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El último campo: 006 - La bendición

¡Hola, queridos lectores!

Un mes más, vuelve El último campo. Si hubiera planeado el día para la salida de este episodio, no habría sido tan acertada. Hoy, 31 de octubre, fiesta de Halloween... ¡vuelve la Parca!

Sí, si pensabais que este terrorífico personaje había pasado a mejor vida (valga la expresión), lamento decepcionaros. ¡El paladín de las tinieblas no puede caer tan fácilmente! ¿Conseguirán hacerle frente los habitantes de Oriente o serán víctimas de su terrible acero escarlata? ¡No dudéis en leerlo para averiguarlo! Como siempre, agradeceré vuestros comentarios y opiniones.

006 - La bendición

Arisa se había quedado en la capilla después de que hubieran culminado las oraciones diarias, como solía hacer. El humo del incienso aromatizado impregnaba la estancia, que estaba iluminada por las numerosas velas que ardían día y noche, y la luz que entraba a través de la vidriera multicolor con la forma de la rosa de los vientos, formando un arcoíris en el suelo. Aquel era su símbolo, el de la Diosa, el mismo que pendía del colgante que lucía la estatua del altar y el que había dibujado minuciosamente en las baldosas de piedra, en bajo relieve, ya algo desgastado por el paso de los años. Frente al retablo, dominado por la escultura, y pintado con multitud de escenas de los tiempos antiguos, se situaban dos hileras de pequeños bancos de madera donde realizaban sus plegarias o escuchaban las palabras del sacerdote. La chica se hallaba sentada en primera fila, con los ojos clavados en el rostro de piedra y las palmas de las manos unidas en su regazo.

Se trataba de una joven de aspecto infantil, de baja estatura y cara redondeada. No llegaba a alcanzar ni las dos varas, quedándose aproximadamente a un cuarto de conseguirlo. Aún así, ya tenía edad para estar desarrollada, cosa que demostraban las curvas de su cuerpo, no muy destacadas, en consonancia con su tamaño. De todos modos, bajo la túnica blanca monacal que le llegaba hasta los tobillos, poco se podía apreciar. Tenía rasgos finos, poco agudos, y lo más llamativo de su faz eran los grandes ojos azules, de un tono claro y vivo, como el mismo cielo en un día soleado. Su cabello, por contra, era castaño, aunque bastante claro. Lo llevaba alisado, con dos mechones laterales del flequillo cayéndole hasta la base del cuello y el resto recogido en una coleta alta, que descendía un palmo por su espalda. Todos los que la veían por primera vez se fijaban en su radiante sonrisa, capaz de iluminar casi hasta el corazón más oscuro.

Los últimos días no habían sido muy esperanzadores por allí. El Templo del Crepúsculo era un lugar solitario, lejos del interés de la gente, en la frontera occidental del reino. Normalmente no había apenas actividad; sólo las labores cotidianas, el recogimiento y la oración. Cuando no tocaba limpiar las salas del complejo, había que ocuparse de cuidar el huerto o recolectar los frutos de las plantas, asear a las gallinas y su corral, o dar de comer a los cerdos. Al margen de aquello, la única escapatoria de la rutina era aferrarse a los libros de la inmensa biblioteca, alguno de los cuales contaba historias sobre épocas pasadas o que estaban por venir, o acerca de otros mundos lejanos, invisibles a sus ojos, que tal vez algún día conocerían.

En cambio, las últimas semanas habían traído consigo sucesos de mal agüero. Primero, un ejército entero proveniente de Greenstone había cruzado el valle hacia el oeste, para volver a los pocos días en desbandada. Nunca habían visto nada así. Se suponía que debían hacer frente a una fuerza de nómadas del desierto que amenazaba con irrumpir en los dominios de la Tríada de Oriente, algo no muy difícil teniendo en cuenta la diferencia abismal entre el entrenamiento y equipamiento de los regimientos regulares, y los de unos mercaderes que, seguramente, empuñaban un arma por primera vez. Le horrorizaba imaginar la matanza que se produciría, pero aquel extraño espectáculo le sorprendió y confundió por igual.

Algunos de los soldados, exhaustos por la carrera, se detuvieron a descansar en el templo, donde todo viajero sin malas intenciones era bien acogido. La mayoría siguió su ruta, como si el enemigo les pisara los talones y temieran detenerse un momento a descansar. Ello condujo a que, al día siguiente, pudieran disfrutar de un estremecedor paisaje, con decenas de corceles muertos y abandonados por sus jinetes a lo largo de todo el paraje. Por suerte, aquellos que se habían visto forzados a detenerse, les ayudaron a retirar los cadáveres, algunos de los cuales ya habían sido picoteados por los buitres que anidaban en las montañas colindantes. Los que aún se conservaban en buen estado fueron destinados a la conserva de carne, mientras que aquellos que ya habían empezado a pudrirse se apilaron y se hizo una pira para purificarlos. No era la costumbre según los mandatos de la Diosa, pero en aquella situación, no podían hacer otra cosa, pues no disponían de material suficiente para enterrarlos. En cierto modo, sentía que estaban traicionando su confianza y su protección.

