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El último campo: 008 - Ceseatrix

¡Hola, queridos lectores!

Aunque no tengo mucho tiempo disponible para atender el blog, he querido cumplir con la entrega de este mes de El último campo. En esta ocasión, quizás sembrando un precedente, el capítulo continúa donde lo dejamos el mes anterior. Desterrado, Altanix le cuenta a Kily la historia de su madre y se revela por qué le tiene tanto rencor a su padre.

¡Espero que os guste! La versión en PDF ya está actualizada y los e-books se actualizarán próximamente. Como siempre, aquí os dejo el capítulo en una entrada propia del blog. ¡Disfrutadlo!

008 - Ceseatrix

Kily no entendía del todo qué era lo que estaba sucediendo. Los dos druidas se habían olvidado por completo de él y ahora mantenían un enfrentamiento verbal, que había llegado hasta el punto de derramar aquel brebaje por el suelo. Conocía a Altanix desde hacía un par de horas nada más, pero estaba claro que aquel asunto era algo que se había acumulado a lo largo del tiempo hasta estallar con aquella violencia. El chico albino se había mostrado como alguien tranquilo y distendido hasta el momento. El cambio repentino le había cogido completamente desprevenido. No sabía qué hacer ni qué decir. La tensión entre ambos podía cortarse con un cuchillo. Y entonces, todo se precipitó:

—¿Desterrado? —repitió el elegido, mirando alternativamente a uno y otro—. ¿Es que aquí los destierros se despachan por cualquier estupidez?

La mirada que los dos le echaron no fue precisamente amistosa. A uno se le notaba el desprecio y el rencor en los ojos; el otro estaba demasiado enfadado como para atender a razones. «Será mejor no decir nada más. No quiero acabar siendo el chivo expiatorio de estos dos» —decidió.

—¿Sabes qué, padre? —empezó Altanix, con una nota de peligro contenido en la voz—. No sabes cuánto tiempo he anhelado este día… Estoy harto de que me trates como a un ser inferior, de que no me permitas tomar mis propias decisiones… Pero, sobre todo, estoy harto de tu hipocresía, de tus vicios y de cómo mancillas el nombre de mi madre —concluyó entre dientes, con la mirada agresiva clavada en los ojos de su progenitor. Kilian podía ver cómo apretaba los puños bajo la mesa, reprimiendo la ira—. ¡No eres más que un charlatán borracho!

—Tú no lo entiendes… —musitó el druida jefe, que temblaba más que antes. «Pero no es miedo hacia su hijo lo que percibo…»

—¡Nunca entiendo nada! —espetó, golpeando la mesa con los puños—; pero eso se acabó.

El chico se incorporó con brusquedad y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas. Tanto Kily como el otro se quedaron inmóviles, mirando. No obstante, el elegido se puso en pie de un salto y siguió a la única persona a la que podía considerar amiga en ese momento; si el resto de druidas eran como el jefe, no quería ni pensar en lo que le harían si se quedaba merodeando por allí.

—¡Altanix! —lo llamó casi cuando ya habían abandonado la cabaña, haciendo que el joven se detuviera—. ¡Tu madre…!

—¡No oses mentar a mi madre! —replicó, tajante, dándose la vuelta con un gesto fugaz—. ¡Nunca te la mereciste! ¡No sé qué demonios vio en ti cuando se casó contigo!

—¡Escucha…! —le pidió con un aspecto lastimero.

—¡Ya he escuchado demasiado! Estoy desterrado, ¿no? ¡Descuida! ¡No volverás a verme por aquí! —aseguró, volviéndose de nuevo para marcharse definitivamente.

Salió de la cabaña a grandes zancadas y Kilian no tuvo más remedio que intentar seguir su estela a la carrera. «Su padre quería decirle algo importante» —pensaba, mas no quería verse en la tesitura de que la ira que el joven desprendía por cada poro de su piel, recayera sobre él. De improviso, una masa peluda surgió de un lateral, prácticamente arroyando al infante por el camino, que tropezó y casi se da de bruces contra el suelo.

—¡Eh! ¡Ten más cuidado! —espetó a Resky, que había acudido para ver qué le sucedía a su amo, o cualquiera que fuese la relación entre ambos.

