —preguntó intrigado.

—Se le ha avistado en las inmediaciones del Valle del Polvo, merodeando, pero es como si no pudiera adentrarse en nuestras tierras por algún motivo —explicó.

El Valle del Polvo era la frontera entre Oriente y el desierto. Lo llamaban así porque solían levantarse nubes de arena que enturbiaban el ambiente del lugar, además de ser bastante seco en comparación, por ejemplo, con las fértiles tierras que rodeaban Greenstone. Se situaba en medio de las cordilleras al norte y al sur, y su anchura era de una legua escasa; lo suficiente para distinguir una sierra de otra. La vigilancia del lugar estaba a cargo de la guardia fronteriza, pero no había ningún otro obstáculo que impidiera el paso. ¿Por qué no era capaz de adentrarse en sus territorios entonces? ¿Es que no quería hacerlo? No, eso no era probable. Había perseguido a los nómadas por las dunas, incluso después de la batalla. Seguramente hubiera acabado con ellos, o quizás lo hubieran hecho la sed y el calor. Y ahora volvía al norte, en busca de más vidas que segar con su espada. Así que, era obvio que algo le retenía. Pero, ¿qué? Lo único que había en aquella tierra casi yerma era…

—¡El Templo del Crepúsculo! —exclamó, alzando la vista para ver el gesto de desconcierto del comandante—. Quizás rezar a la Diosa sí sea nuestra única opción —repuso, no viendo más solución al enigma.

—¿Creéis que la influencia del templo es lo que le impide pasar? Por muy descabellada que sea, una hipótesis es mejor que ninguna —replicó, acariciándose el mentón con aire pensativo, desviando los ojos hacia el suelo y encorvando ligeramente la espalda—. Si es así, ¿hasta dónde pensáis que puede llegar esa barrera? —inquirió.

—De eso no tengo ni la menor idea —admitió.

No era un seguidor ferviente de la fe, y dudaba que aún así, hubiera podido saberlo. Pero la cuestión resultaba fundamental. En efecto, aunque aquel monstruo no pudiera penetrar en el este a través del Valle del Polvo, aún quedaban muchas leguas en torno a él. Escalar las montañas no era impracticable, pero sí muy difícil. No sabían si sería capaz de hacerlo, pero seguro que podría encontrar un sendero entre ellas, a través de las recónditas gargantas que discurrían entre una y otra. Dudaba de que si realmente aquel santuario era el obstáculo insalvable que había encontrado la Parca, su bloqueo alcanzara demasiada distancia.

—En fin, yo soy un militar. No puedo encomendarme a la Diosa, por desgracia —comentó en tono relajado, quitándole hierro al asunto—. Si las espadas no pueden quebrantar a ese ser, tendré que buscar una alternativa. Para eso me pagan esos burgueses adinerados, ¿no? Para mantener su trasero a salvo de enemigos, ya sean terrenales o salidos de las tinieblas…

—Si me permitís la observación —intervino Will, captando su atención—, pondría más vigilancia en las Costillas de Lagartija que al norte. Hay que dar un mayor rodeo para llegar hasta allí —observó.

—Tenéis razón —coincidió—. Sin embargo, advertiré también al capitán de la zona norte, por si acaso. ¡Seguro que no se cree nada de lo que está leyendo a través de las palomas mensajeras! No ha tenido la suerte, o la desgracia, de poder ver el miedo reflejado en los ojos de los valientes…

El día parecía no llegar nunca. Will rezaba a diario, pero no para que les protegiera de aquella criatura, sino para recuperarse lo más rápido posible. Era una sensación extraña. Por un lado, el temor de volver a enfrentarse cara a cara con aquel espectro le helaba la sangre; por otro, le hervía al pensar en tomarse la revancha, aunque era plenamente consciente de lo que podría pasar, más en su estado actual. Por fortuna, las oraciones parecían tener efecto y su salud mejoraba a cada hora que transcurría.

Una semana fue el tiempo que transcurrió hasta que por fin volvieron a tener noticias de la Parca. Había desaparecido literalmente, quizás adentrándose en el desierto, pero, por fin, había caído en la cuenta de que podía intentar cruzar la frontera por pasos menos cómodos. Sin miedo de la guardia, se aproximaba a una garganta situada a menos de una legua de Peñamala.

—Podéis andar, pero dudo que podáis combatir aún —dijo Lorenzo al verlo en el portón de la base, junto al resto de la expedición—. Ni siquiera podéis portar la armadura.

—Creedme, mi señor, contra esa cosa no hay protección que pueda salvaros la vida —replicó, apoyado en un garrote de roble, que había pertenecido al anterior capitán de la fortaleza, según el galeno.

