Vuelve Nick con una entrega más sentimental de lo habitual. Este relato se sitúa inmediatamente después del anterior. Aquí podréis descubrir la reacción de Alice al saber que por fin es libre del malévolo Blatter.
24601. Nunca un número había significado tanto. No era el boleto premiado de la lotería ni tampoco la cantidad de dinero que había logrado ingresar en mi cuenta. Lo que acababa de hacer no tenía precio; al menos no uno que pudiera ser alcanzado con monedas. Mientras sostenía el teléfono móvil con una mano, en la terraza del apartamento, y la pulsera en la que estaba grabada la cifra en la otra, había escuchado algo insólito y hermoso a partes iguales. Había escuchado la emoción contenida en la voz de Alice.
—¿Por qué no te vienes a dormir esta noche…? Bueno… este día… Te puedo acondicionar el baño. Veo que estás empezando a cogerle gusto.
—Está bien, no tardaré.
—Te espero.
No hice nada más que dejarle una nota a Anette para avisarle de que dormía fuera. Apenas tardé un cuarto de hora en llegar al apartamento de Alice. Fue tiempo suficiente para que me hiciera a mí mismo una pregunta: ¿por qué?
¿Por qué no me la había jugado? Leblanc había insistido varias veces en ello. «Miente, engaña, haz trampas, Nick; ¡cualquier cosa para ganar!» Incluso Blatter y mi recién conocido Tremere habían hecho énfasis en esa faceta. Entonces, ¿por qué no quise asumir el riesgo? ¿Por qué no quería jugarme la vida de Alice? Cuando había tenido que tomar la decisión, me había dicho a mí mismo que la cola de esa serpiente era larga, que era peligroso, que era una temeridad… ¿Cuándo me había detenido algo así? Podía ganar; siempre podía ganar.
Del mismo modo, quince minutos fueron suficientes para que Alice asimilara lo que había sucedido, su nueva situación. Cuando abrió la puerta, me la encontré en pijama, con una bata por encima. Apenas la cerré tras de mí, se derrumbó por completo, rompiendo a llorar.
Nunca había visto a Alice así; jamás. Ella era la dama de hierro; fuerte, segura, sin miedo, sin reparos… Nunca había dejado que ningún sentimiento se trasluciera a través de esa fachada blindada. En cambio, ahora estaba entre mis brazos, dejando que las lágrimas formaran regueros en sus mejillas, que empaparan mi camisa, sin importarle nada ni nadie. No eran lágrimas de felicidad, pero tampoco de tristeza. Mientras acariciaba los mechones rubios de su cabello y le susurraba palabras dulces de consuelo al oído, era consciente de la mezcolanza de emociones que agitaban su corazón frío e inquebrantable.
A veces parecía que se recuperaba y los sollozos cesaban durante un rato. Entonces trataba de contarme cosas sobre ella, sobre su oscuro pasado a la sombra de la serpiente, sobre el crudo negocio que manejaban él y sus compinches… Su voz estaba tomada por la congestión y castigada por la garganta irritada.
Yo le acariciaba las mejillas, limpiándoselas, escuchando lo que tenía que decirme sin forzarle a hacerlo. Dejaba que se desahogase, que llorase la pena, la frustración, la desesperanza en las que había vivido inmersa durante tantos años, desde que era una niña, con la nula esperanza de un futuro mejor.
Lo que Blatter le había hecho era imperdonable, pero, con cada lágrima que derramaba, me daba cuenta de que no era irreversible. Sí, su mente y su cuerpo habían sido moldeados para eliminar todo rastro de sentimiento, para convertirla en un agente eficiente. Sin embargo, cada lágrima, cada sollozo, la alejaban de ese fin que tanto temía; el momento en que dejara de sentir, en que nada le importase; el momento en que dejara de ser humana para convertirse en un monstruo; el momento en que debiera acabar con su vida por el bien de los demás. Cada palabra que decía con la voz rota hacía que el eco de aquel fatídico disparo se alejara más y más en el tiempo hasta perderse.