Siguió a los dos hasta que salieron de los límites de la aldea de los druidas, tras lo cual, aflojaron el paso, permitiendo que les alcanzara. Aún así, Altanix no le dirigió la palabra, ni siquiera la mirada. Tenía la vista clavada en el frente, con el ceño fruncido, como si aún estuviera descargando el odio contra su padre. Pensó que, de haberse tratado de un miembro de su pueblo, varios árboles estarían reducidos a cenizas en aquellos instantes.

Aquella expresión que tenían los humanos de “fulminar con la mirada” le hacía mucha gracia a Kilian. No todos los elegidos tenían el poder necesario como para desintegrar un objeto, incluida una persona, sólo con la mirada. Sin embargo, los más antiguos y poderosos de los de su raza, sí que poseían conocimientos suficientes sobre el último campo como para hacer realidad literalmente la frase. El poder más común de su pueblo era la telequinesis, y también era el más sencillo de aprender. No obstante, aquellos que seguían la senda del estudio y la meditación, podían llegar a desencadenar deflagraciones, provocar relámpagos e, incluso, pequeños seísmos. Se decía que algunos de los elegidos más legendarios, habían conseguido desatar tormentas incluso. Claro que, en ese último caso, eran sólo habladurías. Él nunca había visto a nadie hacer gala de un poder tan descomunal. «Lo que no quiere decir que sea mentira» —repuso, pues hacía cientos de años que no habían tenido que emplear sus habilidades para combatir.

Un buen rato en silencio después, llegaron nuevamente hasta orillas del arroyo donde se habían encontrado por primera vez. Justo al borde del agua, el druida se detuvo, y se arrodilló, hundiendo las manos en ella. No lo hacía para beber. Sólo estaba mirando la superficie cristalina, que despedía destellos intermitentes al reflejar la luz del sol. El lobo estaba a su lado, mirándolo con gesto compungido y emitiendo gemidos de lamento.

—Perdona, Kilian —dijo finalmente, después de un par de minutos. La frustración se percibía en cada sílaba—. Siento que hayas tenido que presenciar ese espectáculo tan desagradable.

—Yo siento más no haber podido comer nada, como me habías dicho —replicó con sinceridad, aunque sabía que no estaba falto de humor. Consiguió arrancarle una risotada, aunque estaba teñida con una nota amarga.

—No te preocupes. El bosque es un lugar ideal para encontrar comida, aunque no sé si será a la que estés acostumbrado —repuso, incorporándose, con los brazos goteando.

—Por lo general, la gastronomía humana es bien distinta de la nuestra —explicó, aunque, técnicamente, él tampoco era del todo humano—. Aún así, no me importa. Soy un hombre abierto a nuevas experiencias culinarias.

—Eso es bueno —aseveró el druida, alzando la vista hacia el cielo, azul y despejado.

—¿Estás bien? —inquirió, pareciéndole que ya no había peligro.

—No —contestó con sequedad.

Kily se acercó hasta la orilla, mientras Altanix se sentaba allí, sobre la hierba fresca y húmeda que bañaba el arroyo. Se quedó de pie, pues sentirse más alto que su interlocutor le ayudaba a pensar mejor y, sobre todo, a tener el valor suficiente para hacer ciertas preguntas comprometidas. Quizás no fuera asunto suyo; quizás sólo lo fuera de Altanix y su padre; quizás no lograra entenderlo, ni siquiera en parte; pero le consideraba su amigo y era su obligación intentar ayudarle. «Qué bonito suena…» La realidad era que le picaba la curiosidad, y en él, esa faceta era extremadamente aguda. No hubiera podido resistirse ni aunque su vida estuviera en peligro inminente.

—¿Qué es lo que pasa entre tu padre y tú?

—Es una larga historia —respondió cansinamente tras un pequeño silencio, soltando luego un suspiro. Como no continuaba, decidió insistir:

—Soy muy longevo; tengo toda la vida por delante.

El druida soltó un bufido, mitad de desagrado, mitad divertido. Lo miró de reojo, con una expresión extraña, como si intentara bucear en la mente de Kily para saber qué demonios se le pasaba a aquel infante por la cabeza. «No es la primera vez que me miran así; y ojalá pudiera decir que siempre han sido otros ajenos a mi raza…» Le aguantó la mirada y, finalmente, se vio obligado a ceder.

