¡Hola, queridos lectores!
Disculpad la espera, pero la verdad es que tengo muy poco tiempo para escribir últimamente. Aún así, voy a marcarme como propósito para el nuevo año cumplir con mis compromisos a este nivel. ¡A ver si lo consigo!
Pues ya tenéis aquí la séptima entrega de El último campo. Con ella, da comienzo una pequeña saga de interludio, que separará la primera de la próxima. En ella, sabréis qué pasó con Kilian después de su desaparición en el episodio 2, y conoceréis a un nuevo personaje. También se dan algunas pinceladas fundamentales al trasfondo del mundo fantástico en el que se desarrolla la historia.
¡Espero que os guste! Como siempre, ¡espero vuestros comentarios! Ah, ¡feliz año 2015 a todos!
El funeral de los náufragos
La noche había sido ajetreada, al menos para él. No sabía exactamente el motivo, pero no había podido conciliar el sueño. Era como un mal presentimiento, un pálpito de que algo malo estaba ocurriendo. Su cabeza parecía un torbellino de pensamientos inconexos; su cuerpo, un rodillo que giraba a uno y otro lado, tratando de encontrar el reposo. No estaba seguro de si había conseguido dormir algo, pero, en todo caso, no habría sido demasiado. Incluso, le había parecido escuchar un estruendo a lo lejos apenas unos instantes antes. ¿Truenos? El día había sido despejado, no era probable. Tampoco soplaba un viento tan fuerte como para haber derribado un árbol… ¿Qué sería? ¿Estaría relacionado con su inquietud? De todas formas, no era prudente salir a comprobarlo en mitad de la noche…
“Maldita sea mi carencia de amor por la vida” —se dijo Altanix mientras se enfundaba el abrigo de piel de lobo, una prenda cálida donde las hubiera. Le llegaba hasta las rodillas, abriéndose por la parte posterior también a la altura de la cadera. El pelaje de la superficie era de un tono gris sucio, con zonas amarronadas, ya desgastado por el paso del tiempo. Las mangas acababan de forma irregular, con cinco uñas adosadas a cada una. Lo miró detenidamente por un momento cuando ya estaba listo para salir, evocando recuerdos de tiempos mejores. “No se me ocurre mejor homenaje para mi amigo…” cogió la caperuza del perchero y se la colocó sobre la cabeza. Ésta había sido confeccionada con la testa del canino. Los colmillos parecían aferrarse a su frente y el hueco de los ojos había sido rellenado con un par de piedras pintadas para simularlos.
Abandonó la seguridad de su cabaña con sigilo, procurando no despertar a su padre, que había vuelto a quedarse dormido frente al hogar, con la pipa en la boca y el rosario de ojos de halcón en la mano. No estaba seguro, pero dudaba que pudiera tener visiones del futuro de aquella manera. Aún así, él era el druida jefe y no iba a cuestionar sus métodos, aunque el título lo ostentara únicamente por derechos maritales.
La puerta rechinó un poco al abrirse, pero su temor se disipó cuando comprobó que seguía sumido en un profundo sueño. Sonrió con satisfacción y dejó que el aire fresco de la madrugada acariciara sus cabellos albinos y largos, repletos de nudos. Sacudió la melena, que le llegaba casi hasta la mitad de la espalda.
No había dado ni cinco pasos, cuando una sombra surgió de la oscuridad, colocándose a su lado. La miró de reojo y sus labios se torcieron en una sonrisa. Su mano acarició el lomo del animal y éste le devolvió el gesto con el hocico. Sus ojos amarillos, vivos, inteligentes y depredadores, brillaban en la oscuridad a pesar de que la luna fuera una ínfima línea en el firmamento. “Cualquiera se moriría del susto al verlo…” —pensó, divertido.
—¿Tú tampoco puedes dormir? —le preguntó, y el animal asintió con la cabeza, emitiendo un gruñido sordo—. Entonces, ¿no son imaginaciones mías? —Negó esta vez, agitando el cuello con una rapidez pasmosa, casi graciosa, como si se sacudiera después de un chapuzón—. ¿Sabes qué está pasando? ¿Puedes llevarme al lugar del que procedía ese ruido? —inquirió en un susurro, agachándose hasta su altura.
El lobo le dio un lametón en la cara y emitió un débil gemido. Luego, se puso en marcha, siendo seguido de cerca por Altanix. Con la guía del olfato y el oído de Resky, le era mucho más sencillo avanzar a ciegas por el bosque. Sólo tenía que seguir las instrucciones que le daba: “gira un poco a la izquierda”, “todo de frente”, “cuidado, no te tropieces con esa raíz”… Él obedecía con diligencia y evitaba así todos los obstáculos que pudieran frenar su camino.
Llevaba ya un buen trecho, aproximadamente unos veinte minutos de paseo, cuando la claridad del inminente alba se empezó a filtrar entre las copas de los árboles. Los troncos se mostraban fríos y grises, cubiertos por los líquenes que abundaban en la zona. El rocío goteaba de las hojas más bajas, yendo a estrellarse en algunas ocasiones contra su capucha.