Por supuesto, quedaba mucho que luchar. La batalla no estaba ganada, ni mucho menos, pero el comienzo era esperanzador. Aunque ni siquiera fuese consciente de ello, aquella noche Alice había quedado doblemente libre; libre de las ataduras que la unían a ese indeseable y libre de su sentencia definitiva.
En medio del silencio, sólo roto por su llanto, notando el temblor de su cuerpo contra el mío, fui consciente de que había elegido mentir. Sí, había vuelto a jugar, aunque en esta ocasión mi oponente había sido yo mismo. Me había engañado a mí mismo, soltándome una sarta de razones por las que no debía apostar contra Blatter. Razones éticas, prudentes… casi había elaborado un análisis DAFO con tal de ocultar la única verdad: Alice me importaba.
Después del desengaño y el dolor, después de perder a Ada hacía ya más de una década, me había prometido a mí mismo que jamás sentiría tanto apego por nadie. Era una debilidad, un punto débil que podían aprovechar. No sólo eso, también era una fuente de amargura y desgracia en sí mismo. Ahora me encontraba allí, sentado en el sofá junto a ella, descubriendo que, de algún modo, entre todas sus acciones propias de una psicópata, sin saber muy bien cómo, Alice se había ganado un privilegio que no había estado dispuesto a otorgar a nadie.
Sí, en aquel momento me sentía vulnerable. ¿Cuándo había sido? ¿Por qué le había abierto a ella precisamente ese rincón de mí mismo? Hacía bastante tiempo que no tenía ningún amigo como tal, Vincent tal vez, aunque no era alguien especialmente sociable o acogedor; no era la clase de persona a la que acudirías a contarle tus problemas esperando recibir ánimo y fuerzas, consuelo…
Por supuesto que estaba Leblanc. Había demostrado que, a pesar de todo, se preocupaba bastante por mí. Aun así, se trataba de una relación extraña. Quizás fuese debido a su carácter tan peculiar. Nunca se sabía cuándo estaba hablando en serio o bromeando, y era difícil abrirse con alguien que la mitad del tiempo estaba paseando desnuda por ahí, cuando no cepillándose a algún sujeto de lo más raro.
De todos modos, ¿cómo era posible que hubiera encontrado una amiga en Alice? Era fría, calculadora, casi insensible… ¡hasta daba miedo en ocasiones! Era la última persona en el mundo que podrías pensar en considerar como cercana, a la que podrías tenerle… afecto. Y, sin embargo, en aquel momento, me parecía la mujer más maravillosa del mundo; tan vulnerable… tan presa de sus sentimientos desbordados…
Y había sido yo, Nick Halden, el tipo más cínico y desapegado del oeste de Estocolmo, quien le había regalado algo más que la libertad; le había dado esperanza, sin desear nada a cambio. Un lince de los negocios actuando de forma altruista… ¿Estaría perdiendo mi instinto empresarial?
Recordaba todavía lo que Carolina me había dicho en la fiesta del museo: «cuanto antes te desprendas de tus sentimientos, mejor». Nunca me había considerado una mala persona. Sí, me dedicaba a estafar a la gente, pero sólo a aquellos que tenían suficiente dinero como para no mirar con lupa dónde lo ponían. Recibir ese consejo por parte de mi mentora había sido un jarro de agua fría, una especie de condena que tendría que cumplir antes o después, dejar atrás mi humanidad para asimilar el monstruo frío y pálido, sediento de sangre, en el que me había convertido.
No quería admitirlo, pero me daba miedo que un día dejase de sentir algo cuando viese a alguien sufrir o morir. Era el mismo temor que albergaba a Alice. ¿Sería ése el motivo por el que me había abierto precisamente a ella? Ayudándole a salvarse de ese triste final… ¿me ayudaba a mí mismo? ¿Era así de egoísta en el fondo?
—No —me dije en un murmullo, llamando su atención.
Sus ojos claros, enrojecidos e inundados de lágrimas, se clavaron en los míos, inquisitivos. Le sonreí, negando con la cabeza, restándole importancia. Mi mano subió a lo largo de su costado hasta rozar con los dedos su mejilla húmeda, tranquilizándola. Entonces su rostro volvió a mi pecho y yo la estreché con más fuerza, habiendo alcanzado al fin una respuesta:
«No. Lo he hecho porque he querido; lo he hecho porque… Alice me importa».
