Esta vez el relato para clase debía centrarse en la descripción. Supongo que todos tenemos en mente que un relato tiene que tener alguna trama, pero este no tenía por qué. Primer fallo de prácticamente todos. Luego hay que decir que la descripción es lo más difícil de escribir. Sí, todos sabemos hacerlo y nos sentimos cómodos. Es por eso que podemos recrearnos demasiado, haciéndolas anodinas y farragosas. También hay que tener en cuenta que sentimos con algo más que la vista. Si lo olvidamos, perderemos mucha de la fuerza que debería de tener.
En conclusión, mi relato no explotó los cinco sentidos como hubiera podido y se perdió en detalles que tampoco venían al caso. Aun así, espero que lo disfrutéis.
La correa que Juan aferraba se tensó. El pastor alemán había detectado algo. Los ladridos precedieron a la carrera. Él trataba de seguirle el ritmo al animal sin tropezar con las raíces nudosas ni el firme irregular. Alzó la voz entre jadeos para hacerse oír: «¡Aquí! ¡Aquí hay algo!»
Saltaron por encima de unos arbustos. El perro se detuvo. El aroma fresco de los pinos fue reemplazado por un hedor que le revolvió el estómago a Juan. Alumbró con el tembloroso foco el pequeño claro que se abría entre unos pocos árboles. El can merodeaba entre los tres cuerpos. Los olfateaba con aire nervioso y de vez en cuando lanzaba un ladrido.
Desde sus años en la academia no veía nada parecido. Las muertes violentas no eran muy comunes allí, en medio de la nada. Tuvo que armarse de valor para deslizar la mirada desde los pies del varón hasta su rostro irreconocible. Alguien lo había golpeado hasta convertirlo en pulpa sanguinolenta. Tenía la ropa desgarrada por varios sitios y le faltaban sendos pedazos de carne. El día que había transcurrido desde su desaparición había sido un festín para los carroñeros.
Las pisadas de sus compañeros se escuchaban más cercanas. Juan se había agachado para examinar a la mujer. Ella presentaba un mejor estado de conservación, aunque tenía una expresión horrible congelada en el rostro. La tocó. Estaba helada. Siguió la mueca de su mandíbula hasta encontrar signos de estrangulamiento en el cuello.
El niño estaba bocabajo entre ambos. Ruiz lo miraba con aprensión justo encima. Desde su posición pudo apreciar una hemorragia que había sangrado profusamente. La hierba estaba teñida de escarlata a su alrededor. La vida debía de habérsele escapado igual de rápido.
Los flashes iluminaron todavía más la zona. Juan había dejado de mirar e intentaba recuperar la entereza. Sin embargo, los rostros habían quedado grabados a fuego en su retina. Los veía cuando escrutaba la noche; cuando cerraba los ojos… De pronto fue consciente del aplastante silencio en que se habían quedado sumidos. Nadie hablaba. Los perros no ladraban ni jadeaban; ni siquiera gruñían. Lo único que se oían eran los grillos… un lejano ulular… los chasquidos de las cámaras… El frío lo atenazó y empezó a tiritar. Hasta ese momento no se había percatado de cuán gélido estaba siendo ese mes de octubre.
Pérez llamó su atención. Juan se volvió y vio un extraño surco que había quedado trazado en la hierba aplastada. Partía del lugar donde los cuerpos estaban tendidos y se perdía en la espesura. Alguien había arrastrado al menos uno de los cadáveres hasta allí.
Ambos siguieron el rastro. Después de un trecho, llegaron a una zona despejada por un cortafuegos. Blandieron las linternas a su alrededor. Al margen del camino, encontraron una cesta al pie de un pino. Estaba volcada y un montón de níscalos se habían desperdigado por el suelo. El detalle encajaba con los testimonios de sus familiares. Los tres habían subido al cerro para buscar aquellos preciados hongos. Juan se acercó y calculó que habrían reunido unos dos kilos. Eso quería decir que había pasado un cierto tiempo desde su llegada hasta que sufrieran tan trágico final.