Al margen de sus pisadas y las de su compañero de senderismo, todo estaba en calma. No obstante, poco a poco, el bosque iba despertando de su sueño. Los pajarillos empezaban a cantar y los insectos a zumbar a su alrededor. “Alejaos” —repetía de vez en cuando en un murmullo, consiguiendo que le dejaran en paz. Era toda una bendición poder hacer aquello. Si no, no se imaginaba la cantidad de erupciones que luciría por todas partes.
El rumor de las aguas del arroyo llegó hasta sus oídos; primero tenue, casi indistinguible, pero luego con más fuerza. Como si alguien le hubiera dado una señal, Resky aceleró el paso, trotando entre la maleza, y no le quedó más remedio que darse prisa para no perderlo de vista. Algunos arbustos le hicieron arañazos en las manos, pero no se detuvo a preocuparse por ello o dar un rodeo.
Cuando por fin dio caza al lobo, éste se encontraba parado en la ribera. En un primer momento, no se percató, pues el cuerpo del animal lo tapaba. Sin embargo, al acercarse, pudo ver un niño tendido en el suelo. Era pelirrojo, de aproximadamente cuatro pies de estatura, y llevaba una indumentaria bastante extraña. Lo que más le llamaba la atención de ella eran los brazaletes de plata con forma de alas. ¿Acaso se creía un pájaro? Estaba inconsciente, quizás muerto, así que no descartaba que pudiera desear ser un ave y se hubiera lanzado absurdamente desde lo alto de un árbol…
—¿Qué dices? ¿Está vivo? —dijo al escuchar el gruñido de su amigo, que había empezado a darle lametones en el rostro al muchacho. Se agachó a su lado y, efectivamente, comprobó que aún respiraba acercando el dorso de la mano a su nariz—. La verdad es que no se aprecia sangre alrededor… —repuso, inspeccionando el cuerpo empapado más de cerca. Giró la mano y le soltó un par de bofetadas—. ¡Eh! ¡Vamos, chaval! ¡Despierta!
Sus ojos, del color del ámbar, se abrieron de golpe, clavándose en él primero, y luego en los de Resky. Como si hubiera visto a un demonio de las profundidades, se incorporó de un brinco, bastante alterado. Se protegía de una manera bastante inútil con los brazos por delante, con aire desafiante, aunque se notaba el miedo que tenía a una legua de distancia. El lobo lo miró un momento, emitiendo un gruñido sordo, pero luego giró la cabeza y soltó un gemido de desconcierto.
—Cree que te lo quieres comer —le explicó, provocando el bufido hastiado del animal. Se rió—. Tranquilo, pequeño. No va a hacerte nada —aseguró.
El chico volvió a fijar la vista en él, bastante receloso. Se estaba debatiendo internamente, pensando si debía fiarse o no. Era bastante natural. Después de todo, tenía una mascota bastante intimidante. Altanix también se lo plantearía dos veces.
No obstante, la presencia de un niño forastero allí era incluso más rara, al menos para él. La gente de las praderas no solía internarse en el bosque, y menos en el corazón del mismo, ni siquiera para atajar. Estaban convencidos de que los espíritus de los árboles o las fieras los retendrían para siempre o los devorarían sin compasión. Lo segundo aún estaba justificado, pero lo primero…
—¿Cómo te llamas, muchacho? ¿Cómo has llegado hasta aquí? —inquirió, viendo que no se decidía.
—¡No soy un niño! —protestó, poniendo mala cara.
—¿En serio? Pues no levantas ni dos palmos del suelo —replicó con sorna, cosa que le molestó bastante.
—¿Y tú qué? Un loco que camina por el bosque disfrazado de lobo… ¡junto a uno de verdad! —exclamó, pareciendo recordar entonces a Resky, que gruñó, disconforme.
—¿Esto? Es sólo un abrigo, no un disfraz —explicó, extendiendo los brazos a uno y otro lado—. Si no eres un niño, ¿qué te ha pasado? ¿Te has caído de un árbol de cabeza y has encogido?
—¡No, imbécil! —espetó—. ¡Soy un elegido!
—¿Un elegido? —repitió, arqueando una ceja y llevándose una mano a la cadera. El pequeño asintió con severidad—. ¿Elegido para qué?
—¡Un infante, idiota! —bufó, exasperado. Entonces, se oyó una especie de fuerte soplido. Como por arte de magia, el pelo y las ropas del pequeño se secaron al instante.
—¡Ah! ¡Un mocoso! —exclamó, comprendiendo al fin. El apelativo no le hizo la menor gracia, pero no dijo nada—. ¿Y qué haces aquí? —se interesó.
—Eh… yo… —murmuró, dubitativo. Se llevó la mano a la cabeza, como si no recordase bien lo ocurrido. Luego abrió los ojos como platos y chilló con un tono bastante agudo—: ¡Mery y los otros! ¿Dónde están?
—No lo sé. ¿Quiénes son? —respondió con absoluta tranquilidad, mientras el otro empezaba a rastrear los alrededores con la mirada, dando vueltas de aquí para allá.