24601
24601. Nunca un número había significado tanto. No era el boleto premiado de la lotería ni tampoco la cantidad de dinero que había logrado ingresar en mi cuenta. Lo que acababa de hacer no tenía precio; al menos no uno que pudiera ser alcanzado con monedas. Mientras sostenía el teléfono móvil con una mano, en la terraza del apartamento, y la pulsera en la que estaba grabada la cifra en la otra, había escuchado algo insólito y hermoso a partes iguales. Había escuchado la emoción contenida en la voz de Alice.
—¿Por qué no te vienes a dormir esta noche…? Bueno… este día… Te puedo acondicionar el baño. Veo que estás empezando a cogerle gusto.
—Está bien, no tardaré.
—Te espero.
No hice nada más que dejarle una nota a Anette para avisarle de que dormía fuera. Apenas tardé un cuarto de hora en llegar al apartamento de Alice. Fue tiempo suficiente para que me hiciera a mí mismo una pregunta: ¿por qué?
¿Por qué no me la había jugado? Leblanc había insistido varias veces en ello. «Miente, engaña, haz trampas, Nick; ¡cualquier cosa para ganar!» Incluso Blatter y mi recién conocido Tremere habían hecho énfasis en esa faceta. Entonces, ¿por qué no quise asumir el riesgo? ¿Por qué no quería jugarme la vida de Alice? Cuando había tenido que tomar la decisión, me había dicho a mí mismo que la cola de esa serpiente era larga, que era peligroso, que era una temeridad… ¿Cuándo me había detenido algo así? Podía ganar; siempre podía ganar.
Del mismo modo, quince minutos fueron suficientes para que Alice asimilara lo que había sucedido, su nueva situación. Cuando abrió la puerta, me la encontré en pijama, con una bata por encima. Apenas la cerré tras de mí, se derrumbó por completo, rompiendo a llorar.
Nunca había visto a Alice así; jamás. Ella era la dama de hierro; fuerte, segura, sin miedo, sin reparos… Nunca había dejado que ningún sentimiento se trasluciera a través de esa fachada blindada. En cambio, ahora estaba entre mis brazos, dejando que las lágrimas formaran regueros en sus mejillas, que empaparan mi camisa, sin importarle nada ni nadie. No eran lágrimas de felicidad, pero tampoco de tristeza. Mientras acariciaba los mechones rubios de su cabello y le susurraba palabras dulces de consuelo al oído, era consciente de la mezcolanza de emociones que agitaban su corazón frío e inquebrantable.
A veces parecía que se recuperaba y los sollozos cesaban durante un rato. Entonces trataba de contarme cosas sobre ella, sobre su oscuro pasado a la sombra de la serpiente, sobre el crudo negocio que manejaban él y sus compinches… Su voz estaba tomada por la congestión y castigada por la garganta irritada.
Yo le acariciaba las mejillas, limpiándoselas, escuchando lo que tenía que decirme sin forzarle a hacerlo. Dejaba que se desahogase, que llorase la pena, la frustración, la desesperanza en las que había vivido inmersa durante tantos años, desde que era una niña, con la nula esperanza de un futuro mejor.
Lo que Blatter le había hecho era imperdonable, pero, con cada lágrima que derramaba, me daba cuenta de que no era irreversible. Sí, su mente y su cuerpo habían sido moldeados para eliminar todo rastro de sentimiento, para convertirla en un agente eficiente. Sin embargo, cada lágrima, cada sollozo, la alejaban de ese fin que tanto temía; el momento en que dejara de sentir, en que nada le importase; el momento en que dejara de ser humana para convertirse en un monstruo; el momento en que debiera acabar con su vida por el bien de los demás. Cada palabra que decía con la voz rota hacía que el eco de aquel fatídico disparo se alejara más y más en el tiempo hasta perderse.
Por supuesto, quedaba mucho que luchar. La batalla no estaba ganada, ni mucho menos, pero el comienzo era esperanzador. Aunque ni siquiera fuese consciente de ello, aquella noche Alice había quedado doblemente libre; libre de las ataduras que la unían a ese indeseable y libre de su sentencia definitiva.