—Está bien, pero será mejor que te pongas cómodo —advirtió.

—Estoy cómodo así —aseguró. Ni por todo el oro del mundo se sentaría, aunque nunca había entendido bien esa expresión humana. «Hay mil cosas más valiosas que el oro.»

—Como quieras… —convino, cerrando los ojos después.

Altanix debía estar ordenando las ideas. Seguro que era un tema al que daba vueltas constantemente en su cabeza, pero exponerlo ante un extraño que apenas conocía un par de costumbres de los druidas, como saludarse a golpes, era complicado. Kily intentó aguardar pacientemente, aunque se sentía más ansioso de saber a cada segundo que transcurría.

—Mi madre —comenzó finalmente— se llamaba Ceseatrix. Ella era la hija del jefe de la aldea anterior, por lo que le correspondía desempeñar esa labor cuando mi abuelo falleciera —explicó.

—¿Sucesión hereditaria en el poder? Los humanos siempre han tenido extrañas costumbres, mas pensaba que los druidas estaríais hechos de otra pasta —comentó el infante, arqueando una ceja.

—Puede parecer una costumbre absurda —admitió—, pero tiene un significado mucho más poderoso en la genealogía de los druidas. Nosotros nos reencarnamos a través de las generaciones. No obstante, los druidas más importantes y sabios, pertenecen a una rama muy concreta de descendencia. Es como si Árbol aún velara por nosotros y procurara mantener la pureza en el liderazgo de su pueblo —intentó explicar, aunque, ahora que lo pensaba, ni él mismo lo entendía muy bien.

—¡Es como el Gran Consejo! —Al notar que el joven albino lo miraba con desconcierto, Kily hizo un ademán despreocupado—. ¡No, nada! ¡Cosas mías! Sigue, por favor. —Iba a continuar con la historia, cuando el elegido tuvo una nueva ocurrencia—. Entonces, ¿tú serías el sucesor de tu madre como jefe druida?

—Sí, debería serlo, aunque he sido desterrado —repuso, acariciándose el cabello, confuso—. No sé cómo lo harán esta vez. Mi padre era sólo jefe consorte, mientras yo alcanzaba la madurez y superaba la prueba de las Mil Canciones.

—¿Mil Canciones? —repitió, sin tener ni idea de a qué se refería.

—Eso no importa ahora, ya te lo explicaré algún día. Si no, no avanzaré con lo que hay entre mi padre y yo —sentenció. Muy a su pesar, Kilian aceptó, con el gesto compungido—. Mi madre, además de pertenecer a la rama de los jefes druidas, era la más poderosa que nuestro pueblo había visto en muchas generaciones. Tenía la experiencia de cuarenta y nueve transmigraciones a sus espaldas, y sus poderes eran asombrosos. Decían que era capaz no sólo de curar las heridas físicas de cualquier ser vivo, sino también las emocionales. Además, sus dotes premonitorias superaban con mucho las aspiraciones de cualquiera de los nuestros. Veía el futuro con casi total nitidez, a pesar de que el tiempo es cambiante y cualquier mínima alteración puede afectar a los acontecimientos. Muchos intentan anticiparse mediante artes extravagantes y complejas, pero ella lo veía como nosotros vemos ahora este paisaje.

—Era una mujer realmente extraordinaria entonces —admitió el infante, aunque le costaba creer que hubiera alguien capaz de aquello, mucho más, fuera de los de su raza.

—Ya lo creo que lo era —asintió el chico—. Todos lo reconocían, de modo que le pedían consejo para casi todo, pues poseía una sabiduría digna de cincuenta vidas. Era muy querida, ¿sabes? No conozco a nadie que haya dicho nunca una mala palabra de ella…

A medida que iba hablando, Kily podía notar la nostalgia que Altanix sentía al recordar todo aquello. Su fiel lobo se mantenía a su lado, acariciándole el hombro con el hocico, intentando animarle. «Sin duda, hay una comunicación muy estrecha entre los druidas y su entorno, pero este animal supera todas las expectativas. Me pregunto cuánto tiempo llevarán juntos. ¿Desde que fuera un cachorro? Probablemente, sí. Actúan como dos hermanos» —pensó.

