Os traigo aquí otro relato que escribí para las clases. Debíamos narrar una escena utilizando un diálogo unidireccional por teléfono. El resto de la conversación debía poder intuirse por las respuestas dadas. La verdad es que me quedó muy cortito, pero fue lo primero que se me ocurrió.
El teléfono sonó. No era un número conocido. Decidió obviarlo. Aborrecía los acosos comerciales. Pasó de él, concentrado en la cena de cumpleaños, pero volvieron a llamar. ¡Qué pesados! Resopló y lo atendió sin dejar de darle vueltas al sofrito en la sartén.
—¿Sí? Sí, soy yo. —Se trataba de una mujer, pero la voz no le era familiar.
Buscó a toda prisa en su repertorio de excusas para tener que dejarla. Sin embargo, la atención de Nicolás se vio arrastrada al otro lado de la línea antes de poder interrumpirla. El estruendo de la campana resonaba lejano. Los oídos le tamborileaban y el estómago se le había puesto del revés. NO entendía lo que la otra persona le decía. No tenía sentido. Se quedó con los labios entreabiertos, mirando al infinito a través del delantal con el nombre bordado que colgaba de la pared.
—Sí, sigo aquí —confirmó—. Muchas gracias por avisar.
Colgó la llamada. El teléfono se le resbaló de las manos y se hizo añicos contra el suelo. Se desplomó con las dos manos sobre la encimera e intentó recuperar el aliento. La humareda del sofrito quemado le abrasó los pulmones y le incendió los ojos. En otras circunstancias se habría maldecido a sí mismo por ser tan descuidado, pero ya no importaba; ya no…
La primera cena
El aroma vivo del sofrito se mezclaba con el tierno del cordero que se horneaba. Nicolás miró el reloj de la pared. Todavía tenía media hora. Todo estaría listo para cuando ella llegase.El teléfono sonó. No era un número conocido. Decidió obviarlo. Aborrecía los acosos comerciales. Pasó de él, concentrado en la cena de cumpleaños, pero volvieron a llamar. ¡Qué pesados! Resopló y lo atendió sin dejar de darle vueltas al sofrito en la sartén.
—¿Sí? Sí, soy yo. —Se trataba de una mujer, pero la voz no le era familiar.
Buscó a toda prisa en su repertorio de excusas para tener que dejarla. Sin embargo, la atención de Nicolás se vio arrastrada al otro lado de la línea antes de poder interrumpirla. El estruendo de la campana resonaba lejano. Los oídos le tamborileaban y el estómago se le había puesto del revés. NO entendía lo que la otra persona le decía. No tenía sentido. Se quedó con los labios entreabiertos, mirando al infinito a través del delantal con el nombre bordado que colgaba de la pared.
—Sí, sigo aquí —confirmó—. Muchas gracias por avisar.
Colgó la llamada. El teléfono se le resbaló de las manos y se hizo añicos contra el suelo. Se desplomó con las dos manos sobre la encimera e intentó recuperar el aliento. La humareda del sofrito quemado le abrasó los pulmones y le incendió los ojos. En otras circunstancias se habría maldecido a sí mismo por ser tan descuidado, pero ya no importaba; ya no…
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