—¡Mis compañeros de viaje! ¡Iba en una barca estelar y nos estrellamos! ¿Dónde están? ¿Están bien? —exigió saber, saltando contra él y agarrándose al cuello de su abrigo para intentar zarandearlo, sin éxito.
—No tengo ni idea. Aquí sólo estabas tú. Ahora, por favor, suéltame —terminó, dándole un empujón en el pecho, haciendo que cayera sentado en el suelo.
Algunas lágrimas se agolparon en sus ojos, a pesar de que se resistía a llorar. No creía que fuera por el golpe; tampoco había sido para tanto. Seguro que estaba pensando que sus compañeros habían muerto; o peor, que le habían abandonado. Sus pequeños dedos se cerraron, dejando surcos en la tierra húmeda de la ribera. Resky se acercó al verlo y, consolador, le dio un lametón en la cara que casi lo tira del todo al suelo, mitad por la fuerza del animal y mitad por el asco.
—¡Aparta, chucho! —espetó con aquella voz chillona de nuevo, quebrada ahora por la pena.
—¡Eh! ¡No lo trates así! —lo reprendió mientras el lobo retrocedía entristecido—. ¡Sólo intenta ser amable! —Un pequeño aullido corroboró su versión.
—Puede ser amable, ¡pero que no me llene de babas! —contestó, limpiándose luego la cara con el dorso de la mano.
—Ya has oído, Resky: nada de lametones. —Su amigo asintió, emitiendo un leve gemido.
El chico se quedó mirándolos alternativamente, desplazando los ojos de uno a otro cada pocos segundos, en completo silencio. Le devolvió la mirada con desconcierto, sin saber qué era lo que le preocupaba ahora.
—¿Qué sucede?
—¡Puedes… hablar con él! —exclamó, atónito.
—¡Claro que puedo hablar con él! ¿Tú no? —se extrañó.
—¡Cómo voy a entender lo que dice un lobo!
—No sé, como los moco… infantes sabéis hacer tantas cosas… —repuso, inclinando ligeramente la cabeza a un lado, algo decepcionado.
—Ésa no es una de ellas. ¿Cómo lo haces? —quiso saber.
—Pues… no lo sé, la verdad. Sólo lo hago. Es algo que todo druida sabe desde pequeño —respondió, vacilante.
El pequeño frunció el ceño, como si no se creyera aquello. Quizás pensara que le estaba engañando, que no quería decirle el método por ser un secreto ancestral o algo así. La única verdad era que él llevaba comunicándose con los animales muchísimo tiempo; tanto, que ya no se acordaba de alguna época en que no pudiera hacerlo.
—Aún no me has dicho tu nombre —comentó, cambiando de tema.
—Me llamo Kilian, Kily para los amigos —se presentó.
—Es un placer, Kily.
—¡No he dicho que seas mi amigo! —espetó, dejándole un poco descolocado. No obstante, enseguida soltó una sonora carcajada—. ¡Vaya cara has puesto!
—Así que eres un mocoso bromista, ¿eh? —le lanzó el dardo, cortando su risotada de raíz—. Yo soy Altanix.
—Encantado, Altanix. Así que, eres un druida. Había oído hablar de vosotros en las Llanuras Verdes del Ocaso, pero no se sabía gran cosa —comentó.
—No nos gusta demasiado salir de nuestro bosque —reconoció, aunque, personalmente, él se moría de ganas.
—¡Qué gente más rara! ¡Ahí fuera hay un mundo entero por recorrer! Ni te imaginas todas las cosas que he visto en mis años de viajes.
—¿Años? ¡No intentes engañarme! ¡Si tendrás diez como mucho! —se jactó, provocando el enfado del infante y su propia carcajada. Se la acababa de devolver.
—¡Cállate y ayúdame a buscar a los demás! —sentenció, echando a andar siguiendo el curso del arroyo.
—¡Eh, espera! ¡No vayas por allí! —le advirtió, extendiendo el brazo hacia él. Se detuvo y se giró.
—¿Por qué? ¿Es peligroso? —inquirió.
—No, en absoluto —negó tajantemente—. Pero si la corriente te ha traído hasta aquí, será mejor buscar hacia arriba, ¿no te parece?
El rostro del pelirrojo se congestionó, como si se hubiera encolerizado con su propio despiste. Sin mediar palabra, cambió de sentido, corriendo como si huyera de una jauría de perros salvajes. A Altanix no le costó demasiado seguirle a paso rápido. Medía casi cuatro pies más que él, de modo que cada una de sus zancadas equivalía a dos o tres del pequeño. Resky también los acompañó al trote, adelantando incluso al decidido mocoso.