Pero aquella preocupación pasó a un segundo plano cuando unos pocos de aquellos hombres, los que tenían suficiente valor como para no temblar con el recuerdo, les contaron lo que habían presenciado más allá de las fronteras. Hablaban sobre la batalla con aire victorioso y orgulloso, aunque Arisa opinaba que había sido una mera carnicería. Pero en cuanto llegaban al momento en que surgió la sombra de la arena, sus rostros palidecían y sus miradas se quedaban vacías. Notaba en los brazos de aquellos guerreros la impresión que les suponía, pues todo el vello se les erizaba, reprimiendo el estremecimiento que seguro les recorría de arriba abajo. Decían que era un demonio, un espectro inmortal, la misma muerte en persona; y la cosa no se relajó cuando el sacerdote intervino, comentando que la descripción que daban, un ser esquelético, envuelto en un sudario negro y blandiendo una espada roja como la sangre, era la misma que se relataba en los textos antiguos sobre la Parca.

—La Parca… —recordaba haber murmurado.

Era un ser de la Era de la Guerra, o eso era lo que decían las escrituras y los numerosos cuentos que circulaban para aterrorizar a los niños. Paladín de las fuerzas oscuras que se habían cernido sobre el mundo, su rastro de sangre y destrucción se decía legendario, que aún podía verse con claridad hoy en día. Por supuesto, si alguna vez existió semejante monstruo y no era una exageración conformada por los delirios de quienes caían ante él, aquella parte era sólo ficción. Si algo habían aprendido después de tantos siglos, era que el tiempo cicatriza todas las heridas, tanto en las personas como en la tierra; o casi todas, porque había algunas que nunca llegaban a cerrarse, pero aquellas eran las del alma.

Fuera como fuese, la Parca, como su señora, aquella divinidad perversa y maléfica a la que servía, había caído en el olvido después del Confinamiento. Se decía que ningún hombre había conseguido derrotarla, pero que, al perder la fuente de su poder, que emanaba de su dueña, se convirtió en polvo, como el resto de cadáveres que dejó a su paso.

Por eso rezaba en aquel instante, para que semejante tormento no se viera desatado de nuevo sobre la Tierra entre los Abismos. Sería el mayor manantial de dolor que hubiera conocido la humanidad desde tiempos inmemoriales, una penitencia inmerecida, pues ningún pueblo debía ser castigado con tanta severidad en su conjunto.

Y de repente, un parpadeo. Arisa abrió los ojos de par en par, clavándolos en el rostro de la estatua que se erguía ante ella. ¿Se lo había imaginado? Quizás estaba demasiado absorta en sus pensamientos. Piedra, sólo piedra. Eso era lo que veía. Suspiró, descartando aquella tonta idea. Pero justo cuando había soltado el aire que contenía con expectación, de nuevo lo vio.

—¿Qué…? ¿Qué está pasando…? —musitó en un hilillo de voz dulce casi inaudible.

Los rayos multicolores que entraban por la vidriera cayeron sobre la imagen, como siempre ocurría a la puesta de sol. Pero, en lugar de bañar el vestido rígido con un arcoíris de tonalidades, la piedra cobró vida y se hizo carne. La faz, antes gris y áspera, se había convertido en una fina máscara de alabastro que contenía el fulgor de sus ojos dorados, sólo rivalizados por su cabello, nacido del sol. Su vestido era blanco inmaculado, y enmarcaba su figura majestuosa. Estaba sujeto por unos tirantes a sus hombros, ribeteados por plata, al igual que el final de la larga falda volada que se ceñía a su cintura por una cinta de tela de oro. Sus uñas reflejaban una luz argéntea mientras abandonaban su pose estática. Lo único que no había cambiado era el colgante con la rosa de los vientos, que seguía reluciendo en su color áureo habitual.

—Arisa —comenzó, girándose un poco para encararla.

En ese momento se dio cuenta de que el vestido no era blanco, sino que estaba hilvanado con un sinfín de hilos multicolor de ínfimo tamaño. Sólo si uno se fijaba bien, en ciertas ocasiones, podía distinguirse aquel matiz, bello como sólo la naturaleza podía serlo, digno de una deidad.

Se encontraba enmudecida, atenazada por la impresión. No sabía qué hacer ni qué decir. Sus labios parecían moverse de forma silenciosa, sin emitir sonido alguno, salvo gemidos apenas inteligibles. Sus ojos no se apartaban de la aparición, a pesar de que irradiaba tanta luz que casi hacía daño a la vista. Fueron subiendo lentamente hasta toparse con los de la divinidad y, así, se rompió aquel maleficio de mutismo al fin.

—¡Mi Señora! ¡Sois de verdad! —acertó a pronunciar de forma entrecortada.

—Sí, Arisa, soy yo —confirmó con un leve asentimiento, sobrenaturalmente elegante.

