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Las ideas de mi hijo

¡Hola, queridos lectores!

Hoy os traigo algo diferente a lo que vengo publicando últimamente. Se trata de un pequeño relato que forma parte de algo más grande a lo que todavía estoy en proceso de dar forma. Es algo corto, pero me ha parecido buena idea compartirlo con vosotros. ¡Me encantará leer vuestras impresiones y elucubraciones en los comentarios! Como siempre, espero que lo disfrutéis y compartidlo con vuestros amigos amantes de la lectura.


Las ideas de mi hijo



La lumbre crepitaba dando sus últimos coletazos en la chimenea, iluminando la estancia en penumbra. Bajo su cálida luz anaranjada, podía ver perfectamente los surcos que las lágrimas habían dejado en las mejillas de mi pequeño. Todavía esnifaba, tratando de sorber por la nariz un moco que le colgaba tras el llanto. Yo lo acunaba en mi regazo, sentada en la silla, acariciándole el cabello liso para consolarlo. Sus ojos estaban perdidos en algún punto indeterminado del suelo, enrojecidos.
Él era un niño especial, diferente a los demás de su edad. Resultaba incómodamente serio durante la mayoría del tiempo, pareciendo carente de alegría y jovialidad. No es que no se divirtiera, pero tenía una forma de hacerlo muy distinta. Hablaba como los mayores, aunque sufría las rabietas de un infante. Lo quería así, tal y como era, por muchos problemas que me causara su actitud en ciertas ocasiones.
Porque, en el fondo, no era más que un niño; un niño muy inteligente y con un carácter peculiar, pero un niño al fin y al cabo. Como todos los niños, tenía pesadillas, bastante a menudo en su caso. Solía acostarse una o dos horas antes que yo, pero casi siempre se despertaba gritando o sollozando y acudía a mis brazos a trompicones, buscando la seguridad que sólo se puede sentir con una madre.
—¿Ya estás mejor, cariño? —le pregunté con un tono dulce y tranquilizador, contorneando su mentón con los dedos para elevarle la vista. Él asintió—. ¿Otra vez los fantasmas?
—Y los demonios —agregó con una voz tan vacilante como las llamas que todavía bailaban en la hoguera, cada vez más débiles—. Siempre son ellos. Nunca tengo otras pesadillas. Nada más me da miedo.
Bajó la cabeza de nuevo y guardó silencio largo rato. Creí que se había dormido y estaba a punto de llevarlo de vuelta al jergón, mas de pronto volvió a alzar la mirada y clavó aquellos ojos marrones, llenos de perspicacia, en los míos. Cuando adoptaba aquel gesto, me era imposible saber qué le pasaba exactamente por la cabeza, aunque siempre me sorprendía con sus ideas.
—¿Por qué sólo me dan miedo ellos, mamá?
—Bueno, los fantasmas y los demonios son terroríficos, cielo —acerté a decir después de vacilar unos segundos—. ¡Y son peligrosos! Es normal que te aterren.
—No, no son tan terroríficos —negó él con la cabeza, muy seguro de lo que decía—. Hay animales horripilantes como las arañas y peligrosos como las serpientes, pero ellos no me dan miedo. —Volvió la cabeza hacia la lumbre—. El fuego también es peligroso, pero no lo temo tampoco. ¿Sabes por qué?
—No, ¿por qué, hijo? —le seguí la corriente, sin saber a dónde quería llegar.
—Puedo encenderlo y puedo apagarlo. Lo tengo bajo control —explicó, alargando la mano a la par que abría y cerraba el puño para ilustrarlo—. Las arañas puedo aplastarlas con el pie y a las serpientes puedo hacerles lo mismo en la cabeza con una piedra. —Bajó entonces la mirada al suelo—. Pero a los fantasmas y los demonios… no puedo hacer nada para controlarlos. Por eso me dan miedo…
Se hizo el silencio. Pensaba que iba a decir algo más, pero se quedó mudo, ensimismado en sus últimas palabras, como si todavía las paladeara. Decidí poner fin a aquello y devolverlo al lecho. Le planté un beso en la frente y le dediqué una cálida sonrisa acompañada de una caricia en el rostro.
—No tienes de qué preocuparte, cariño. Estoy aquí para cuidarte. Esos espíritus no te harán ningún daño.
—No puedes saberlo. Tú tampoco puedes controlarlos —arguyó él, mirándome con lástima.
No sabía qué decir. Cuando se ponía de aquella forma era difícil tratarlo. Sabía que nada de lo que le dijera iba a sacarle de su convencimiento, así que me limité a incorporarme con él en brazos para devolverlo al colchón de paja. Él se me aferró con manos y piernas, y se dejó llevar sin protestar. En ocasiones así era enternecedor; la delicia de toda madre.
Lo deposité en el lecho y lo volví a tapar con las cobijas. Le planté un último beso y me despedí de él con una caricia, deseándole dulces sueños y que mis labios hubiesen ahuyentado las pesadillas. Ya me había vuelto para salir de la habitación cuando volvió a hablarme.
—Lo haré, mamá. Controlaré a todos los espíritus y demonios, y así nunca jamás volveré a tener pesadillas. Y si se resisten, los aplastaré como a las arañas y los extinguiré como al fuego.
Un escalofrío me recorrió la espalda de arriba abajo a causa del gélido presagio que acababa de golpearme. Me volví para mirarlo, sorprendida y temerosa a partes iguales. Se había acurrucado de lado, dándome la espalda, y no tardé en escuchar el suave arrullo que me hizo saber que por fin se había vuelto a quedar dormido. Negué con la cabeza, desechando aquellos pensamientos oscuros. ¡Qué ideas tan raras tenía mi hijo!

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