Sólo llevaba una espada al cinto. Lo demás eran telas normales y corrientes, salvo por el coleto de cuero, que le ofrecería una miserable defensa. Hubiera preferido no llevarlo tampoco, pero habían insistido en que debía de armarse mínimamente si quería acompañarlos. Cedió sólo en aquel punto. El resto de instrumentos hubieran sido un estorbo.

Will aún no conocía el plan que el capitán había trazado para abatir a tan poderoso enemigo, pero el resto de sus compañeros se mostraban confiados. Interiormente, pensaba que se debía a su desconocimiento, aunque, en cierto modo, se sentía más seguro de sí mismo gracias a ello. Junto a los cinco hombres que partirían, habían dispuesto dos mulas que cargaban con un gran fardo a lomos. Estaban bien tapados con mantas y aferrados con cuerdas a los animales, de modo que no sabía qué ocultaban en su interior. Eso sí, debían pesar una tonelada, porque había visto avanzar con ellos a ambas bestias y lo hacían muy lento para la constitución tan fuerte que poseían.

Partieron antes de mediodía, calculando que les llevaría un par de horas llegar al lugar con todo el equipo. No querían cruzarse con la Parca antes de alcanzar el punto en el que habían ideado tenderle la emboscada. Él sólo participaría como espectador y posible combatiente en caso de que todo saliera mal, de modo que le mantenían al margen de las decisiones. Tomaron una ruta alternativa, más escabrosa, que se internaba en las montañas para alcanzar la garganta desde el este.

La sombra de los picos ocultaba el sol y un aire fresco aullaba entre las rocas. El sendero, apenas trazado sobre la ladera pedregosa, se volvía cada vez más escarpado. Los peores tramos eran aquellos en los que se acumulaba grava, pues un mal paso podía hacer que cayeran rodando centenares de varas abajo. Incluso a las mulas les costaba avanzar sin tropezar. Su carga se antojaba valiosa, pues todos se afanaban por mantenerlas en pie, sanas y salvas, cuando pasaba.

El peor tramo fue en el que la ruta se estrechaba hasta convertirse apenas en una cornisa que sobresalía de la pared rocosa, quedando el vacío a la diestra. De repente parecía que el viento soplaba con más fuerza, más amenazante, como si quisiera arrojarlos por el precipicio. No quería admitirlo, pero le daba mucho vértigo. No debió mirar abajo, porque se mareó y estuvo a punto de resbalar. Por suerte pudo agarrarse a una zarza mortecina que crecía un poco más arriba de sus cabezas. Se había librado aquella vez.

No tuvo tanta suerte la mula que avanzaba justo delante de él. Cuando casi habían cruzado aquel punto sin tener que lamentar ninguna pérdida, el casco  delantero pisó sobre un saliente inestable que se resquebrajó de inmediato, haciendo que perdiera pie y se precipitara sin remisión, soltando un mugido lastimero, cuyo eco se propagó por los picos circundantes. La cara se les quedó blanca a los demás y Will no conseguía adivinar por qué. ¿Tan necesaria era aquella carga para el plan? Pero cuando un trueno resonó en las profundidades, asomó la cabeza de inmediato, a riesgo de volver a marearse. Una enorme columna de humo ascendía desde allí abajo. “¡Pólvora!” —comprendió de inmediato—. “¡Así que ése es el plan! No sé si funcionará, pero merece la pena intentarlo…”

—¡Joder! ¡Eso puede significar menos probabilidades de supervivencia para nosotros! —espetó el cabecilla del grupo, un sargento de aire curtido y osco. Ni siquiera sabía cómo se llamaba.

—¡Aún nos queda una! —replicó el compañero que se hallaba detrás de Will, gritando para que el viento no arrastrara sus palabras.

—Si no nos damos prisa, no servirá de nada. ¡Vamos, moved el culo! —los apremió el suboficial.

Consiguieron cruzar la cornisa sin más contratiempos e iniciaron el descenso un poco más allá, a lo largo de un sendero que recorría sinuosamente la ladera escarpada de la montaña. Iban y venían una y otra vez, de este a oeste y viceversa. Empezaba a resultar un poco frustrante. Se alegraba de haber aceptado el bastón porque, de otra manera, seguro que habría tropezado y caído rodando por la cuesta, endiabladamente empinada. Cada vez que desplazaba con la puntera una piedra pequeña, ésta recorría todo el tramo hacia abajo, saliéndose del camino y precipitándose a la hondonada. No era una idea muy atractiva la de seguir sus pasos.

