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Aire

Hoy os dejo aquí uno de los relatos que envié a un certamen. No fue premiado, así que he decidido compartirlo con vosotros. Es más largo de lo que es habitual en este blog. Espero que lo disfrutéis. Esta vez sí, os pediría que me dejaseis en los comentarios vuestras impresiones. Me ayudaría mucho para futuros trabajos.

Aire

Parece como si llevásemos dando vueltas en el coche desde hace horas. Había oído hablar de estas maniobras para perder a posibles perseguidores, pero la que está perdiendo los nervios soy yo. ¿Cómo pueden discutir estos dos gorilas de fútbol en esta situación? Al menos podrían estarse calladitos.

Siempre me han dicho que no sé medir los riesgos. Fue el germen de mi primer hijo. También del segundo. Los amo con locura, aunque al principio fue muy complicado. Les ha costado diez años tener un padre. Solo espero que no pierdan ahora a su madre…

Tengo que tranquilizarme. Todo va a salir bien. He concertado esta entrevista a sabiendas de que era peligroso. Sin embargo, también es mi cohete al estrellato. Una oportunidad para abandonar el frío de los reportajes a pie de calle. Eso es. Me espera un despacho caliente y un sillón cómodo, no un agujero húmedo y oscuro en alguna cuneta.

El coche se detiene por fin. Mis acompañantes se ponen en marcha. Yo intento quitarme la venda, pero unas manos ásperas y fuertes me retuercen la muñeca. Me quejo y desisto. Me hacen avanzar como al ganado. Las piernas apenas me sostienen. Enseguida me golpea una ráfaga de aire cálido. Hay eco. Es una sala grande. Escucho hablar a más gente, pero no me dejan detenerme ni causo revuelo. Deben estar acostumbrados a esta clase de visitas aquí. El pánico empieza a embargarme. ¡Dónde me he metido!

Apenas hay aire en el ascensor. Me cuesta respirar. Los dos gorilas permanecen en silencio. ¿Por qué no vuelven a hablar de fútbol? Bajo la cabeza como un preso debajo de la guillotina. Si al menos pudiera ver algo…

Las puertas se abren con una campanilla. Recorro la milla verde con paso funesto. Nos detenemos. Aprieto los puños. Tocan con los nudillos. Al otro lado contestan. Nos dan permiso. Me franquean el paso. Me retiran la venda y me arrojan a los leones. Me siento desnuda. Tengo frío. No hay escapatoria.

Me da la sensación de que nunca he visto desde el nacimiento. Todo me resulta extraño y luminoso, aunque la luz que entra por la ventana es trémula y las lámparas son escasas. Parpadeo. Ella está sentada detrás de un escritorio y juguetea con un cuchillo. Me mira con una sonrisa divertida. Debo de estar más pálida que una calavera.

—Por favor, siéntese, señorita Cano.

Su voz es grave y arrastra las palabras con sensualidad. Mis pies se han quedado anclados al suelo con cemento. Algo me dice que ha sido una mala idea. Hasta aquí llega mi temeridad. Estoy a punto de caer de rodillas para suplicar que me deje marchar, que no lo volveré a hacer, como una niña demasiado traviesa.

—Está asustada. —No me sale la voz—. Es normal. Yo también lo estaría. Todavía está a tiempo de arrepentirse. Dé media vuelta y mis chicos le dejarán marcharse.

Sus ojos claros me atraviesan como si fuese transparente. Debe de estar asistiendo al debate entre mis piernas y mi cabeza. Tengo la impresión de que está convencida de que me quedaré. Bajo la vista con timidez. No sostiene un cuchillo entre las manos, sino un sacacorchos. ¡Un sacacorchos! Casi tengo que aguantarme la risa. ¡Cómo puedo ser tan ridícula!

Cojo aire. No me había dado cuenta de que había dejado de respirar. Camino. el resto de la habitación se abre ante mis ojos. No es muy grande. Debo de estar en un hostal. Me esperaba algo más lujoso por su parte. Tal vez he visto demasiadas películas y los mafiosos de verdad no son tan ostentosos. Lo único que no pertenece al entorno son ella, enfundada en un vestido de noche que lleva como segunda piel, y una botella de vino que tiene sobre el escritorio. No sé mucho de esas cosas, pero la intuición me dice que es bueno. Bueno y caro.