Pérez señaló el tronco del árbol. Juan alzó la vista y vio una muesca en la corteza claramente intencional. Tenía la forma de esa letra griega parecida a la E que alguna vez había usado en matemáticas…
En conclusión, mi relato no explotó los cinco sentidos como hubiera podido y se perdió en detalles que tampoco venían al caso. Aun así, espero que lo disfrutéis.
Épsilon
Los haces de las linternas hendían la oscura y fría mortaja de la noche. Los agentes caminaban entre las tétricas sombras alargadas de los pinos haciendo crujir la tierra bajo sus botas. Los perros olisqueaban un matojo aquí y otro allá, buscando la pista de la familia perdida. Las voces de los compañeros resonaban por encima del canto de los grillos. No estaban allí; tampoco por allí…La correa que Juan aferraba se tensó. El pastor alemán había detectado algo. Los ladridos precedieron a la carrera. Él trataba de seguirle el ritmo al animal sin tropezar con las raíces nudosas ni el firme irregular. Alzó la voz entre jadeos para hacerse oír: «¡Aquí! ¡Aquí hay algo!»
Saltaron por encima de unos arbustos. El perro se detuvo. El aroma fresco de los pinos fue reemplazado por un hedor que le revolvió el estómago a Juan. Alumbró con el tembloroso foco el pequeño claro que se abría entre unos pocos árboles. El can merodeaba entre los tres cuerpos. Los olfateaba con aire nervioso y de vez en cuando lanzaba un ladrido.
Desde sus años en la academia no veía nada parecido. Las muertes violentas no eran muy comunes allí, en medio de la nada. Tuvo que armarse de valor para deslizar la mirada desde los pies del varón hasta su rostro irreconocible. Alguien lo había golpeado hasta convertirlo en pulpa sanguinolenta. Tenía la ropa desgarrada por varios sitios y le faltaban sendos pedazos de carne. El día que había transcurrido desde su desaparición había sido un festín para los carroñeros.
Las pisadas de sus compañeros se escuchaban más cercanas. Juan se había agachado para examinar a la mujer. Ella presentaba un mejor estado de conservación, aunque tenía una expresión horrible congelada en el rostro. La tocó. Estaba helada. Siguió la mueca de su mandíbula hasta encontrar signos de estrangulamiento en el cuello.
El niño estaba bocabajo entre ambos. Ruiz lo miraba con aprensión justo encima. Desde su posición pudo apreciar una hemorragia que había sangrado profusamente. La hierba estaba teñida de escarlata a su alrededor. La vida debía de habérsele escapado igual de rápido.
Los flashes iluminaron todavía más la zona. Juan había dejado de mirar e intentaba recuperar la entereza. Sin embargo, los rostros habían quedado grabados a fuego en su retina. Los veía cuando escrutaba la noche; cuando cerraba los ojos… De pronto fue consciente del aplastante silencio en que se habían quedado sumidos. Nadie hablaba. Los perros no ladraban ni jadeaban; ni siquiera gruñían. Lo único que se oían eran los grillos… un lejano ulular… los chasquidos de las cámaras… El frío lo atenazó y empezó a tiritar. Hasta ese momento no se había percatado de cuán gélido estaba siendo ese mes de octubre.
Pérez llamó su atención. Juan se volvió y vio un extraño surco que había quedado trazado en la hierba aplastada. Partía del lugar donde los cuerpos estaban tendidos y se perdía en la espesura. Alguien había arrastrado al menos uno de los cadáveres hasta allí.
Ambos siguieron el rastro. Después de un trecho, llegaron a una zona despejada por un cortafuegos. Blandieron las linternas a su alrededor. Al margen del camino, encontraron una cesta al pie de un pino. Estaba volcada y un montón de níscalos se habían desperdigado por el suelo. El detalle encajaba con los testimonios de sus familiares. Los tres habían subido al cerro para buscar aquellos preciados hongos. Juan se acercó y calculó que habrían reunido unos dos kilos. Eso quería decir que había pasado un cierto tiempo desde su llegada hasta que sufrieran tan trágico final.
Pérez señaló el tronco del árbol. Juan alzó la vista y vio una muesca en la corteza claramente intencional. Tenía la forma de esa letra griega parecida a la E que alguna vez había usado en matemáticas…
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