De inmediato el cuerpo de la muchacha se lanzó hacia delante, hincando las rodillas en el suelo con dureza. Ignoró el dolor, absorta como estaba ante aquella aparición. Plantó las palmas de las manos en el suelo y agachó la cabeza en gesto servicial, con el corazón encogido de dicha y temor. No era que sintiera miedo de la diosa a la que adoraba, mas no solía haber aquel tipo de encuentros en tiempos de paz y armonía. Era más, no recordaba haber leído nunca que algo así le sucediera a una humilde monja. Los grandes sacerdotes y los héroes de leyenda ya eran otra cosa.

—Incorpórate. No es necesario que te postres —dijo, advirtiendo el respeto que atenazaba cada uno de sus movimientos. Arisa obedeció de inmediato, casi como un resorte, y por poco tropezó con la parte baja del hábito—. Escucha bien lo que voy a decirte, porque de ello depende la supervivencia de todo Oriente —comenzó.

—Haré todo cuanto me pidáis, Señora —aseguró ella, vacilante y nerviosa como nunca.

—Pronto llegará un visitante al templo —explicó—; un soldado que participó en la Batalla de los Mercaderes, junto a aquellos que ya han dejado reposar su cuerpo y su espíritu en este santuario. Traerá una buena nueva: la Parca ha sido destruida.

Los ojos de la joven se abrieron de par en par, muy sorprendida. Incluso dio un pequeño respingo y estuvo a punto de volver a tropezar con el bajo de sus prendas. “¡Es una noticia fantástica!”, pensó, dejando que el brillo de la alegría se reflejara en sus ojos azules como las estrellas en el cielo y sus labios se torcieran en una sonrisa tímida, pero resplandeciente, aunque palidecía al lado de la divinidad.

—Nada más lejos de la realidad —sentenció desde el altar, dejando que el peso de las sombras cayera como un mazazo sobre la devota, cuyo gesto se tornó más pesaroso—. Es cierto que ese hombre habrá contemplado el final del monstruo, o eso es lo que él piensa. Pero éste se recuperará y acudirá directamente a este lugar para cumplir los designios de su ama. ¡Bajo ningún concepto debe destruir esta estatua! —exclamó con tono apremiante, manteniendo una rigurosa seriedad.

—¡Como ordenéis, Señora! —se apresuró a contestar de forma obediente y devota—. Pero… ¿cómo la detendremos? —inquirió, repleta de dudas.

—Ningún arma mortal puede herir a ese ser —dijo, confirmando la versión que los aterrorizados guerreros habían traído desde el oeste—. Para poder infligirle algún daño y equilibrar las fuerzas, necesitaréis de mi ayuda. Quien llegará con la noticia es un buen combatiente. Que blanda su espada y cuelgue mi enseña de su cuello —determinó, llevándose una mano hasta él para acariciar el ornamento que allí pendía.

—Así se hará, Señora —aseguró, inclinando de nuevo la cabeza.

—Confío en ti, Arisa. Ten fe en mí y en mis palabras, y todo irá bien —concluyó.

—Pero… ¿por qué yo? Sólo soy una monja más —preguntó, sin explicarse el motivo—. Sería mejor que acudierais directamente al sacerdote o…

—Ten fe en mí… y en ti misma —la cortó, justo antes de que la piel volviese a ser piedra y su vestido rígido se bañara con los colores del arcoíris.

Arisa pestañeó, llevándose las manos a los ojos para frotárselos con el dorso. Sí, era sólo fría y gris roca, sin movimiento, sin vida. “¿Lo habré soñado?” —se preguntó. “No, no era un sueño. Era muy real. “Yo no me duermo mientras oro” —se dijo, repitiendo mentalmente todo lo que la diosa le había confiado. Miró el rostro de la estatua, inerte, y negó con la cabeza.

—Haré todo lo que pueda por complacer vuestros mandatos, mas creo que no soy la persona adecuada…

 

Los siguientes días convirtieron a Arisa en un manojo de nervios. No ocurría nada fuera de lo común, pero aquella visión la había perturbado en demasía. No dejaba de pensar en su misión, en el cometido que no se atrevía a revelar a nadie, ni siquiera al sacerdote; temía que la tomaran por loca. Había explorado aquella opción comentando de forma vaga el asunto de las apariciones, pero el responsable del templo le había respondido que, aunque eran muy comunes en los antiguos textos, incluso decían que los elegidos las tenían a menudo, lo más probable era que se debiera más a la ferviente devoción del individuo o a la ingesta de alguna sustancia alucinógena, que a un acto divino. No hacía falta decir que el hombre era un tanto descreído. Aún le costaba aceptar como verídicos los relatos de los soldados despavoridos…

En realidad Mole, que así se apellidaba, era un clérigo bastante desviado del camino que se consideraba “recto”. Se limitaba a rezar lo imprescindible a diario y mejor si podía evitarlo; disfrutaba de abundantes comidas que habían convertido su panza en algo más que una leve curva bajo la ropa; trasnochaba e ignoraba el significado de la palabra madrugar. Pero, a pesar de todo, era un buen hombre, no le hacía mal a nadie y siempre trataba de ayudar. Lo más característico de su físico eran la papada que le había aparecido a lo largo de los años, aquella nariz respingona y regordeta que parecía un salchichón, y su cabeza casi calva por completo, a excepción de un arete de pelo castaño entrecano que le circundaba la cabeza a la altura de las sienes. El hábito le caía muy por delante de las piernas debido a su bonachona barriga, confiriéndole un aspecto un tanto fantasmal. ¡Era una suerte que no estuviera en los huesos, o algunos ya habrían muerto de un infarto al verlo!

