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Las noches de Nick

¡Hola, queridos lectores!

Quiero compartir con vosotros algunos relatos a cuenta de Nick Halden, mi personaje en una partida de rol de Vampiro: la Mascarada. Se trata de un tipo que hurde todo tipo de tramas para conseguir dinero sin dar palo al agua, un animal social al que no le gusta estar en lo más bajo de la pirámide. Este primer relato os mostrará un poco su personalidad y su forma de hacer. ¡Espero que os guste!


Las noches de Nick

El panel luminoso del ascensor iba elevando la cifra que marcaban. Podía verlo de reojo, mientras besaba a aquella joven abogada. Era castaña, de figura esbelta y mirada coqueta. Llevaba un vestido verde bajo el abrigo, a juego con los pendientes esmeraldas. Llevaba los labios pintados de un tono rosado, muy suave, o al menos, los había llevado. En aquel instante, la pintura se había corrido bastante e impregnaba también los míos.

—Deberíamos esperar hasta llegar a tu apartamento; no queda tanto —advertí, separándome un poco, sin dejar de mirarle a los ojos en todo momento.

—¡Sí, claro…! —Una risa nerviosa. Se separó de mí, balanceando el peso de una pierna a la otra, como una niña a la que acaban de pillar haciendo alguna travesura—. ¡Perdona! ¡Te he manchado! —se disculpó, acercándome los dedos a los labios.

Los alcancé con suavidad con la mano, guiándolos a través de la comisura, sin dejar que se llegaran a separar del todo, ni siquiera una vez que había cumplido con su objetivo. Kate, que así se llamaba la chica, tenía las mejillas arreboladas, y no todo se debía al efecto del exquisito vino francés que habían servido en la fiesta.

—¡Y-ya hemos llegado! —anunció después de que se abrieran las puertas de la cabina.

Se zafó sin mucha dificultad del agarre y tropezó con el pequeño escalón que había quedado a la salida. Por suerte para ella, estuve rápido de reflejos y la sostuve a tiempo, rodeándola con ambos brazos. Me detuve más de lo necesario, acariciando el vientre de la mujer a través de la fina tela de su vestido. Soltó un suspiro casi imperceptible. El arrullo de sus labios cada vez se apreciaba con más nitidez.

—¿Estás bien? —le susurré al oído, a través de los mechones ondulados.

—¡S-sí…! ¡Gra-gracias…! —asintió, recuperando la compostura. La solté y se dirigió hacia una de las puertas del descansillo, encendiendo la luz por el camino—. Creo que he bebido un poco más de la cuenta —se excusó.

—Suerte que te he traído yo entonces —repliqué, esbozando la mejor de mis sonrisas.

Eran ya las dos de la madrugada y el metro, obviamente, ya estaba fuera de funcionamiento. Los autobuses todavía pasaban, aunque con una frecuencia mucho menor. Los que habían asistido a la fiesta ofrecida por el señor Torvalds, entre los que nos contábamos, teníamos la perspectiva de salir tarde, de modo que había que llevar coche. Había estado lanzando el cebo a aquella muchacha durante parte de la noche y, ya en el aparcamiento, se había ofrecido a llevarla con la galantería debida. Ella había mirado alternativamente al coche y a mí, pero la decisión estaba clara de antemano… ¿no?

Pasé tras ella en silencio, llegando al salón de la casa. Era un piso pequeño y moderno, de un dormitorio y lo justamente necesario para vivir. Si había empleado tiempo en seducir a Kate, no había sido porque pensara sacar rédito económico de ello. Había dos motivos muy importantes: el primero era que tenía hambre; el segundo, que se trataba de una joven muy hermosa, inteligente y, en cierta manera, divertida.

—Voy al baño —me informó—. Espérame. Ponte cómodo —añadió, dedicándome una sonrisa juguetona, una sonrisa que le devolví, acompañada de un guiño.

La vi marchar mientras dejaba el sombrero colgado de un perchero, junto a la entrada. También me deshice del abrigo. Luego me senté en el sofá, esperando a que la chica saliera.

Como iba diciendo, se trataba de una chica muy atractiva en general, toda una fruta dulce. Sin embargo, no penséis que la cosa tendría un final feliz; ni siquiera una continuación feliz. Lo más probable era que no nos volviéramos a ver nunca más; o si nos veíamos, tal vez volviera a surgir una noche de pasión entre ambos, pero nada más. «¿Y qué hay del amor? ¿Por qué no cogerle afecto a una persona tan excelente? ¿No encaja dentro de tus gustos?» Sí, por supuesto que me gustaba. Pero no creo en el amor.