No tuvieron que recorrer demasiado camino. Después de unas cien varas, encontraron lo que buscaban, eso sí, convertido en un montón de ruinas. La barca en la que Kily había surcado los cielos hasta allí se había destrozado por completo con el impacto, derribando varios árboles en el proceso. Las velas se habían desgarrado, los tablones estaban desperdigados por aquí y por allá, en bastante mal estado, y lo único que quedaba de sus compañeros eran los cadáveres. El lobo los encontró nada más llegar, aplastados bajo algunos de los maderos. El impacto había sido tan brutal que sus extremidades se retorcían de forma grotesca, con los huesos rotos por varios sitios; los cráneos se habían reducido a una masa sanguinolenta de carne, sesos y fragmentos óseos; los torsos se asemejaban a sacos llenos de polvo, hinchados en algunas partes y casi vacíos en otras. En definitiva, había sido una completa masacre. “Así que, este era el ruido que escuché…”
Se quedó contemplando la escena desde la distancia. Quería respetar el dolor al que aquel canijo se resistía a dar rienda suelta. Uno por uno, fue destapando todos los cuerpos, reconociéndolos por algún efecto personal o similar, ya que los rostros habían sido absolutamente desfigurados. Sollozaba en silencio, murmurando algunas palabras para cada cual, el último adiós, suponía. Le daba bastante lástima.
—¡Mery no está! —exclamó de pronto, esperanzado. Sin embargo, aquella alegría le duró muy poco—. Es cierto, él cayó por separado. Quién sabe dónde yace ahora su cuerpo… —recordó, desplomándose de rodillas, abatido.
Se acercó con paso lento hasta su espalda y tuvo que agacharse un poco para posar la mano en su hombro derecho. Como si hubiera prendido la mecha, Kily por fin rompió a llorar. Su llanto pareció estremecer al bosque entero. Aparte de eso, no se oían más ruidos; ni pájaros, ni insectos… casi ni el arroyo, el cual habían dejado una decena de varas atrás. Sus dedos se cerraron con más fuerza, tratando de reconfortarle, pero sabía que era inútil, igual que los pequeños gemidos tristes de Resky. Sólo cabía esperar…
Pasado un rato, aquel sollozo se fue atenuando, como si las lágrimas se le agotaran al fin. Su cuerpo seguía temblando de impotencia y tristeza, pero su garganta apenas emitía ya un débil quejido. Eso sí, se veía incapaz de abrir los párpados, pues permanecían fuertemente cerrados.
—Kily… ¿estás bien…? —se interesó. Apenas recibió una escueta negación como respuesta—. Ya, claro… Vaya pregunta más tonta —admitió,poniendo los ojos en blanco—. Si puedo hacer algo por ti… —se ofreció.
El infante no respondió de inmediato. Se llevó el dorso de la mano a la cara y se esforzó por secar las lágrimas que aún le resbalaban por las mejillas. Tosió un par de veces y, por fin, se puso en pie. Se giró y, lo que antes eran ojos del color del ámbar, ahora se veían mucho más enrojecidos, como un cielo prendido en llamas.
—Ayúdame a despedirles —pidió.
—¿Organizar un funeral? —inquirió, recibiendo un minúsculo asentimiento por su parte—. ¿Cómo los hacéis vosotros? Aquí, incineramos a los difuntos en una pira. Luego, esparcimos las cenizas por algún lugar en el que se sintiera a gusto en vida…
El pequeño abrió los ojos con asombro, casi como si le hubiera escuchado decir alguna barbaridad inconfesable. Su mandíbula se movía, pero no emitía sonido alguno. “¿Tan raro es? Es lo que se ha hecho siempre” —pensó.
—¡Los quemáis! —espetó por fin con tono acusador.
—Sí, así es.
—¡Asesinos! —bramó, enfurecido.
—¡Espera, espera! ¿He mencionado que lo hacemos cuando ya han muerto? —arguyó, desconcertado por aquella reacción.
—¿Eso qué tiene que ver? ¿Cómo van a alcanzar la vida eterna si los usáis como leños?
—Tampoco es eso… —murmuró, torciendo el gesto.
—Puedo entender la costumbre oriental de enterrarlos, pero… ¡esto es demasiado! —declaró, como si aquello fuese una atrocidad inhumana.
—¿Y qué es lo que hacéis vosotros? —preguntó, inquisitivo. Esperaba que tuviera una buena contestación.
—Ayúdame a juntarlos y te lo enseñaré.
Altanix se encogió de hombros y se dispuso a colaborar en aquella tarea. Pensaba que no le iba a ser fácil levantar algunos de los grandes maderos que cubrían parcialmente los cadáveres, pero el poder telequinético de aquel mocoso era fascinante. Podía levantarlos con la mirada, sin esfuerzo alguno, o eso era lo que parecía. Uno a uno, fue reuniendo los cuerpos en el suelo, alineándolos unos junto a los otros, tal y como Kily le indicaba. A pesar de lo grotesco de su estado, totalmente destrozados, la solemnidad de la escena era increíble.
—Éste es el último —dijo, dejando caer con estrépito una de las vigas más grandes, de forma que hasta los pájaros cercanos se asustaron y levantaron el vuelo.
—¿Algo más?
—No, así está bien. Ahora me toca a mí ejercer de guía —replicó, colocándose frente a los cuerpos.