Aproximadamente una semana después de la visión de la Diosa, el visitante que esperaba apareció por fin. Se quedó un poco impresionada al verlo. Era alto, muy alto. Casi le sacaba medio cuerpo a ella, aunque eso no era de extrañar. Estaba acostumbrada a tener que alzar la cabeza para dirigirse a los demás, pero no tanto. Era un hombre joven, de pelo moreno y algo largo. Le daba la impresión de que tenía la melena de un león, aunque la barba estaba bien recortada, apenas una sombra en su quijada. Su cuerpo fornido no era menos impresionante, y eso que no portaba una de esas relucientes armaduras de caballero. Apenas vestía unos harapos propios de la Guardia Fronteriza, muy parecidos a los usados por las gentes del desierto, pero más cortos, por las rodillas, y de color hueso deslucido. Eso sí, del cinto colgaba una espada envainada, sin muchos ornamentos en torno a ella.

Las noticias que trajo consigo parecían muy alentadoras. No obstante, Arisa ya estaba sobre aviso. Quería creer en las palabras de aquel soldado llamado William, pero se recordaba a sí misma la misión que la Diosa le había encomendado. ¡No podía fallar! Pero, ¿cómo afrontarla?

Estaban en la amplia sala que hacía las veces de salón. Un par de hileras de tableros apoyados sobre borriquetes actuaban como mesas, flanqueados por bancos de madera sin respaldo alguno. Como era de esperar, la hospitalidad con el viajero había sido exquisita y, antes de que pudiera llegar a pedirlo, se le había ofrecido comida y bebida, para saciar el hambre y la sed. El sacerdote y casi todos los ocupantes del monasterio rodeaban al guerrero, escuchando el relato de sus hazañas entre cucharada y cucharada de caldo. Ella se había sentado sobre la otra mesa, con los pies en el aire, los cuales se balanceaban de forma inquieta. También prestaba atención, pero su mente estaba enfrascada en determinar la mejor forma de abordar la tarea que tenía pendiente. Sus ojos se hallaban perdidos en el suelo de fría piedra, del que a veces, tenía la sensación de que aparecía el rostro de su señora, apremiante. No, eran simples imaginaciones, pero aquello no hacía otra cosa que ponerle más nerviosa aún.

Si había algo que no poseía Arisa, era don de gentes. Sí, era una joven amable, simpática y agradable, pero no se le daba nada bien la interacción social; menos aún con desconocidos. ¿Cómo iba a decírselo? “Oye, soy la elegida de la Diosa para comunicarte que todo eso que estás contando no es del todo cierto. Tú crees que acabaste con la Parca, pero volverá de las tinieblas para matarnos a todos si no haces lo que te digo.” Una sonrisa escueta y triste aleteó en sus labios. Sí, aquella era la forma perfecta para provocar las carcajadas y burlas de todo el mundo, en especial de William.

—Sobreviví a la muerte dos veces y la asesiné con mis propias manos —volvió a jactarse, henchido de orgullo—. Seguro que no encontráis nada parecido en las escrituras, mi estimado sacerdote.

—Tendría que consultarlas, pero, por lo que recuerdo, sois el primero que consigue semejante proeza. Estoy seguro de que seréis recompensado como corresponde; no sólo en Greenstone, sino en cada ciudad y aldea de Oriente —afirmó el clérigo, que estaba entusiasmado—. Deberíais disfrutar de un recorrido triunfal por la Tríada al menos.

—Seguro que eso irritaría enormemente a algunos altos mandos —repuso el otro, sin poder esconder un gesto de satisfacción—. Me conformo con el ascenso y las condecoraciones, al menos por el momento…

“Creído” —pensó ella, que había levantado la vista para observarlo. ¿Cómo podía ser tan fanfarrona una persona? Sí, creía haber realizado algo heroico, una victoria épica contra el mal, pero, ¿tanto embriagaba la gloria? Aunque… tal vez ya fuera así antes… “Seguro que no se cree nada de lo que le diga. Si lo hiciera, se estaría restando méritos a sí mismo. ¿Cómo diantres voy a hacerlo?” —se angustió.

Decidió que no tenía fuerzas para hacerlo aquel día. Sería mejor esperar a que el sol volviera a despuntar por el este. Quizás durante la noche, otra aparición divina le marcara el camino. Fue demasiado optimista. Apenas pudo conciliar el sueño. Rodaba a un lado y a otro bajo las cobijas, con la cabeza bullendo de actividad. Por mucho que se esforzaba, no encontraba un método que le pareciera apto al menos. Se veía a sí misma siendo rechazada una y otra vez, convirtiéndose en el objeto de burlas y chanzas.