—¿Y dónde entra tu padre en toda esta historia? —inquirió, viendo que se había detenido, perdido en los recuerdos tal vez.

—Mi padre fue uno de los druidas a los que ella curó —replicó, alzando un poco la vista y perdiéndola entre la maleza del otro lado del arroyo—. Él había sido capturado por los salvajes del este en una incursión poco usual dentro del bosque. No sabemos muy bien qué era lo que intentaban obtener de él, pero lo torturaron hasta la demencia. Cuando lo soltaron y regresó, era más un fantasma que un hombre —explicó, con el rostro sombrío—. Sólo las hierbas más fuertes podían consolar su dolor y aplacar las pesadillas que lo atormentaban. Muchos pensaron que moriría en poco tiempo, pero mi madre no se resignó. —Negó con la cabeza con firmeza—. Se acercó a él, le escuchó, le dio afecto y, finalmente, logró sanar todas las heridas que le habían infligido.

—¡Esos malditos…! —espetó Kily entre dientes, dando una patada a una piedrecilla, que acabó chapoteando en el agua—. ¡Ojalá murieran ellos y su diosa impía! —bufó, malhumorado.

Notó que Altanix lo miraba de un modo extraño, casi inquisitivo, como si estuviera juzgándolo con aquellos ojos penetrantes. Por algún motivo, bajó la cabeza y se le encendieron las mejillas. «¿Por qué me siento así? Es como si me hubieran echado la bronca los jefes del muelle de carga» —se dijo, extrañado. Se forzó a dirigir la vista hacia él, pero éste ya la había vuelto a clavar en el agua.

—No sé lo que Ceseatrix pudo ver en él, pero el caso es que ambos se enamoraron. Supongo que será uno de esos síndromes o complejos protectores; no lo sé a ciencia cierta —dijo, siendo evidente el desprecio que sentía hacia su padre—. El caso es que formalizaron su unión ante el Árbol Sagrado y me concibieron a mí.

—¿Tenéis un árbol sagrado? —se sorprendió Kilian, con algo de mofa en la voz.

—Sí —confirmó el otro, dirigiéndole una mirada bastante severa—. Es el cadáver de Árbol, que murió para concedernos la vida a muchos seres de este mundo.

—¿Pero quién es ese Árbol del que habláis? No dejas de mentarlo, pero es como si no fuese una planta —observó, intrigado y ofuscado a partes iguales.

—Árbol es la diosa primordial, la madre de Fuego y Roca —contestó, poniendo gesto de desconcierto, como si esperase que lo supiera—. Vosotros adoráis a Roca, ¿no?

—Nosotros somos fieles devotos de Esterea —le corrigió, elevando el índice frente a sí.

—¿Qué importa el nombre? Es sólo eso, un nombre; como moco… infantes —determinó, encogiéndose de hombros.

—¡Pero Esterea no tiene madre! ¡Eso es blasfemia! —exclamó, bastante contrariado. ¿Cómo se atrevía aquel muchacho a profanar así el nombre de su creadora y protectora? No podía consentirlo—. ¡Ella es una diosa! ¡Discúlpate de inmediato!

—No voy a disculparme por decir la verdad —repuso.

—¿Cómo puedes decir que eso es la verdad? ¡Es ridículo! ¿Cómo puedes saberlo?

—Es un conocimiento que se ha transmitido desde el alba de los tiempos, a través de generaciones, dentro de nuestro pueblo —respondió con toda naturalidad.

—¿Y das por cierto algo que llevan diciendo unos fumadores de hierbas a lo largo de los siglos? ¡Por favor…! —protestó, indignado, cruzándose de brazos.

—¿En qué te basas tú para negarlo? —preguntó Altanix, cogiéndole un poco desprevenido.

—¡Pues…! —vaciló, pensando una buena respuesta—. ¡Porque es así! ¡Es lo que nuestros sacerdotes predican y…!

—Así que, a ti también te lo ha dicho alguien —sentenció el druida, con una sonrisa sarcástica dibujada en los labios.

—¡No lo compares! ¡Nosotros combatimos junto a Esterea hace siglos!