Cuando ya creía que aquello no iba a acabar nunca, después de unas siete iteraciones, el terreno se fue allanando, hasta abrirse en una pequeña explanada que moría partida en dos por una abertura de algunas varas de anchura en la tierra. Todos se detuvieron, de modo que supuso que aquel era el lugar elegido para el enfrentamiento. La garganta tendría menos de un cuarto de legua de longitud, pero, a juzgar por su aspecto, no era fácil de encontrar. Jugaban con esa baza para adelantarse a la Parca en su camino, a pesar de haber partido con retraso respecto a ella.

—¡Vamos! ¡Buscad un sitio adecuado para ejecutar la emboscada! —ordenó el sargento a sus hombres, que se pusieron de inmediato manos a la obra, descargando a la mula de su peso. Luego dirigió la vista a Will y le señaló uno de los riscos que flanqueaban el paso—. ¡Sube ahí y avísanos si ves al monstruo acercarse!

—Como ordenéis, señor —replicó,  menos cortésmente que con Lorenzo. Él tampoco lo había sido. No debía de apreciar mucho a los caballeros del interior de Oriente, o tal vez sólo fuera a los de Greenstone.

Como fuera, acató el mandato y se encaminó hacia allí, para luego escalar como bien pudo hasta la cima del peñasco. Librado de su sombra, la luz del sol lo deslumbró al mirar hacia arriba. Utilizó la mano como visera y miró al horizonte, tapado por la falda del monte que quedaba a la izquierda. Bajó aún más la vista, hacia la hendidura en la tierra, recorriéndola de un lado a otro para asegurarse de que la criatura no había llegado aún. Suspiró aliviado, pero de inmediato, se reprochó aquel gesto. “¡Cobarde! ¿Acaso preferirías que ya hubiera pasado por aquí? Sí, te librarías de la muerte en este instante, ¡pero nadie podría apreciar tu coraje y tu virtud!” Agitó la cabeza de un lado a otro para desterrar su pecado.

De vez en cuando, miraba a su espalda para ver cómo avanzaban los preparativos de la emboscada. El cargamento del animal ya estaba desplazado al punto que habían escogido como idóneo y los hombres se afanaban en colocar las mechas para prender los cubiletes de pólvora. Si hubieran unido a aquel arsenal el que transportaba la otra mula, hubieran podido conseguir una explosión capaz de derruir parte de una muralla, al menos si no era demasiado gruesa. No sería tan potente sin la porción perdida, pero bastaría para mutilar brutalmente a cualquier persona, incluso a varias. No estaba convencido de que fuera a funcionar, pero, ¿qué otra cosa podrían intentar? Como dijo el capitán, eran soldados, no sacerdotes.

Volvió la vista al frente, comenzando a sentarse sobre la fría piedra, pues parecía que iba a ser una larga espera, cuando el corazón se le detuvo. La sangre se le heló en las venas cuando vio avanzar aquella figura esquelética, envuelta en el sudario oscuro como la noche. No podía apreciar su mirada vacía desde allí, poblada únicamente por aquel destello frío y azul, pero la imagen volvió a su mente con nitidez. Sintió las extremidades flojear y estuvo a punto de perder pie, pero se recompuso a tiempo. Apretó los dientes y la mano sobre la madera que lo sostenía, y se forzó a templarse. Se giró de nuevo hacia sus compañeros y les alertó del peligro que se cernía sobre ellos:

—¡Ya está aquí!

Quizás no lo esperaban tan pronto, porque se miraron confundidos, como si hubieran olvidado qué debían hacer. El temor que infundía la Parca era tan inmenso que incluso ellos, que no habían visto su ilimitado poder en acción, empezaban a titubear. Eso podría costarles la vida…

—¿Están todos listos? —inquirió el sargento desde la explanada elevada.

—¡Faltan un par!

—¡Tú y tú, terminad de prepararlo! ¡Vosotros dos, id a retrasar su avance! —ordenó.

Will sabía bien que acababa de enviar a dos soldados a la muerte, quizás para retrasar el avance del espectro tan sólo unas décimas de segundo. Se había deshecho de tantos caballeros con semejante facilidad, que dudaba que aquel par supusieran ni siquiera un estorbo. Pudo ver el miedo y la duda en sus rostros, pero acataron la orden sin protestar. Eso les honraba. Mientras ellos caminaban hacia el fin de sus vidas, él descendió con dificultad del peñasco, volviendo a la explanada con el sargento. El último tramo fue más una caída que una bajada controlada. Sintió dolor por todo el torso, pero se obligó a incorporarse y ver el resultado de todo aquello. No había dado ni dos pasos cuando el alarido de uno de los valientes llegó desgarrador a sus oídos; luego el otro. “Que la Diosa bendiga vuestras almas y a los vuestros” —fue lo único que pudo pensar, a pesar de no ser especialmente religioso.