El pequeñajo cerró los ojos y extendió las palmas de las manos hacia los caídos. La quietud se hizo en el lugar, como si todo el bosque respetara aquel silencio por sus amigos. Resky y él mismo observaban con atención, sin notar ninguna diferencia. No sabría decir cuánto tiempo se mantuvo así, pero estaba seguro de que fueron un par de minutos al menos. De pronto, los difuntos brillaron con el fulgor del sol y Altanix tuvo que entornar los párpados y protegerse con la mano. Un chillido estridente resquebrajó el aire durante un segundo, y luego, todo pasó.
—¡Maldita sea! ¡Menudos pulmones tienes, enano! —exclamó, golpeándose la oreja derecha.
—¿De qué hablas? Yo no he abierto la boca —contestó el otro extrañado.
El druida lo miró con severidad, con los brazos en jarra y una ceja arqueada. “¿Está intentando tomarme el pelo otra vez? No, no lo parece… Entonces…” El chico también lo miraba con intensidad, como si aguardara una explicación; una explicación que él no tenía, claro.
—¿Ahora vas a decirme que también puedes escuchar hablar a las almas de los difuntos en estado etéreo? —inquirió el pequeño, cruzándose de brazos con el ceño fruncido.
—¿Cómo que estado etéreo? ¿Es que hay algún estado más para un espíritu? —se jactó, soltando un bufido repleto de suficiencia.
—Otro —confirmó Kily. Parpadeó—. Pero no puedo explicártelo con palabras. Es algo que sólo podrías entender si lo vieras con tus propios ojos.
—Ah, ¿sí? Pues lamento decirte que nunca he visto nada a ese respecto. Comprenderás que me cueste creerlo —dijo—. Aunque, si vosotros lo asumís como normal… —Hizo una pausa, acariciándose la nuca con gesto pensativo—; supongo que es igual que nuestra facultad para hablar con los animales y las plantas.
—¿Las plantas? ¡Eso si que no me lo trago! —espetó, soltando una carcajada, como si hubiera contado un chiste genial.
—Yo dejaría de reírme de ese modo. Ese chopo te está mirando con mala cara… —advirtió, desviando los ojos hacia el árbol que el mocoso tenía detrás. Se giró y dio un salto hacia atrás como un verdadero resorte—. Pardillo… Los árboles no tienen ojos ni cara —se mofó, temblando por la risa contenida.
—¿Lo ves? ¡Sabía que me mentías!
—Ah, no. Hablar sí que pueden —aclaró con un ademán negativo.
Por la forma en que lo miraba, receloso e inquisitivo, tenía la impresión de que no creía ni una palabra. “Bueno, tampoco puedo hacerle una boca a un tronco y esperar a que hable en nuestro idioma” —repuso. “Tendrá que creerme, y si no, peor para él.” Se encogió de hombros, echando a andar de nuevo hacia la orilla.
—¡Eh! ¿A dónde vas? —espetó el pequeño, molesto por algún motivo.
—¿Yo? A mi casa —respondió con toda la naturalidad del mundo—. ¿Y tú?
La pregunta le cogió totalmente desprevenido. Se quedó con la boca entreabierta, sin saber qué contestar. Miró un momento hacia los restos de la barca estelar y luego deslizó la vista hasta el suelo con aire abatido. “Claro, ya no puede ir a donde quiera que se dirigiera; ni tampoco regresar a su hogar.” Se volvió hacia él con una mano apoyada en la cadera.
—¿Quieres venir? No sé qué diantres comeréis los mo… infantes, pero yo aún no he desayunado.
—¿Lo… lo dices en serio…?
—Eh, Kily. Si vamos a ser amigos, debes saber algo muy importante sobre mí —replicó, alzando el índice frente al rostro.
—¿Que estás pirado? Ya lo había notado… —repuso, ladeando la cabeza.
—La cordura es subjetiva; primera lección. —Levantó un dedo más, añadiendo una nueva base a su argumentario—. ¡Yo jamás bromeo con la comida!
Durante el camino de vuelta, Kily se mantuvo en silencio, aunque bastante receloso. A cada ruido extraño que llegaba a sus oídos, daba un respingo, se ponía alerta y miraba en todas direcciones, intentando identificar la amenaza. Altanix sólo podía reírse ante un comportamiento tan paranoide. Por supuesto, ello molestaba al pequeño viajero, pero a él le daba exactamente igual.
Cuando alcanzaron la linde del claro donde se situaba la aldea de los druidas, el mocoso se adelantó con aire aventurero, curioso y hasta osado. Observaba todo con minuciosidad; las cabañas, los árboles decorados con extravagantes motivos rituales, las ascuas de las hogueras… Aquel poblado apenas constaba de unas docenas de habitantes, pero sus gentes eran algo que no podía encontrarse fuera de allí.
Los druidas vivían en armonía con la naturaleza, manteniendo una conexión mística y profunda con ella, con todo su entorno, algo que llevaban desde pequeños en lo más hondo de su ser. Aunque eran físicamente iguales a los humanos, salvo algunos rasgos característicos, como los colores extraños de cabello o de ojos, en realidad, según los mitos de la creación, no tenían nada que ver. Los infantes también se asemejaban a niños, pero tampoco se podían catalogar como humanos.