—Y nosotros recordamos las cosas que vivieron nuestras anteriores encarnaciones, hace miles de años —repuso él, encogiéndose de hombros—. Quedarán pocos moc… infantes tan longevos, y seguro que todos han perdido ya la cabeza.

—¡Oye! ¡No te burles! —advirtió, bastante cabreado con la actitud de aquel extraño.

—Mira, es inútil que sigamos discutiendo. No vamos a ponernos de acuerdo —estimó el druida—. ¿Qué te parece si dejamos a los dioses al margen y nos volvemos a centrar en mi madre? —sugirió.

—Está bien —aceptó a regañadientes, con el rostro aún congestionado—. ¡Pero no vuelvas a blasfemar!

—Te lo prometo —aseguró—. ¿Por dónde iba? Ah, ¡sí! Mis padres se unieron en matrimonio y poco después, nací yo —repitió. Kily asintió, conforme—. La verdad es que no recuerdo gran cosa de mi madre. Yo era muy pequeño aún cuando ella…

—¿Qué edad es temprana para vosotros? —le interrumpió. El albino lo miró, desconcertado—. Los humanos consideran a los suyos adultos a partir de los quince años, más o menos; nosotros… ¡bueno, depende un poco…! ¿Y los druidas?

—Nosotros no tenemos estipulada una edad —explicó, negando con la cabeza—. Aunque solemos alcanzarla más o menos a la par que los humanos, los druidas no consideran a uno de los suyos adulto hasta que no es capaz de superar la prueba de las Mil Canciones.

—¿Y en qué consiste esa prueba? —se interesó.

—Oye… —Altanix suspiró—. Si vas a interrumpirme a cada cosa que diga, no acabaremos nunca. ¿Qué te parece si dejo eso para otro momento?

El infante frunció el ceño. Ante todo, era alguien tremendamente curioso. No poder satisfacer sus inquietudes en aquel mismo instante era una prueba en sí misma. «Seguro que ese rito no es tan duro como esta tortura…» —se dijo. No obstante, aunque le sostuvo la mirada durante un buen rato, su recién conocido amigo no parecía dispuesto a ceder en aquello. Tal vez era por su vida, notablemente más corta. «Quizás deban aprovechar mejor el tiempo» —repuso, no del todo convencido. Al final, asintió.

—Bien, como decía —retomó el relato—, de mi madre sólo recuerdo sus caricias, sus sonrisas, sus abrazos y sus lecciones. Sí, desde tierna edad, ella me instruyó en las artes de los druidas. Aún era un pobre niño al que le costaba hablar, pero era la mejor que ha habido nunca. Como maestra, era capaz de enseñarme, aunque yo no fuera consciente de ello. —A medida que Altanix hablaba, una sonrisa se iba perfilando en sus labios; primero una insinuación, luego perfectamente clara. Estaba claro que el recuerdo de su madre le era muy agradable, aunque triste a la vez—. Hacía que pareciera un juego, un divertimento, cuando en realidad me estaba transmitiendo toda su sabiduría. Pronto me entendí a la perfección con Resbo, el padre de Resky, aunque apenas podía hablar con los de mi pueblo. Si he de serte sincero, es mucho más sencillo entenderse con un animal que con una persona. Sus razonamientos son mucho más simples y mucho menos estúpidos —apuntó, dedicándole una sonrisilla burlona.

—¿Me estás llamando estúpido? —inquirió el elegido, cruzándose de brazos y arqueando una ceja.

—¡No! ¡Para nada! Cualquiera puede ir río abajo buscando el lugar del accidente —se excusó en un tono que no resultaba creíble.

—Continúa… —pidió Kily, enfurruñado por la burla.

—Como decía, aprendí mucho y rápido. A los cinco años, ya había recordado una de mis vidas pasadas. —Levantó la vista hacia el cielo, como si estuviera rememorando algo que había sucedido hacía siglos—. Sí, todos decían que era un prodigio, un digno heredero de Ceseatrix. Ella lo había logrado un año después, a los seis, y también fue todo un hito en la historia de los druidas.

—Así que, ¿eres una especie de genio? No lo aparentas, la verdad —comentó.