—¡Vamos! ¡Daos prisa! —los apremió el suboficial, tan nervioso y asustado como el resto.

—¡Ya está! ¡Ya está! —exclamó uno de los artificieros, corriendo después hacia la pared rocosa.

El otro le ayudó a subir a la explanada, con ayuda del malhumorado sargento. Will pudo apreciar que llevaba el manojo de mechas enrollado en el brazo. Una vez estuvo a salvo, ayudaron al segundo a seguirle. Sin embargo, cuando ya estaba casi arriba, una huesuda mano lo agarró del tobillo, impidiéndole huir. Se encontraba a poca distancia de él y pudo ver cómo la cara se le quedaba blanca y abría los ojos como platos, consciente de su suerte inminente. No pasó ni un segundo antes de que soltara un grito, ahogado rápidamente por su propia sangre. La hoja roja le había atravesado el pecho de parte a parte.

—¡Vamos! ¡Préndela! —espetó.

—¡No puedo! ¡Se me ha quedado enredada! —respondió el otro muy azorado, sabiendo que cada instante era vital.

—¡Diablos! ¡No voy a permitir que nos maten por tu culpa! ¡Trae eso!

El superior le arrebató la cerilla de la mano derecha y la prendió rozándola bruscamente contra la roca. Encendió las mechas, aún enrolladas en torno al brazo del hombre y la ropa de éste empezó a arder también. Lo siguiente fue bastante confuso porque, mientras aquellos dos montaban un pequeño altercado, Will miró directamente al ser a los ojos vacíos. Un escalofrío le recorrió la espalda y el terror estuvo a punto de atenazar su cuerpo. Sin embargo, su instinto de combate pudo más y desenvainó la espada a tiempo de interceptar la suya, lo que sólo sirvió para que la hoja se le quebrase, aunque no llegó a partirse en dos. Se sintió victorioso de algún modo y esbozó una sonrisa feroz ante la abominación.

—¡Hoy no es tu día! —exclamó, lanzando una estocada a su rostro que fue igual de infructuosa que todas las que había recibido ya.

El filo resbaló por el cráneo blanco y aquel demonio volvió a blandir su arma, destrozando, aquella vez sí, la del caballero, que cayó de espaldas al suelo. Frunció el ceño, pensando que había hablado demasiado pronto, justo antes de ver cómo sargento y soldado tropezaban en su forcejeo y caían en la garganta, sobre la Parca, arrastrándola consigo hasta el fondo. Hubo unos pocos segundos de incertidumbre, más o menos silenciosos; luego vinieron los últimos alaridos desesperados de sus dos compañeros. Will se preparó para morir, pues parecía que nada podía salvarlo ya. Pero, como si de una respuesta divina se tratara, un relámpago iluminó el día y ensordeció sus oídos, levantando una gran humareda ante sus ojos.

El joven se quedó tendido en el suelo tal y como estaba, a pesar de que la bestia de carga, asustada por el estruendo, había echado a correr y se había precipitado a la garganta también, aunque varias varas más a su izquierda. Ahora emitía chillidos agónicos, pues seguramente se habría roto alguna pata, si no todas. Intentó escuchar en silencio, pues no se atrevía a asomarse; no oyó nada. Poco a poco, fue asimilando lo que había pasado, lo cual no era una gran garantía de éxito. Las mechas habían prendido, muy a pesar del artificiero que las había extendido, y al final la pólvora había cumplido con su cometido.

“¿Ya está? ¿Se ha acabado?” —se preguntó, observando la columna de humo que ascendía hacia el cielo justo enfrente de él. Entonces lo vio flotando en el aire: el sudario de la Parca, en el que se habían incrustado numerosas astillas de sus huesos. Parecía increíble, pero así era. ¡El espectro había sido derrotado! Aunque el precio que se había cobrado desde su nacimiento había sido elevado. Se puso en pie y se miró las manos. Sí, aún estaba vivo y podía contarlo. A partir de ahora sería aquel que sobrevivió dos veces a la propia muerte, aquel que la vio morir, un gran título para cualquier guerrero. Sonrió, apretando los puños y levantándolos en gesto de victoria, y gritó al cielo, con un rostro henchido de orgullo. Ahora empezaba su leyenda.

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El último campo - Emboscada mortal (sólo texto) por Estrada Martínez, Francisco Javier se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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