Os dejo aquí un relato que podría considerar algo así como un descarte. NO es que la idea fuese mala o esté horrible. Simplemente, me di cuenta de que no cumplía con los objetivos de la tarea que nos habían encargado en clase. Supongo que no tendréis mucha dificultad en saber en qué está inspirado.
El hombre fue dejando puertas atrás hasta llegar a la última. Era la única que estaba cerrada con candado. Buscó en el bolsillo y sacó la llavecita que había encontrado en el sobre, adjunta a sus instrucciones y al generoso cheque. La cerradura chasqueó y el hombre accedió a un cuarto en penumbra, tan abandonado como el resto de la planta. Su teléfono móvil empezó a sonar justo en el momento en que se acercaba a la ventana, con las persianas bajadas. Número oculto.
—¿Sí? —Frunció el ceño. La voz al otro lado de la línea estaba absolutamente distorsionada—. Sí, soy yo. Usted debe de ser el Señor Frío.
El hombre estaba acostumbrado a que sus clientes no dieran nombres reales. El mundo que le rodeaba eran las cloacas de la ley. Cuanto menos supieran unos de otros, mejor para todos. Lo que más le extrañaba era que el Señor Frío no estuviera allí esperándole en persona.
—Sí, espere. —El hombre buscó a tientas el interruptor y se hizo la luz. Bajó la vista hacia un rincón—. Sí, lo veo. —Se acercó al maletín que el Señor Frío le había descrito mientras asentía con gruñidos—.
Sí, conozco el modelo. No hay problema.
El hombre abrió el maletín y se encontró las piezas que conformaban el arma. Dejó el teléfono en el suelo y empezó a montar el rifle con parsimonia funcionaria. Lo había hecho tantas veces… Encajaba una detrás de otra con la precisión de un cirujano. La culata, el cañón, el martillo… Lo último que colocó fue la mirilla. Miró a través de ella para asegurarse de que la lente estuviera en perfecto estado. Se apoyó contra la pared y recuperó el móvil.
—Listo. —El Señor Frío sonaba decepcionado y contrariado—. Disculpe, pero si le he resultado lento, haberlo hecho usted mismo. —Pensé que iba a colgarme. El silencio se prolongó más de lo que resulta cómodo—. ¿La ventana? Sí, espere. —Apagó la luz y se dirigió hasta ella. Escudriñó entre las rendijas antes de subir un palmo la persiana y abrir el cristal—. Ya está. ¿A quién?
El hombre se quedó perplejo al escuchar el nombre. Parpadeó y miró al aparato con desconfianza. ¿Le estaba tomando el pelo? Si no, el Señor Frío debía de estar loco. ¡Cómo se le ocurría! No era ni de lejos un negocio sencillo. Aun suponiendo que acertara el disparo, tendría a la CIA, el FBI, la NSA y los putos SWAT oliéndole el trasero en cuanto apretara el gatillo.
—¿Bromea? —El hombre apretó los dientes—. ¡No soy ningún cobarde, pero tampoco un suicida! Además, ¡esto no vale lo que ha pagado! —Puto loco—. No, el doble no. ¡Diez veces más al menos! ¡Qué demonios…! ¡Y un sueldo de por vida! —El hombre abrió los ojos de par en par. No daba crédito—. ¿Un coche? ¿A dos manzanas de aquí? Sí, entiendo. —Acariciaba el rifle con nerviosismo—. Está bien, Señor Frío. Lo haré. Pero… ¡como se atreva a joderme…!
El hombre guardó el móvil. Esa última risotada le había puesto los pelos de punta. «¡Idiota! ¡Céntrate! ¡Esto no es ningún juego!»