Los gallos del corral cantaron, anunciando el amanecer. Arisa estaba agotada. Notaba los párpados pesados, incapaces de abrirse, pero no tenía más remedio. Además de aquel encargo de su señora, debía atender las tareas cotidianas. Bostezó sonoramente, frotándose los ojos. No fue capaz de retirar las molestas legañas que los sellaban, así que tuvo que levantarse y, casi a tientas, encaminarse descalza hasta la jofaina. Hundió las manos en ella y se lavó el rostro ojeroso con el agua fría, consiguiendo así despejarse un poco.

“¡Diosa! ¡Qué fría está!” —exclamó para sus adentros mientras se secaba con un paño. Luego, encendió la vela para alumbrar aquel pequeño cuarto sin ventanas, oscuro y angosto. Allí, sólo tenía el lecho, un discreto armario donde guardar la ropa y los útiles de aseo que acababa de utilizar; bueno, además de distintos abalorios con iconos sagrados. Se arregló a toda prisa y salió corriendo de allí, dispuesta a cumplir con sus quehaceres lo antes posible, para así disponer de tiempo para entregar el mensaje.

Aquel día, le tocaba fregar el suelo de la capilla. Aprovechó la coyuntura para elevar sus rezos al corazón de la Diosa y pedir que le diera fuerzas para afrontar su cometido. Luego, se arrodilló y, acompañada de un cubo de agua y un paño, dejó relucientes las baldosas. Cuando terminó, quitó el polvo del altar y de todos los instrumentos litúrgicos que se agolpaban sobre y en torno a él. Mientras lo hacía, no dejaba de pensar, pero estaba bloqueada por completo.

Tras haber realizado sus deberes, acudió casi por obligación al cuarto que le habían dispensado al forastero. Su mirada vagaba por el suelo, intentando hallar en las juntas del empedrado, escondida de alguna manera insospechada, la forma de que sus palabras fueran atendidas. Pero cuando llegó ante la puerta, aún no había resuelto el tema. Se quedó pensativa, como un clavo, forzando la máquina de pensar; todo fue inútil.

Pasaron unos segundos, un minuto… Lo más preocupante de todo era que ya ni siquiera pensaba en ello; sólo se agobiaba por su torpeza e ineptitud. Amagó un par de veces con tocar la madera con los nudillos, vacilante, pero siempre se arrepentía en el último momento. Entonces, como si la Diosa hubiera agotado su paciencia, se abrió de repente. Pudo ver cómo William salía, aunque quedó claro que él no la había visto, ya que la arrolló, tirándola al suelo con el ímpetu.

—pero, ¿qué…? —espetó, confuso, antes de mirar al suelo y darse cuenta de lo que había sucedido—. ¡Disculpadme! ¡No os he visto! —se apresuró a decir, agachándose para tenderle la mano.

—¡No os preocupéis! Suele pasarme —replicó ella, con el trasero dolorido por el golpe. Aceptó la ayuda y se incorporó—. Os lo agradezco.

—¡Vaya! ¡Sois realmente pequeña! ¿Cuántos años tenéis, niña? —comentó con sorpresa, luciendo una sonrisa divertida.

—¡No soy una niña! —contestó tajante, frunciendo el ceño—. ¡Tengo diecinueve años ya!

—¿En serio? ¡No puede ser! ¡Tratáis de tomarme el pelo! —pero, viendo que ella no retiraba su gesto de enfado, rectificó—: Nunca había visto a una persona adulta de tan escasa envergadura. Lamento el encontronazo, de veras.

—Ni vos, ni nadie —aseveró, relajando el rostro. Dio un gran suspiro y parpadeó mientras lo miraba—. Yo tampoco he visto a muchos hombres tan robustos.

—Cosa de la que me enorgullezco —apostilló, dando una apariencia bastante arrogante en aquel momento.

Después de eso, se hizo un silencio un poco incómodo. Ella no sabía qué más decir, ni siquiera para afrontar su encargo, y él se mostraba respetuoso, aguardando a que se despidiera para poder marcharse a desayunar seguramente. Arisa entrelazó los dedos, apretándolos con fuerza justo delante de su vientre. El tiempo de la duda había concluido. ¡Tenía que sacar valor de una maldita vez! Alzó la cabeza, mirando directamente a los ojos del guerrero con gesto serio.

—Escuchad, William —comenzó con la voz temblorosa, en parte por los nervios, en parte por la solemnidad que le estaba dando a su discurso—: Lo que voy a deciros parece una auténtica locura, pero podéis creerme cuando os digo que se trata de toda la verdad. —Hizo una pequeña pausa, dejándole desconcertado—. Habéis traído grandes nuevas con vos desde el oeste, mas me temo que no son del todo ciertas.

—¿Dudáis de mi palabra, joven monja? —inquirió, visiblemente molesto.