Aunque en parte aquel comentario era fruto de su orgullo, por haberse mofado, lo cierto era que Altanix no tenía el aspecto que consideraría apropiado para un erudito o un maestro de nada. Salvo cuando hablaba de su padre, no dejaba de tener aquella expresión circunstancial e insulsa, como si nada importara realmente. Era como mirar a una hoja movida por el viento. A veces se veía un lado y a veces otro, mas nunca daba la sensación de que opusiera ninguna resistencia. Era como si tuviera inculcado el extraño dogma de dejarse llevar por la corriente del destino. «¡Me pone enfermo!»

—¿Y qué pasó? —insistió, al ver que se había quedado callado, inmerso en sus propios pensamientos.

—Ella murió —sentenció, y entonces una sombra cayó sobre su rostro.

—¿Cómo?

—Mi madre… se quedó embarazada por segunda vez. Yo… yo estaba ilusionadísimo. Iba a tener un hermano, ¿lo imaginas? Era muy feliz —aseguró. Podía notar la emoción en el brillo de sus ojos, en las lágrimas que luchaba por controlar—. Pero nada sale nunca como debe…

—¿Murió en el parto? —inquirió, vislumbrando la verdad.

—Sí, más o menos. —Bajó la cabeza, apesadumbrado, y prosiguió—: Por aquel entonces, un mal terrible aquejó al bosque. Los árboles y las plantas se secaban, se retorcían y se pudrían; los animales caían enfermos y morían; incluso los druidas se veían sometidos a un mal constante. Mi madre, como jefa de todos ellos y el mayor prodigio que hayamos conocido, encontró la fuente del mal. Junto a Crudatorix, partió sin demora a combatirlo. Aquella vez, aquella… Yo estaba acostado ya, aunque no estaba dormido. Ella entró en la habitación y me plantó un beso en la frente… Yo… yo la veía con los ojos entrecerrados, sin dejar que viera que estaba despierto. Ella me miraba… me miraba sonriendo… Se estaba despidiendo de mí… Y yo… yo… no me movía; no abría los ojos; no decía nada…

En aquella ocasión, el joven no pudo reprimir más sus sentimientos. Las lágrimas recorrían ya sus mejillas y la voz se le quebraba, luchando contra el llanto. Kilian lo miró detenidamente, como si acabara de descubrirlo por primera vez. Aquella hoja movida por el viento albergaba en su interior un gran amor por alguien a quien ya no podía dárselo, más fuerte incluso que el rencor que profesaba a su propio padre. Le posó la mano en el hombro, intentando consolarle.

—Lo siento mucho —musitó.

—No pasa nada —replicó, secándose el rostro con el dorso de la mano.

—Sí, sí pasa —lo contrarió—. Yo acabo de perder a mis amigos… Sé lo que se siente…

Altanix asintió e incluso le pareció que llegaba a murmurar «gracias», aunque no estaba del todo seguro. Se tomó un momento para desahogar el dolor, pues no podía continuar con la historia en aquellas condiciones. En aquella ocasión, el infante se mostró paciente, mucho más de lo que pensaba que podría serlo. Sólo intentó transmitirle su apoyo con aquel simple gesto, una mano en el hombro.

—Cuando… cuando mi padre regresó… lo hizo solo —prosiguió, aún sollozando—. Mi madre había roto aguas en mitad del trabajo que tenían entre manos, pero no había dilatado bien. Crudatorix tuvo que practicarle una cesárea para sacar al bebé… y las mató… ¡él las mató…! —gritó, golpeando la superficie del agua con los puños, lleno de rabia—. ¡Era un druida y no sabía practicar una mísera cesárea…! ¡No es más que un borracho inútil!

Ahora lo entendía. Todo aquel rencor que Altanix albergaba en su interior, no podía ser sólo fruto de que su padre fumara hierbas o bebiera licores más de la cuenta, ni siquiera de que fuera un desastre como druida. No, lo que realmente le había hendido el alma en plena infancia, era aquel momento. Culpaba a Crudatorix de la muerte de su madre. Para él, era casi como un asesino, pero a la vez, su padre. Kily no podía ni imaginar el sufrimiento que aquello debía provocarle. Además, también había sido el fin de la pobre criatura que crecía en las entrañas de Ceseatrix. No sólo la había perdido a ella, sino también a un posible hermano o hermana.