¿Qué es el amor? Desde luego, no creo que sea un sentimiento profundo del alma. Nunca he tenido la sensación de querer a una persona por encima del resto. Ni siquiera a mis padres, a los que no veo desde que discutí con ellos, poco después de que Leblanc me abrazara. El amor es un engaño; el amor es ese sentimiento que tenemos hacia las personas con las que nos sentimos a gusto y compartimos mucho tiempo, porque sí que es cierto que el roce hace el cariño. Por otro lado, el amor es una excusa barata y socorrida; la excusa para los momentos en que hacemos estupideces o cometemos actos terribles. No dejo de pensar en lo absurda que resulta la gente que dice matar por amor a su dios, a su bandera o a su pareja; incluso a ésta última. El amor es una fachada que las personas creamos, al igual que los vampiros han compuesto la Mascarada, para poder pensar que no somos tan malos, que nuestros actos responden a alguna clase de sentimiento bondadoso. Así es más fácil, por ejemplo, tener celos sin notar que estás tratando a una persona como a un objeto. Esto lo pensaba antes, pero ahora que estoy muerto, con más firmeza.

La puerta del baño se abrió y de él salió Kate, sólo con el vestido ya, sin zapatos, ni maquillaje, ni joyas. Se acercó como una tigresa se aproxima a su presa acorralada, con los ojos iluminados por el destello de la lujuria. Le devolví el gesto pícaro, haciendo un hueco para que se recostara sobre el sofá, apoyándose en mi pecho. Me besó despacio, a conciencia, mientras sus dedos ágiles deshacían el nudo de la corbata. Sumergí la mano diestra en las ondas de su cabello, mientras con la izquierda le recorría la espalda con suavidad, perfilando las curvas de su cuerpo.

—¿Ya te has quitado el sombrero? —inquirió en un ronroneo—. Nunca habría dicho que me gustaría un hombre que llevara uno de ésos, la verdad… —añadió—. Pero te sienta muy bien.

—Gracias —contesté con apenas un susurro en sus labios, llegando a rozarle la pierna con las yemas de los dedos.

—¿Por qué lo llevas? —preguntó con una nota de curiosidad insoportable.

—Hace frío fuera —resolví con simpleza, deslizando un dedo a lo largo de su cuello. Noté cómo se estremecía sobre mí.

—¿Sólo por eso? —insistió, desabotonando ya la camisa.

—Me gusta la elegancia de lo clásico —agregué.

No era del todo mentira. Los trajes y los sombreros me resultaban prendas muy cómodas, con las que me sentía muy a gusto. Era como si hubiera nacido para llevarlos. No obstante, también había otros motivos que me empujaban a utilizarlos. Por un lado, llamar la atención de la gente siempre venía bien cuando uno quería entablar el primer contacto con alguien importante. Era como crear una predisposición, un interés por su parte. Por otro lado, llevar el sombrero sobre la cabeza me resultaba reconfortante. Quizás parezca una tontería, pero para alguien acostumbrado a ocultar sus intenciones como yo, tenerlo puesto era una especie de consuelo, como si nadie pudiera ver a través de él lo que se me pasa por la cabeza.

—¿Sabes? Desde que te he tocado por primera vez y te he notado tan frío…

—¿Te has preguntado si podías darme calor? —Rio, dejando la chaqueta sobre el respaldo—. Está claro que sí…

—Es anticientífico que alguien helado pueda hacerme subir tanto la temperatura…

—¿Te vas a poner a hablar de ciencia ahora…? —repliqué, besándole el cuello.

Las prendas volaron, dejándonos piel contra piel. Lo que fue de aquella noche, de la pasión desatada entre nosotros, se halla perdido, entremezclado entre un mar de escenas similares, una sinfonía de gemidos y gritos que llevaba sonando desde que era un adolescente. Lo que sí es seguro, es que después del éxtasis carnal, llegó el del beso. Clavé los colmillos en su muslo, cerca de lo más íntimo de su ser, y por segunda vez aquella noche, casi se desmaya de placer. Noté la sangre caliente recorriéndome la garganta y aquella sensación acuciante de hambre, se calmó casi al instante. Como siempre, la bestia amenazaba con salir a la superficie, pero me contuve, bebiendo sólo un poco. No quería causarle una anemia.

La dejé rendida en la cama, dormida. Eran ya casi las cinco de la mañana y debía volver a casa antes de que saliera el sol. Me incorporé en silencio y recogí toda la ropa para vestirme. Salí de allí en silencio, preguntándome cuántas veces habría hecho aquello. Era sólo una manera de saciar el apetito, tanto el de la sangre, como el de la carne; una rutina que, al salir el sol, me dejaba tal y como estaba al ponerse.

Quizás el único consuelo que me quedaba era saber que no estaba solo, que tenía a Leblanc. La apreciaba casi como lo había hecho con mi madre, salvando las distancias. Ella era… diferente. Era de sobra conocida por la lujuria exorbitada que guiaba sus actos habitualmente. Sin embargo, además de la estafa y el engaño, yo pensaba que nos unía algo más. A veces, cuando hablaba de su pasado, tenía la impresión de que había sufrido mucho por alguna persona. Era entonces cuando pensaba que ella se sentía tan vacía como yo, y por eso se comportaba de aquella manera. Al fin y al cabo, lo único en que se diferenciaban nuestras aventuras, era en la frecuencia y en la rareza de los implicados. Sí, era un consuelo tenerla a ella… para toda la eternidad…

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