—¡No! ¡Habéis entendido mal! No pongo en tela de juicio vuestras hazañas, joven soldado —atajó, recalcando la palabra “joven”. “¿Crees que soy una chiquilla?”—. Veréis, antes de vuestra llegada, tuve… —Vaciló un instante, pero se armó de fuerza para revelárselo—: La Diosa se me apareció para entregarme un mensaje, cuyo destinatario sois vos.

—¿Un mensaje de la Diosa? —repitió, arqueando una ceja y cruzándose de brazos. “Sí, yo también me he oído decirlo. Suena a cuento” —pensó para sí—. Y… ¿qué dice ese mensaje para contradecirme?

—Nuestra señora me reveló que, a pesar de vuestros encomiables esfuerzos —adornó la explicación para que tuviese mejor recepción—, el final de la Parca aún no ha llegado. —La expresión del guerrero cambió entonces, a caballo entre el escepticismo y el miedo. “Así que también tenéis ese temor en vuestro corazón, como el resto de vuestros compañeros. Pero vos tenéis algo más… ¿Qué es? ¿Rabia? ¿Estáis rabioso porque el monstruo permanece con vida?” —barruntaba mientras dejaba que asimilara la noticia.

—Si eso es así… —comenzó con lentitud, arrastrando mucho las sílabas—, podéis empezar a rezar a la Diosa, porque ningún arma mortal es capaz de acabar con esa criatura… —dijo con severidad, más tenso de lo que nunca había visto a nadie—. Pero seguro que todo esto es una venganza por haberos llamado niña, ¿verdad? —añadió, no falta de esperanza su voz.

—Témome que no, William —respondió con firmeza.

—Entonces orad todo lo que sepáis, porque mis plegarias no han sido escuchadas —determinó con el rostro pálido.

—No estéis tan seguro —repuso ella, intentando infundirle confianza con una sonrisa—. Ella me dijo que aún podíamos hacer algo; ¡que vos podíais hacer algo!

—Lo dudo.

En ese momento, la conversación se vio interrumpida por un terrorífico grito que le heló la sangre a Arisa, y tampoco dejó indiferente al valeroso soldado. Provenía del exterior, filtrado entre los muros a través de la ventana que iluminaba el corredor. Se quedó paralizada por un miedo indescriptible, como si supiera el motivo de aquel chillido. Por el contrario, William reaccionó adentrándose de nuevo en su cuarto. Pensó que iba a esconderse allí como un cobarde, pero vio cómo alcanzaba su espada. Ya con ella en la mano, le lanzó una mirada a la chica, instándole a actuar.

—¡Vamos! ¡Hay que ver qué sucede!

De nuevo, un alarido desesperado, aunque esta vez se cortó de forma brusca. Corrieron para asomarse por la oquedad, sacándole el joven bastante ventaja en las pocas varas que les separaban de ella. Su mayor zancada era determinante. Cuando lo alcanzó, se coló por debajo de su brazo para poder ojear el exterior, quedándose completamente pálida al instante.

—¡Oh, no! ¡Por la Diosa…! —exclamó, horrorizada.

Aquel ser esquelético y espeluznante, envuelto en un sudario negro, la muerte personificada, se alzaba en medio del campo de cultivo. En la mano sostenía una espada con la que había ensartado de parte a parte a Olivia, una de sus hermanas de culto. El cadáver estaba despegado del suelo, con las extremidades al pairo y la cabeza girada hacia ellos, pudiendo distinguirse el gesto de angustia y desesperación que había quedado congelado para la posteridad. La sangre resbalaba por la hoja hasta caer al suelo, tiñéndola de rojo… ¿o es que era escarlata el acero?

—¡Maldito demonio…! —espetó el chico a su lado, con la mandíbula apretada con rabia. Un nuevo grito se escuchó, éste a la izquierda de su posición. Asomaron la cabeza y vieron que uno de los monjes había salido, alarmado, y acababa de encontrarse con la escena—. ¡Corre, imbécil! ¡Corre! —lo apremió.

William se disponía a saltar por la ventana para enfrentarse a la criatura. Jamás habría pensado que alguien podría caminar con tanta determinación hacia su propia muerte. Pero, por mucho que admirara su coraje, aquella no era la voluntad de su señora; ¡no podía permitirlo! Agarró su camisa por detrás, reteniéndolo, y él le dedicó una mirada inquisitiva.

—¡No podéis hacerlo! ¡Os matará!

—¡No temo a la muerte! —replicó con seguridad, aunque podía ver el miedo en sus ojos—. El destino se ha empeñado en cruzarme una y otra vez con la Parca. Satisfaré sus deseos de sangre, eso si no consigo destruirla de una vez por todas.

—¡Sois muy valiente! —admitió—. Pero caer en vano no ayudará a nadie. Si queréis tener al menos una oportunidad, ¡venid conmigo! —insistió.

—¿De qué demonios hablas?

—¡Era lo que trataba de deciros antes! —comenzó a explicarse—. Cuando se me apareció la Diosa… ¡Oh, Diosa! ¡Viene hacia aquí! ¡Corred! —exclamó con los ojos fuera de sus órbitas al verla acercarse.