—Altanix… —El joven lo miró de reojo, sin volver el rostro, bañado en lágrimas—. Lo siento…

—No es culpa tuya —replicó él entre sollozos, pasándose el dorso de la mano por la cara—. Sólo es culpa suya…

El infante decidió guardar silencio. Algo en la voz del jefe druida, en la reacción que había tenido ante la rebeldía de su hijo, le decía que él también lamentaba la pérdida de Ceseatrix tanto o más. Tenía la impresión de que había algo que inquietaba a aquel hombre, algo que Altanix no sabía, pero sólo eran conjeturas. Después de todo, ni siquiera los infantes podían leer la mente; al menos, no era común.

Resky, que se había mantenido al lado de su amo, amigo o lo que fuera, durante toda la historia, trataba de consolarlo ahora con gestos cariñosos y lametones. Aquello pareció animar un poco al chico, que esbozó una sonrisa triste. Le devolvió las caricias a lo largo del lomo y del cuello, haciendo que el animal meneara la cola, feliz.

—Lo sé, Resky —afirmó—, pero he de marcharme. —El lobo emitió un gemido lastimero, entre protesta y lamento, y se abalanzó sobre él, impidiéndole levantarse—. ¡Resky! —exclamó—. ¡Yo tampoco quiero separarme de ti! Pero mi padre me ha desterrado y no puedo llevarte conmigo. Tu hogar es el bosque —explicó, abrazando el peludo cuerpo—. No puedes venir. Lo entiendes, ¿no?

La fiera profirió un gruñido, descontento con la decisión del druida, mas se apartó con aire entristecido. Hombre y animal se miraron fijamente a los ojos durante unos segundos, pareciendo que se decían un sinfín de cosas con la mirada. Después, ambos sonrieron, o eso se le antojaba que hacía Resky. «Es difícil saber si un lobo sonríe» —repuso. Altanix se puso en pie, echando la vista atrás con una expresión melancólica.

—¿Dónde piensas ir? —inquirió Kily, rompiendo el silencio que reinaba.

—No lo sé, la verdad. No tengo ningún lugar a donde ir —admitió, encogiéndose de hombros. Había recuperado aquella despreocupación natural, como una hoja mecida por el viento. «Eso es buena señal.»

—No lo creo. Tienes todo un mundo por conocer, mil sitios que visitar —arguyó el elegido, ladeando la cabeza—. Lo que no tienes es un hogar.

—Sí, ahora soy un vagabundo, supongo —convino, suspirando luego.

—Oye… —comenzó, sintiendo que debía ayudar a aquel joven—, tú me has acogido en tu hogar cuando lo he necesitado; o al menos, ésa era tu intención. Creo que lo menos que puedo hacer, es invitarte al mío.

Altanix bajó la vista hacia él, mirándolo con sorpresa. Desde luego, no debía esperarse un ofrecimiento así. Era cierto que los extranjeros no solían poner un pie en la tierra de los infantes, pero, realmente, no había ninguna ley que prohibiera su presencia. Era más la desconfianza que tenían de ellos, debido a sus habilidades sobrenaturales, que el recelo que su pueblo pudiera guardar hacia los demás pobladores de la Tierra entre los Grandes Abismos. Le dedicó una sonrisa, indicándole que no era una chanza.

—¿Qué pasa? ¿No te convence la idea?

—No, es sólo que… ¿Las puertas son así de pequeñas allí? ¿Tendré que ir a gatas por todas partes?

Aquel comentario volvió a molestar a Kilian, que se cruzó de brazos y frunció el ceño con indignación. En cambio, el druida se rio a carcajada limpia. No sabía por qué le gustaba tanto hacerle rabiar con aquellas bromas estúpidas, pero lo cierto era que empezaba a sacarle de quicio. El joven le puso una mano en la cabeza, pero él la apartó de un manotazo, alejándose un par de pasos.

—¿Es que no tenéis sentido del humor? ¡Vaya calvario me espera…!

—Si quieres venir, sígueme. Sólo tenemos que ir hacia el oeste —resolvió, sorteando el arroyo con un salto que desafiaba la gravedad.