En medio del silencio, sólo roto por su llanto, notando el temblor de su cuerpo contra el mío, fui consciente de que había elegido mentir. Sí, había vuelto a jugar, aunque en esta ocasión mi oponente había sido yo mismo. Me había engañado a mí mismo, soltándome una sarta de razones por las que no debía apostar contra Blatter. Razones éticas, prudentes… casi había elaborado un análisis DAFO con tal de ocultar la única verdad: Alice me importaba.
Después del desengaño y el dolor, después de perder a Ada hacía ya más de una década, me había prometido a mí mismo que jamás sentiría tanto apego por nadie. Era una debilidad, un punto débil que podían aprovechar. No sólo eso, también era una fuente de amargura y desgracia en sí mismo. Ahora me encontraba allí, sentado en el sofá junto a ella, descubriendo que, de algún modo, entre todas sus acciones propias de una psicópata, sin saber muy bien cómo, Alice se había ganado un privilegio que no había estado dispuesto a otorgar a nadie.
Sí, en aquel momento me sentía vulnerable. ¿Cuándo había sido? ¿Por qué le había abierto a ella precisamente ese rincón de mí mismo? Hacía bastante tiempo que no tenía ningún amigo como tal, Vincent tal vez, aunque no era alguien especialmente sociable o acogedor; no era la clase de persona a la que acudirías a contarle tus problemas esperando recibir ánimo y fuerzas, consuelo…
Por supuesto que estaba Leblanc. Había demostrado que, a pesar de todo, se preocupaba bastante por mí. Aun así, se trataba de una relación extraña. Quizás fuese debido a su carácter tan peculiar. Nunca se sabía cuándo estaba hablando en serio o bromeando, y era difícil abrirse con alguien que la mitad del tiempo estaba paseando desnuda por ahí, cuando no cepillándose a algún sujeto de lo más raro.
De todos modos, ¿cómo era posible que hubiera encontrado una amiga en Alice? Era fría, calculadora, casi insensible… ¡hasta daba miedo en ocasiones! Era la última persona en el mundo que podrías pensar en considerar como cercana, a la que podrías tenerle… afecto. Y, sin embargo, en aquel momento, me parecía la mujer más maravillosa del mundo; tan vulnerable… tan presa de sus sentimientos desbordados…
Y había sido yo, Nick Halden, el tipo más cínico y desapegado del oeste de Estocolmo, quien le había regalado algo más que la libertad; le había dado esperanza, sin desear nada a cambio. Un lince de los negocios actuando de forma altruista… ¿Estaría perdiendo mi instinto empresarial?
Recordaba todavía lo que Carolina me había dicho en la fiesta del museo: «cuanto antes te desprendas de tus sentimientos, mejor». Nunca me había considerado una mala persona. Sí, me dedicaba a estafar a la gente, pero sólo a aquellos que tenían suficiente dinero como para no mirar con lupa dónde lo ponían. Recibir ese consejo por parte de mi mentora había sido un jarro de agua fría, una especie de condena que tendría que cumplir antes o después, dejar atrás mi humanidad para asimilar el monstruo frío y pálido, sediento de sangre, en el que me había convertido.
No quería admitirlo, pero me daba miedo que un día dejase de sentir algo cuando viese a alguien sufrir o morir. Era el mismo temor que albergaba a Alice. ¿Sería ése el motivo por el que me había abierto precisamente a ella? Ayudándole a salvarse de ese triste final… ¿me ayudaba a mí mismo? ¿Era así de egoísta en el fondo?
—No —me dije en un murmullo, llamando su atención.
Sus ojos claros, enrojecidos e inundados de lágrimas, se clavaron en los míos, inquisitivos. Le sonreí, negando con la cabeza, restándole importancia. Mi mano subió a lo largo de su costado hasta rozar con los dedos su mejilla húmeda, tranquilizándola. Entonces su rostro volvió a mi pecho y yo la estreché con más fuerza, habiendo alcanzado al fin una respuesta:
«No. Lo he hecho porque he querido; lo he hecho porque… Alice me importa».
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