Ya había llegado junto al alféizar y se disponía a mutilar el brazo del joven, cuando éste lo retiró. La hoja restalló contra la piedra, que saltó convertida en un montón de añicos. Por un momento, Arisa pudo ver ese destello azul y maligno en los ojos del espectro, así como la rabia reflejada en el del guerrero. Pero, de algún modo, éste cedió y la acompañó por los pasillos angostos del monasterio, perseguidos por las tinieblas.

A la chica le costaba seguir el paso raudo y constante de su aliado, y no era momento de perder el tiempo. Frunció el ceño, intentando acelerar, pero era incapaz. De pronto, un brazo fuerte la apresó por la cintura y la levantó en volandas, colocándola sobre el fornido hombro del soldado. Ello les permitió apresurarse, pero también ver al demonio que les acechaba a ella. Se le hizo un nudo en la garganta, pero tuvo fuerzas suficientes para indicarle el camino a su montura:

—¡Tenemos que ir a la capilla, William! ¡A la izquierda y luego el segundo corredor a la derecha!

Se mareaba un poco con la altura y el traqueteo, en especial con los giros. Pero lo que estuvo a punto de hacerle vomitar fue contemplar cómo el monstruo asesinaba a otro de sus compañeros que, a juzgar por su desconcierto inicial, no sabía aún lo que estaba pasando. Su cabeza rodó varias varas por el suelo, para luego ser aplastada por el pie esquelético. Aquello produjo un sonido bastante desagradable y esparció sangre y sesos por igual.

Cuando por fin llegaron a su destino, encontraron allí al sacerdote Mole. Aún desconocía lo sucedido, pues se hallaba inmerso en sus oraciones matutinas. Arisa no se detuvo a explicarle nada; el tiempo corría en su contra. William, por su parte, se afanó en cerrar las puertas del lugar, esperando que eso detuviera a la Parca durante un momento al menos.

—¿Q-qué está pasando? ¿A qué viene tanto ajetreo? —inquirió el clérigo, totalmente confuso.

—¡Ya os lo explicaré, padre! ¡Ahora no hay tiempo! —contestó ella, apartando al hombre de un empujón y subiendo al altar.

Alzó la mano hacia el cuello de la estatua, pero no llegaba a alcanzar el colgante que de éste pendía. “¡Maldita mi estatura!” —se dijo, asumiendo que tendría que encaramarse a la piedra y escalar.

Un par de fuertes golpes sacudieron entonces la puerta, sostenida con esfuerzo por el guerrero. Por el momento no cedía, pero debía darse prisa. Se aferró con uñas y dientes a la imagen de la Diosa y se elevó sobre su espalda, llegando hasta la altura necesaria. Al arrebatarle el abalorio, le pareció que un extraño y débil resplandor lo envolvió. Sentía una gran calidez emanando de él. “¡Es asombroso…!” —pensó.

—¿Qué demonios ocurre ahí fuera? —preguntó Mole, atemorizado por las arremetidas del ser.

—Demonio, no demonios —le corrigió el joven.

—¡William! ¡Venid, rápido! —lo apremió ella.

—¡Llamadme Will! —replicó, echando a correr como una exhalación.

Aquello permitió la entrada del espectro en la sala, que no perdió ni un segundo. Siguió los pasos del chico, arrollando al clérigo por el camino y dispensándole un buen tajo que acalló sus lloriqueos y rezos. Afortunadamente, el otro ya estaba al pie de la estatua. Arisa se estiró y depositó en torno a su cuello la rosa de los vientos, que refulgió entonces con mayor nitidez.

—Ahora, Will, ¡libradnos de ese monstruo!

La Parca se abalanzaba por la retaguardia dispuesta a finarlo de un solo golpe, pero él se giró con maestría y bloqueó la hoja escarlata con la suya propia, que emitía un brillo dorado. La chica suspiró aliviada, pues había oído las historias en las que contaban que todo el acero que desafiaba a la muerte se quebraba, excepto el de Rowan Cross. En ese caso, había lugar para la esperanza. Sonrió al ver que Will lo hacía también. “Estabais rabioso por no poder equipararos a vuestro enemigo, ¿verdad? Sois un hombre curioso, Will”.

—¡Vamos a ver de qué eres capaz ahora, montón de huesos! —espetó, lanzando una estocada con toda la intención.

El filo se hundió en la noche de aquel manto negro, haciendo retroceder al ente. Sus ojos relampaguearon, azules y fríos, sin un ápice de piedad. Rápidamente, su espada carmesí voló directa hacia el cuello de su oponente, pero éste la bloqueó con la suya, provocando que varias chispas salieran despedidas del lugar del impacto. El forcejeo siguiente dejó a Arisa sin aliento, expectante, sin que ninguno cediera ni una pulgada. “¡Ánimo, Will! ¡por favor, Diosa, dadle la fuerza que necesita!” —oraba interiormente, sin apartar la vista del combate.