De hecho, el nacimiento de la raza de los elegidos y la de los hombres era diametralmente opuesto. Mientras que los primeros habían sido creados por Roca, otorgándoles un poder casi divino y una vida larga, los segundos se habían tenido que contentar con la bendición de Fuego, surgiendo como seres ardientes, explosivos y efímeros. Su aparición no había sido contemporánea, sino que los humanos eran tardíos.
Los druidas, en cambio, eran hijos de Árbol, la más grande de las deidades, y la que más temprano cayó. Su vida era larga, sí, pero no en el mismo sentido en que lo era la de los mocosos. Ellos crecían y envejecían a un ritmo humano, llegando a ancianos después de media centuria y marchitándose hasta morir. La que era longeva era su alma. Desde pequeños, todos los druidas sabían que tarde o temprano morirían, pero su espíritu se uniría a la corriente vital que recorría el mundo, que impregnaba los árboles, los ríos y los animales. Algún día, cuando estuvieran preparados, se reencarnarían en un nuevo retoño, y así sería mientras el mundo siguiera bañado por la luz del sol, la luna y las estrellas.
Una de las disciplinas más comunes entre los suyos era la genealogía. Ésta no se entendía como el trazado de ascendentes paternos y maternos, sino como el descubrimiento de las vidas pasadas del alma. Solía practicarse mediante la vía de la meditación profunda, hallando reminiscencias sensoriales, fragmentos de experiencias antiguas o pensamientos de aquellos que habían sido con anterioridad. Así, la educación de su pueblo no se basaba en aleccionar a los niños, sino en enseñarles a recordar todo lo que ya sabían. Altanix ya cursaba su séptima encarnación, lo que lo clasificaba como “joven” para los estándares de su especie.
—Pues es menos impresionante de lo que esperaba —declaró Kily, volviéndose hacia él.
—¿Y qué demonios esperabas? —inquirió, poniendo los brazos en jarra y ladeando la cabeza—. ¿Una ciudad? Vivimos en medio de un bosque —hizo notar con un gran ademán que recorrió todo el frente.
—No sé, esperaba… algo más —repuso, dubitativo.
—¡Ah, claro! ¡Es que aún no has visto los unicornios! —exclamó, chocando el puño contra la otra palma.
—¡Eso es! ¡Algo así esperaba! —afirmó con entusiasmo renovado.
—Pues lamento decirte que, si no los has visto, es porque no los hay —replicó, soltando una carcajada.
Por supuesto, el pequeño no se tomó nada bien la broma y volvió a fruncir el ceño, cruzado de brazos. «Se diría que está concentrando sus poderes de mocoso para reducirme a cenizas con la mirada» —pensó, aunque no se alteró en absoluto. Alguien lo llamó desde la distancia. Al mirar de reojo, vio a Generix, el ayudante de su padre, que ya estaba despierto. Por su gesto, no traía buenas noticias.
—¿Qué se te ofrece, amigo? —preguntó, avanzando hacia él.
—¿Amigo? —repitió, adoptando un gesto idéntico al de Kily—. ¡Sabes muy bien que debes tratar con más respeto al acólito del druida jefe! —lo reprendió.
—Tienes razón, señor acólito. Por favor, perdona mis faltas —se disculpó, añadiendo una pequeña reverencia que no carecía de mofa.
—¡Estúpido engreído…! —masculló entre dientes el hombre, lanzando una maldición en una lengua ininteligible. «¿Eso ha sido el idioma de los jabalíes?» —se preguntó—. ¿Crees que por ser el hijo del jefe puedes tratarme como si fuera inferior?
—No, sólo como si fueras mi igual —respondió con resolución, sin darle la más mínima importancia—. Pero no te ofusques, no es por ser hijo de nadie —añadió al ver la congestión de su rostro.
—¡Escucha, mocoso! —espetó Generix, perdiendo la paciencia. Lo cogió por el cuello y lo zarandeó—. ¿Sabes con quién estás hablando? ¡Llevo treinta y una reencarnaciones ya! Cuando llegues a la mitad, podrás pavonearte como un niñato pomposo. Hasta entonces, ¡más vale que me guardes respeto! —amenazó, echándole el aliento en la cara.
—¡Ah! ¡Genial…! —Apartó la cara, arrugando la nariz y agitando la mano frente a ella—. ¡Ya has vuelto a beber ese maldito licor a base de flores! ¡Parece que hayas atracado la perfumería de una reina!
Eso colmó la paciencia del acólito, que no dudó en propinarle un cabezazo que lo derribó. Altanix cayó de espaldas al suelo, aturdido, con un punzante dolor en la frente, justo entre las cejas. Se llevó instintivamente la mano allí, pero se encontró con los dedos humedecidos. «Sangre… Me ha hecho una brecha el muy bruto…» Parpadeó, tratando de que las cosas dejaran de girar en torno a él; fue inútil.
—¡El jefe druida quiere verte! ¡Más vale que te apresures! —advirtió, marchándose a paso ligero después de haber descargado la ira contra él.
—Mírate… —dijo la voz de Kilian a su lado—: ¿quién es el mocoso ahora?
