Esta vez he dado en el clavo con el relato. No recibí ninguna pega del profesor y creo que les gustó bastante a mis compañeros. Ellos también lo hicieron bastante bien y hemos conseguido por una vez casi no recibir críticas. En esta ocasión teníamos que escribir un relato situado en un escenario concreto. La situación tenía que incluir a dos personas en un vehículo en medio de algún entorno rural.
Quería comentar algo curioso. Mientras leíamos los relatos, el profesor nos dijo que, a pesar de las reglas y técnicas que existen para escribir bien, muchas veces entra en juego el instinto. Pues bien, mientras revisaba el mío antes de enviarlo, me daba la sensación de que había un párrafo cojo y que necesitaba algo más. No era nada técnico porque en ese sentido estaba bien. Sin embargo, mi instinto me decía que tenía que añadir una frase más para redondearlo. Quizás esto es lo que menos se pueda aprender. Tal vez dependa del talento netamente, pero también pienso que es importante leer mucho para darse cuenta mejor de estos detalles.
Bueno, no os doy más la paliza. Espero que os guste. ¡No dudéis en dejarme vuestras impresiones!
—Ya estamos llegando —dije. Necesitaba abrir la boca o explotaría.
No recibí respuesta aparte del gruñido del conductor. Desvié la vista hacia Berta sin detenerme en el parabrisas. El pañuelo parecía haber pasado por una guardería. Su rostro estaba roto, sin visos de poder arreglarse. ¿Acaso era posible cuando a uno le estrujaban el corazón?
—Ya casi es la hora. Nos estarán esperando. —La garganta me ardía.
—¡Que esperen! —replicó ella apenas inteligible.
Me miró con reproche, como si acabara de proferir un grave insulto. Bajé la vista y la fijé en el reloj. Me quedé rígida y crispé los dedos. Nunca había movido las manecillas tan despacio. Me pregunté si ellas también se detendrían en solidaridad con su dueño. Nunca se lo quitaba. Él le había otorgado un alma a tan preciado objeto.
Las casas empezaron a desfilar ante mí. Era como si nunca hubiera estado allí. Las recordaba coloridas y vivas, pero ahora me parecían tan grises y sobrias como una lápida. Espantaba los fantasmas del pasado que surgían de cada rincón negándolos. Lo traicioné más de tres veces antes de que sonaran las campanas.
—Hemos llegado —dijo el chófer. El insoportable peso de la evidencia cayó sobre mí.
El coche se detuvo. Temblé. El tiempo se congeló por completo. El llanto de mi hermana me perforó los oídos. Los tañidos eran truenos. El ambientador me causaba náuseas. Había llegado al final del camino. No podía dilatarlo más. Deslicé los ojos con timidez hacia el frente y los abrí por primera vez desde el día anterior. No veía a la gente que se arremolinaba a nuestro alrededor, solo la corona de flores.
—¡Papá…!
Fue lo último que salió de mis labios en mucho rato. Luego, las lágrimas. El abrazo. El dolor. El desconsuelo…
Quería comentar algo curioso. Mientras leíamos los relatos, el profesor nos dijo que, a pesar de las reglas y técnicas que existen para escribir bien, muchas veces entra en juego el instinto. Pues bien, mientras revisaba el mío antes de enviarlo, me daba la sensación de que había un párrafo cojo y que necesitaba algo más. No era nada técnico porque en ese sentido estaba bien. Sin embargo, mi instinto me decía que tenía que añadir una frase más para redondearlo. Quizás esto es lo que menos se pueda aprender. Tal vez dependa del talento netamente, pero también pienso que es importante leer mucho para darse cuenta mejor de estos detalles.
Bueno, no os doy más la paliza. Espero que os guste. ¡No dudéis en dejarme vuestras impresiones!
Negra primavera
Las ruedas molían la grava. El sol radiante contrastaba con el coche congelado. El chófer no hablaba; mi hermana Berta tampoco. Yo me esforzaba por ignorar sus sollozos quedos y el penetrante ambientador. Miraba por la ventanilla por no mirar hacia delante, por no encontrar la negra primavera que el valle ya había dejado atrás.—Ya estamos llegando —dije. Necesitaba abrir la boca o explotaría.
No recibí respuesta aparte del gruñido del conductor. Desvié la vista hacia Berta sin detenerme en el parabrisas. El pañuelo parecía haber pasado por una guardería. Su rostro estaba roto, sin visos de poder arreglarse. ¿Acaso era posible cuando a uno le estrujaban el corazón?
—Ya casi es la hora. Nos estarán esperando. —La garganta me ardía.
—¡Que esperen! —replicó ella apenas inteligible.
Me miró con reproche, como si acabara de proferir un grave insulto. Bajé la vista y la fijé en el reloj. Me quedé rígida y crispé los dedos. Nunca había movido las manecillas tan despacio. Me pregunté si ellas también se detendrían en solidaridad con su dueño. Nunca se lo quitaba. Él le había otorgado un alma a tan preciado objeto.
Las casas empezaron a desfilar ante mí. Era como si nunca hubiera estado allí. Las recordaba coloridas y vivas, pero ahora me parecían tan grises y sobrias como una lápida. Espantaba los fantasmas del pasado que surgían de cada rincón negándolos. Lo traicioné más de tres veces antes de que sonaran las campanas.
—Hemos llegado —dijo el chófer. El insoportable peso de la evidencia cayó sobre mí.
El coche se detuvo. Temblé. El tiempo se congeló por completo. El llanto de mi hermana me perforó los oídos. Los tañidos eran truenos. El ambientador me causaba náuseas. Había llegado al final del camino. No podía dilatarlo más. Deslicé los ojos con timidez hacia el frente y los abrí por primera vez desde el día anterior. No veía a la gente que se arremolinaba a nuestro alrededor, solo la corona de flores.
—¡Papá…!
Fue lo último que salió de mis labios en mucho rato. Luego, las lágrimas. El abrazo. El dolor. El desconsuelo…
Comentarios
Publicar un comentario