—Ahora ya no eres tan invencible, ¿eh? ¡Te voy a pagar con creces lo que me hiciste! —masculló el chico entre dientes, haciendo un esfuerzo para doblegar al monstruo.

Lo consiguió y, tras decantar la balanza a su favor, lanzó una serie de golpes bien dirigidos. El espectro sólo pudo evitarlos retrocediendo y protegiéndose con su arma, dejando que el soldado ganase terreno. Sin embargo, no iba a ser tan sencillo. Después de aquel revés, la abominación se recompuso y plantó cara con fría determinación, igualando el ímpetu del joven, movimiento a movimiento. El rayo de esperanza que había penetrado en las tinieblas hacía un momento vacilaba ante su negro poder.

La chica intentó descender de su posición elevada, pero dio un traspié y cayó bruscamente, derribando varios de los instrumentos litúrgicos, incluidos un par de cirios. Éstos prendieron la tela que cubría el altar, agravando la situación. Ella se apartó antes de que las llamas alcanzaran su túnica. Las miró con impresión, sin coordinar sus ideas para tratar de apagarlas.

—¡Ah! —se quejó William, denotando sufrimiento.

Miró de inmediato en su dirección y vio que él seguía luchando, aunque, ahora, su mano izquierda estaba plantada sobre su pecho, como sosteniéndolo en pie. Pensó que le había alcanzado un mal tajo, pero su ropa no presentaba desperfectos. “¿Qué le pasa?” —se preguntó, desconcertada. Fue entonces cuando lo recordó—: “¡Estaba herido por la criatura! ¡Seguro que se le ha abierto!”.

—¡Will! ¡Aguanta! —exclamó, buscando la manera de ayudarle.

Tosió cuando el humo, cada vez más denso, llegó hasta su nariz. Los ojos le empezaban a picar por la irritación. “Por si no fuera mala la situación… ¡Eh! ¡Eso es!”. Sin perder tiempo, cogió la tela incendiada del extremo que aún se conservaba intacto y tiró de ella. La arrastró en dirección a la refriega, acercándose por el flanco a la criatura. Ésta, centrada en la contienda, no tuvo tiempo de defenderse. De lo contrario, seguramente, Will hubiera conseguido asestarle un golpe letal.

—¡Que las llamas te purifiquen, maldito demonio! —espetó con rabia.

Hizo un amplio movimiento en arco para lanzar la tela sobre el ser, notando cómo las lenguas ardientes se acercaban a sus manos y las lamían, obligándole a ahogar un alarido. Ésta quedó enredada en torno a él, como si de un abrazo abrasador se tratara. No sólo sirvió para entorpecer sus acciones, sino que el sudario de pesadilla que portaba se contagió del fuego. Aquello fue lo más cerca que la Parca estuvo de entrar en pánico, pero la distracción fue suficiente para abrir una brecha en su defensa.

Will, aprovechando la oportunidad que Arisa le había concedido, descargó la espada contra su cráneo con todas sus fuerzas. Éste se resquebrajó brutalmente, despidiendo un intenso fulgor azul. Sin un grito de dolor, sin un gesto de angustia, la figura se desplomó envuelta en llamas. Ambos contuvieron la respiración con el corazón en un puño, aguardando el resultado del ataque. El chico ya había visto a aquella cosa resurgir de sus cenizas, pero la Diosa les había ayudado aquella vez. ¿Sería suficiente?

—¿Estáis bien? —inquirió ella después de unos segundos en los que nada ocurrió.

—Más o menos —repuso, recuperando el aliento. Luego, sus ojos fueron a parar a las manos de Arisa, que estaban enrojecidas y llenas de hollín—. ¡Vuestras manos…!

—No os preocupéis, no es nada —mintió, reprimiendo las ganas que tenía de gritar a viva voz. Se limitó a morderse el labio inferior hasta hacerse sangre—. ¿Es el fin?

Will no contestó. Dirigió la vista a los rescoldos que aún permanecían en el suelo, cada vez más tenues, y ella lo imitó. Era extraño, pero, si sus ojos no le engañaban, sólo quedaba aquel sudario oscuro siendo consumido por las llamas. Los huesos que componían la forma física de aquel ser habían desaparecido. “¿Será una buena señal? ¡tiene que serlo!” —se obligó a pensar.

—Creo que esta vez ha sido su fin —sentenció el otro, agachándose para tomar la espada escarlata entre sus manos, que aún brillaba con la siniestra marca de la sangre—. El hombre que se enfrentó tres veces a la Parca; tres veces sobrevivió, y, al final, ¡la mató!

Con un rápido movimiento, descargó el arma contra uno de los bancos de madera donde se sentaban para orar. Éste se hizo literalmente astillas en la zona del impacto, cuando la mayoría de las hojas se habrían quedado hundidas en la madera, bloqueadas. Incluso llegó a clavarse en la baldosa de piedra que había debajo, agrietándola. Era lo más asombroso que Arisa había visto nunca; y, por como Will reía, lleno de vigor y satisfacción, él también…

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