—¡Eh! ¡Espera! ¡Yo no puedo hacer eso! —advirtió Altanix, que tuvo que coger carrerilla para saltar a la otra orilla. Al aterrizar, se dio la vuelta y agitó la mano para despedirse de su fiel amigo Resky—. ¡Te prometo que volveré algún día! Entre tanto, tu padre cuidará de mí —aseguró, ajustándose bien el abrigo de piel de lobo.

Por fin, emprendieron la marcha, dejando atrás los aullidos del animal, que dedicaba una última canción, según el druida, a su amigo que partía. A él no le parecía que tuviera afinado el tono ni encontraba agradable aquel sonido; en cambio, Altanix sonreía, soltando alguna lágrima por la emoción, como si disfrutara de aquel canto que sólo él podía escuchar.

—¿Se puede saber qué es lo que dice esa canción? —inquirió, frustrado por la curiosidad.

—Es una canción que solía cantarme mi madre por las noches. Yo se la cantaba a Resky cuando era un lobezno —explicó. Luego se aclaró la voz y se dispuso a cantar:

 

«Cuando la noche sea oscura

y no puedas ver la luna,

si se apagan las estrellas

y no sabes qué hacer,

quizás no te has de mover.

 

Cuando la muerte te aceche

y el mundo entero tiemble,

si los dragones despiertan

y no sabes qué hacer,

quizás no te has de mover.

 

Entonces recordarás

Que por cada paso atrás,

Uno adelante has de dar

Para en el sitio no quedar.»

 

Kilian vio de reojo cómo el joven sacaba algo de un bolsillo interior del abrigo. Al volver la cabeza, comprobó que se trataba de una diminuta esfera blanca. No parecía una perla, o al menos, no como las que había visto. No tenía ningún brillo y se le antojaba menos pulida de lo normal.

—¿Qué es eso? —se interesó.

—Un recuerdo de mi madre —explicó, extendiendo la mano para mostrárselo más de cerca—. Es una semilla. Mi padre dice que siempre la llevaba consigo y que quería que la tuviera yo.

—¿Es un amuleto o algo similar? —inquirió, tomándola entre los dedos para observarla mejor.

—No lo sé, no es que me haya traído mucha buena fortuna hasta el momento —confesó, encogiéndose de hombros—. Para mí, es sólo un recuerdo, una manera de tener siempre cerca a mi madre…

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El último campo - Ceseatrix (sólo texto) por Estrada Martínez, Francisco Javier se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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Mantener nuestros documentos controlados es fundamental a la hora de acometer cualquier trabajo. Da igual si se trata de escribir cuentos, novelas, tesis doctorales... En algún momento, nuestros documentos empezarán a bifurcarse, ya sea en diferentes versiones de borrador, ya sea en experimentos para avanzar en la historia. La forma más simple de acometer esta labor es generando diferentes versiones de nuestros documentos. Sin embargo, esto requiere de un proceso manual. Es más, es posible que no recordemos en qué versión hicimos cierto cambio si sólo las diferenciamos de forma numérica. Por ese motivo, he estado investigando cómo aplicar Git, un sistema de control de versiones muy utilizado en desarrollo software, para escribir. En este tutorial os enseñaré las facilidades que nos ofrece y os compartiré un trabajo que he realizado para facilitarnos la vida.

El Real Madrid hace arder el cosmos

Era la década de los 80. La era de la quinta del buitre. Noche a noche, remontada a remontada, se construían los cimientos de aquello que Valdano llama el miedo escénico. Esas epopeyas que se transmiten todavía hoy de padres a hijos entre el madridismo. Los gritos de la afición se convertían en energía para los jugadores. Energía para un terremoto que demolía las torres más altas del continente. Por desgracia, aunque el Real Madrid se postulaba como candidato a ganar la Copa de Europa, el sueño no llegó a materializarse. Pero los ecos quedaron resonando en los vomitorios, en las gradas, en el túnel de vestuarios... Fantasmas que reposan en paz hasta que sienten la llamada. Espíritus que se levantan como el jugador número doce cuando la situación lo amerita. Almas imperecederas que se honran cada partido en el minuto siete y que, como los Muertos de el Sagrario en El Señor de los Anillos , esperan el momento de saldar la deuda que contrajeron en su momento. Cumplir el juramento que no p