El olor a pavo fluía desde la cocina por toda la casa. El
fuego ardía en la chimenea del salón. Las luces del árbol bailaban al ritmo de los villancicos. Los cubiertos estaban dispuestos sobre la mesa, llenando la ausencia. Y yo esperaba ansiosa.
Lo había intentado. Me había portado lo mejor que sabía. ¿Sería suficiente? Algo me decía que no. No recibiría la visita tan ansiada esa noche. Me frotaba las manos, nerviosa, y miraba una y otra vez el reloj. Minuto a minuto me recordaba que todavía no era la hora, que todavía quedaba lugar para la esperanza.
Eran las nueve. Recorrí los platos con la mirada. Desolada, me senté, dejando la presidencia vacía. La carne estaba helada. Desvié la vista hacia el mueble y suspiré. No cenaría sola del todo. Edward estaría siempre conmigo. Apagué la televisión. El silencio de la casa se unió al mío.
El timbre sonó. El tenedor se me cayó al suelo. Un cosquilleo de emoción me embargó el vientre. Me levanté como un resorte y casi derribo la silla. Corrí hasta la puerta y abrí con la misma cara que una niña pondría al ver a Santa Claus.
—¡Habéis venido! -Evité la mirada de ella.
—Sí, mamá. —El abrazo de Joseph no fue frío, pero sí distante—. Había atasco en la carretera.
—¡Cuánto me alegro! ¡Pasad, pasad! —Me eché a un lado y me agaché para achuchar al pequeño Martin—. ¿Qué tal las notas, cariño mío?
—¡Muy bien! ¡Cinco sobresalientes! —dijo orgulloso mientras intentaba zafarse del apretón.
—Oye, mamá, aquí hay cinco platos… —comentó Joseph al entrar en el salón.
—Tranquilo, ya estamos todos. No esperamos a nadie más.
Lo había intentado. Me había portado lo mejor que sabía. ¿Sería suficiente? Algo me decía que no. No recibiría la visita tan ansiada esa noche. Me frotaba las manos, nerviosa, y miraba una y otra vez el reloj. Minuto a minuto me recordaba que todavía no era la hora, que todavía quedaba lugar para la esperanza.
Eran las nueve. Recorrí los platos con la mirada. Desolada, me senté, dejando la presidencia vacía. La carne estaba helada. Desvié la vista hacia el mueble y suspiré. No cenaría sola del todo. Edward estaría siempre conmigo. Apagué la televisión. El silencio de la casa se unió al mío.
El timbre sonó. El tenedor se me cayó al suelo. Un cosquilleo de emoción me embargó el vientre. Me levanté como un resorte y casi derribo la silla. Corrí hasta la puerta y abrí con la misma cara que una niña pondría al ver a Santa Claus.
—¡Habéis venido! -Evité la mirada de ella.
—Sí, mamá. —El abrazo de Joseph no fue frío, pero sí distante—. Había atasco en la carretera.
—¡Cuánto me alegro! ¡Pasad, pasad! —Me eché a un lado y me agaché para achuchar al pequeño Martin—. ¿Qué tal las notas, cariño mío?
—¡Muy bien! ¡Cinco sobresalientes! —dijo orgulloso mientras intentaba zafarse del apretón.
—Oye, mamá, aquí hay cinco platos… —comentó Joseph al entrar en el salón.
—Tranquilo, ya estamos todos. No esperamos a nadie más.
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