Sonrió, pero aquel gesto hizo que le doliera más la cabeza. Se tocó la frente, intentando calmar el sufrimiento, pero fue inútil. Entonces, notó las manos del infante posarse sobre la suya. Desconcertado, abrió los ojos y lo miró con dificultad, intentando enfocar la imagen.
—¿Qué demonios…?
—¡Cállate y no te muevas! —espetó el pequeño.
De pronto, notó una cálida sensación que reconfortaba su dolor. Se regocijó en ella, dejando que lo envolviera como el abrazo de una madre cuando acuna a su bebé. Las manos del chico despedían un resplandor dorado, o eso le parecía. «¿Está usando sus poderes? Querrá aprovechar para destrozarme la cabeza por la chanza. Eso explicaría por qué ya no me duele…» Pero no, sabía la respuesta a lo que hacía perfectamente: le estaba sanando.
—Gra-gracias… —musitó.
—¡Te he dicho que te calles! —espetó el otro de malas formas, aunque le sonrió.
Aproximadamente un minuto después, Kily se retiró y se quedó cruzado de brazos. Altanix se llevó la mano a la frente y comprobó que, de una manera asombrosa, de la brecha, sólo quedaba la cicatriz. Ya no sangraba ni le dolía apenas; sólo una pequeña molestia. “Es sorprendente el poder de estos niños…” —se dijo mientras se incorporaba, ya con plena claridad mental. Miró al pequeño con gesto agradecido.
—¿Sabes? Empiezo a arrepentirme de haber aceptado tu invitación. Aquí os saludáis de una forma muy dañina —repuso, agitando la cabeza a uno y otro lado.
—¡Tranquilo! Gracias a que eres un enano, tu cabeza no está a la misma altura y no pueden hacerte lo mismo —replicó él, encogiéndose de hombros—. A ti te golpearían con… —miró hacia abajo y luego desvió la vista, antes de que el chico lo fulminara con un relámpago de sus poderes místicos—; con el puño…
—¡Ah, ¡sí! ¡Tanto mejor! —bufó, ampliamente sarcástico.
—En fin, vamos a ver qué quiere padre —determinó, encaminándose de vuelta a su casa.
Resky lo siguió de cerca, interponiéndose entre ambos y dedicándole un gruñido sordo al infante. Lo miró de reojo. «¿Está celoso porque ha sido capaz de curarme?» —pensó, sorprendido. Era cierto que él y el lobo eran grandes amigos. Pero nunca habría pensado que sería capaz de sentir ese tipo de cosas cuando hubiera personas de por medio. No obstante, estaba claro que sí.
—Eres una caja de sorpresas, amigo —dijo, acariciándole el lomo con afecto—. Pero deberías gruñir más a Generix y menos a Kilian. —El animal alzó la vista y gimió de forma lastimera—. Sí, ya sé que no puedes atacar a ninguno de los druidas o padre te castigará. —Puso los ojos en blanco—. Sólo digo que le metas un poco de miedo en el cuerpo…
—Pero ya sabes el dicho: perro ladrador, poco mordedor —comentó el pelirrojo, ganándose un gruñido más fiero por parte de la bestia.
—No le gusta que le llamen perro, no lo es —le informó, dando un suspiro—. Si no vinieras conmigo, ya te habría destrozado el cuello a dentelladas.
—¿En serio? —Se quedó pálido de repente, tomando consciencia del peligro que representaba el lobo, a pesar de estar domesticado—. Lo siento, Resky…
Éste hizo un gesto despectivo con la cabeza y se alejó, perdiéndose entre las cabañas. Altanix se detuvo frente a la puerta de su hogar, pero Kily estaba absorto mirando la carrera del animal. Siguió caminando y chocó contra él, cayendo sentado al suelo. El albino soltó una pequeña risotada, apenas audible, aunque sus hombros temblaban notoriamente.
—¡Mira por dónde vas!
Abrió la puerta y, refunfuñando, el infante le siguió al interior. Allí, sentado en el suelo, enfrente del hogar, se encontraba su padre. Estaba desayunando una infusión. “Menta, si no me engaña el olfato” —pensó—, “con una cucharada de miel.” No sabía si aquel remedio para la resaca funcionaba realmente, pero al menos le quitaba ese apestoso aliento a hierba de la boca.
Crudatorix era un hombre bastante desmejorado por el paso de la edad, aunque tampoco era tan anciano. Tenía la piel arrugada como la corteza de un tronco y el pelo negro lleno de canas del color de la ceniza. Era delgado, casi huesudo, y llevaba puestos unos harapos poco limpios. Su mirada era cansada y ausente, como la de alguien que ha vivido demasiado tiempo, y el pulso le temblaba al sujetar el cuenco de madera. En torno al cuello, llevaba colgados un montón de abalorios que, si no supiera que la mayoría estaban huecos, su peso superaría al del portador. Había dejado el cayado con el que se sostenía a un lado, apoyado de mala manera contra la pared, de modo que se había caído al suelo.
—Buenos días, padre —saludó sin mucho ánimo. Casi sentía repugnancia por aquel hombre—. Generix me ha informado amablemente de que me buscabas.