Se apostó junto a la ventana y asomó la punta del cañón, que relució al sol de la tarde con brillo asesino. La comitiva estaba a punto de llegar a la encrucijada. Podía ver el color de la ilusión de la gente. Apenas un minuto; dos como mucho. Inspiró hondo. Cargó el arma con una única bala mientras tarareaba «Highway to hell», su canción preferida. Puso el ojo en la mirilla y esperó a que su objetivo estuviera en el centro…
El Señor Frío
Las pisadas del hombre tapaban el bullicio de la calle gracias al eco higiénico de las oficinas. No había ni un mueble. Madison & Weber, la empresa que las había ocupado hasta hacía tres días, se había llevado hasta los letreros de las puertas.El hombre fue dejando puertas atrás hasta llegar a la última. Era la única que estaba cerrada con candado. Buscó en el bolsillo y sacó la llavecita que había encontrado en el sobre, adjunta a sus instrucciones y al generoso cheque. La cerradura chasqueó y el hombre accedió a un cuarto en penumbra, tan abandonado como el resto de la planta. Su teléfono móvil empezó a sonar justo en el momento en que se acercaba a la ventana, con las persianas bajadas. Número oculto.
—¿Sí? —Frunció el ceño. La voz al otro lado de la línea estaba absolutamente distorsionada—. Sí, soy yo. Usted debe de ser el Señor Frío.
El hombre estaba acostumbrado a que sus clientes no dieran nombres reales. El mundo que le rodeaba eran las cloacas de la ley. Cuanto menos supieran unos de otros, mejor para todos. Lo que más le extrañaba era que el Señor Frío no estuviera allí esperándole en persona.
—Sí, espere. —El hombre buscó a tientas el interruptor y se hizo la luz. Bajó la vista hacia un rincón—. Sí, lo veo. —Se acercó al maletín que el Señor Frío le había descrito mientras asentía con gruñidos—.
Sí, conozco el modelo. No hay problema.
El hombre abrió el maletín y se encontró las piezas que conformaban el arma. Dejó el teléfono en el suelo y empezó a montar el rifle con parsimonia funcionaria. Lo había hecho tantas veces… Encajaba una detrás de otra con la precisión de un cirujano. La culata, el cañón, el martillo… Lo último que colocó fue la mirilla. Miró a través de ella para asegurarse de que la lente estuviera en perfecto estado. Se apoyó contra la pared y recuperó el móvil.
—Listo. —El Señor Frío sonaba decepcionado y contrariado—. Disculpe, pero si le he resultado lento, haberlo hecho usted mismo. —Pensé que iba a colgarme. El silencio se prolongó más de lo que resulta cómodo—. ¿La ventana? Sí, espere. —Apagó la luz y se dirigió hasta ella. Escudriñó entre las rendijas antes de subir un palmo la persiana y abrir el cristal—. Ya está. ¿A quién?
El hombre se quedó perplejo al escuchar el nombre. Parpadeó y miró al aparato con desconfianza. ¿Le estaba tomando el pelo? Si no, el Señor Frío debía de estar loco. ¡Cómo se le ocurría! No era ni de lejos un negocio sencillo. Aun suponiendo que acertara el disparo, tendría a la CIA, el FBI, la NSA y los putos SWAT oliéndole el trasero en cuanto apretara el gatillo.
—¿Bromea? —El hombre apretó los dientes—. ¡No soy ningún cobarde, pero tampoco un suicida! Además, ¡esto no vale lo que ha pagado! —Puto loco—. No, el doble no. ¡Diez veces más al menos! ¡Qué demonios…! ¡Y un sueldo de por vida! —El hombre abrió los ojos de par en par. No daba crédito—. ¿Un coche? ¿A dos manzanas de aquí? Sí, entiendo. —Acariciaba el rifle con nerviosismo—. Está bien, Señor Frío. Lo haré. Pero… ¡como se atreva a joderme…!
El hombre guardó el móvil. Esa última risotada le había puesto los pelos de punta. «¡Idiota! ¡Céntrate! ¡Esto no es ningún juego!»
Se apostó junto a la ventana y asomó la punta del cañón, que relució al sol de la tarde con brillo asesino. La comitiva estaba a punto de llegar a la encrucijada. Podía ver el color de la ilusión de la gente. Apenas un minuto; dos como mucho. Inspiró hondo. Cargó el arma con una única bala mientras tarareaba «Highway to hell», su canción preferida. Puso el ojo en la mirilla y esperó a que su objetivo estuviera en el centro…
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