El jefe druida giró vagamente la cabeza para dedicarle una escueta mirada reprobatoria. No obstante, sus ojos fueron a parar al infante enseguida. Su expresión cambió dos veces en apenas un instante; primero, sorpresa, y luego, desprecio. Hizo un ademán para indicarles que se sentaran, pero no emitió ni una palabra, al margen de un gruñido ronco que no podía considerarse como tal.
Le hizo un gesto con la cabeza al chico pelirrojo, arqueando las cejas, como muestra de que no tenía ni idea de por qué aquella reacción. Se aproximó a la mesa baja que dominaba la salita, junto al hogar, y se colocó enfrente de su padre. Kilian lo imitó, aunque de manera más enérgica. Aquel pequeñajo no dejaba de mirarlo todo con curiosidad, como si fuera la primera vez que veía las ascuas, las pieles o la carpintería rudimentaria. Era gracioso.
—Has contrariado a mi acólito —sentenció con aquella voz grave y rasgada por el humo de la pipa.
—Generix es un…
—Y para colmo, has traído a la aldea a uno de esos mocosos, hijos de Roca. —Carraspeó para escupir como insulto, pero sufrió un ataque de tos repleto de flemas.
—¡Eh! ¿Qué tienes en nuestra contra? —protestó Kily con aquella voz chillona. Crudatorix hizo un ademán para que bajara la voz.
—Me duele la cabeza. Sufro de migrañas —explicó.
—Sufres de demasiado gusto por la hierba—le corrigió su hijo con aire indignado.
La mirada que le echó el hombre fue fulminante. Si hubiera podido lanzar una llamarada por los ojos, en aquel instante, estaría reducido a cenizas. Por suerte, no era capaz ni lo sería nunca. Los druidas no poseían esa facultad, ni siquiera los más grandes, los que habían pasado a las canciones. Su padre no era más que un charlatán; un charlatán con suerte que se había desposado con su madre. “Ella sí que era una druida de verdad” —se repetía a menudo, acrecentando el desprecio por él.
—Deshazte del mocoso —ordenó.
—No tengo intención —repuso, encogiéndose de hombros—. Si tanto te molesta que esté aquí, hazlo tú mismo. Yo le he invitado.
—No me desafíes… —advirtió, frunciendo el ceño.
—¿Es demasiado desafío coger a un enano como éste y lanzarlo fuera del poblado? —inquirió, señalando claramente al muchacho.
—¡Eh! ¡Que estoy aquí! —volvió a protestar.
—Si no obedeces, tendré que aplicar un castigo ejemplar. Faltar al respeto del acólito del jefe druida es una falta grave; traer a un hijo de Roca, lo es aún más.
—¿Desde cuándo? Nunca he escuchado esa norma —replicó sin vacilar—. ¡No haces más que inventarte reglas! ¿No tienes otro entretenimiento mejor?
—¡Desde ahora! —espetó, dando un golpe sobre la mesa y alzando la voz. Inmediatamente, se llevó la mano a la cabeza—. No me hagas enfadar; hoy no…
Altanix apenas fue consciente de lo que hizo a continuación. Con un movimiento rápido y violento, golpeó el cuenco que había encima de la mesa, lanzándolo hacia un lateral. Acabó rodando por el suelo, con todo su contenido derramado. Padre e hijo cruzaron entonces la mirada. Crudatorix se mostraba atónito. No era capaz de creer lo que acababa de hacer.
—Hacer eso… es una falta de respeto al jefe druida… una falta muy grave… —murmuró como si recitara de memoria una ley que sólo existía en su cabeza, aún incrédulo.
—No sabes cuánto me cuesta no hacer lo mismo con tus licores y tus hierbas de fumar —masculló entre dientes, incapaz de reprimir aquellos sentimientos que le punzaban el corazón como cuchillos—. Ojalá madre siguiera con vida… ojalá no te hubieras convertido en un fumador charlatán… ojalá… —“tuviera el valor para hacerte lo mismo que al cuenco” —pensó, pero no fue capaz de decirlo en voz alta.
—¡Altanix! —exclamó con los ojos muy abiertos. Se diría que tenía miedo de algo—. ¡Retira eso inmediatamente! ¡Discúlpate!
—¿Qué debo retirar? ¿La verdad? —preguntó con un tono jocoso—. Si no te gusta, vuelve a beber y a fumar, y vete lejos de este mundo otra vez. —Se cruzó de brazos y bufó, sosteniéndole la mirada.
—No… no me dejas alternativa…
Se incorporó con dificultad, ayudándose de su cayado. Altanix no pudo evitar percatarse de que temblaba más de lo habitual. “De furia” —supuso. Sin embargo, no había ira en su rostro. Sólo miedo; pavor. “¿Qué demonios le pasa? ¿Teme que le dé una paliza? Debe ser eso.” No se movió ni un centímetro. Sólo continuó con la vista clavada en sus ojos, desafiante.
—¡Altanix, hijo de Crudatorix y Ceseatrix! ¡Yo te destierro!
El último campo - El funeral de los náufragos (sólo texto) por Estrada Martínez, Francisco Javier se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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