—Buenas tardes, señorita Kuznetsova. —Me siento y los nervios se me escapan por los pies—. Disculpe la torpeza. No estoy acostumbrada a…

—Nadie lo está —me corta sin darle más importancia—. ¿Un poco de vino? Es de Jerez.

—Sí, por favor.

La mujer sirve las copas con elegancia innata. Parece una prestidigitadora. Me llama la atención que tiene las manos enguantadas. Hacen juego con su vestido escarlata. Parece salida de una fábula, aunque en su caso la bruja malvada de rizos rubios se ha salido con la suya y ha llegado a reina. No es tan extraño. Esto no es un cuento de hadas.

—Tenga. —Cojo la copa y mis labios van ávidos al vino. Espero que me asiente el estómago—. Exquisito, ¿no le parece? —Ella bebe también.

—Sí, está de muerte. —Yo no sabría distinguir un garrafón de un gran reserva. Creo que lo sabe.

—He de confesarle que al principio no veía muy claro este asunto de la entrevista. —Sus ojos se pasean por las cortinas desgastadas—. Sin embargo, pensé que mi historia merecía ser escuchada al menos una vez. —Los clava en mí.

—Sí, estoy segura de que es fascinante. —Dejo la copa sobre el escritorio y me apresuro a buscar la grabadora en el bolso—. Por supuesto, si durante la entrevista cuenta algo que no quiere ver publicado… No saldrá de esta habitación, ¡se lo garantizo!

—No… Claro que no.

Todo está listo. Bebo un poco más del vino. Cierro los ojos y respiro hondo. Mantengo la tensión de un cazador con su presa en el punto de mira. No puedo fallar. Hoy no.

—Bien, empecemos por sus orígenes. —Kuznetsova también da un trago al Jerez. Lo paladea como lo haría un catador experto—. ¿Cómo entró en este mundo?

—Veo que ya se le ha pasado el miedo —dice Kuznetsova con una sonrisa—. No es nada grandilocuente. Empecé como prostituta. Nos hacía falta el dinero. —Me mira de hito en hito. Estoy segura de que le ha encantado el respingo que acabo de dar—. Mis padres no tenían más que sus vidas y a mí. Decidieron comerciar con mi cuerpo. Pensaban que era lo único que valía la pena de su hija.

—¡Eso es horrible!

—¿Lo es? Quizá sí… —Recuerdo que su organización es investigada por trata de blancas. Siento un escalofrío—. Está claro que se equivocaban. Soy algo más que una cara bonita… —Se señala la sien—. Aunque he de admitir que mi cuerpo también me ha sido muy útil. Los amos se fijaron en mí. Empecé a seducir a todo tipo de hombres. Les sacaba sus secretos… les hacía lo que sus mujeres ni soñaban… —Se mira la mano, que juguetea con la copa. Siento las mejillas ardiendo—. Más tarde me encargaron matar a algunos. Una muerte muy dulce y limpia. ¿Sabe lo que quiero decir? —Asiento más por el peso de la impresión que el de la comprensión.

—¿Y sus padres? —pregunto después de vacilar unos segundos.

—Ellos ya no están. —Chasquea la lengua y se relame.

—Entiendo… —Trago saliva. Intento recuperarme—. Y… ¿cómo llegó hasta aquí?

—Eso ya se lo he dicho, querida. —Da otro sorbo al Jerez. Yo también. Parpadeo. Tengo los labios secos. Sonríe—. Usted sabe cuánto cuesta salir adelante en este mundo de hombres, ¿verdad? Imagínese cuánto he tenido que trabajar… —Señala hacia la puerta—.El miedo es lo único que atenaza a alguien cuando tiene un arma en la mano. —Se pasa el índice por los labios—. Lo sé todo de ellos. Dónde viven, dónde comen, familia, amigos… Ellos saben lo suficiente de mí y de quienes me han contrariado. —Sonríe en silencio.

—Dígame, ¿tiene usted hijos?

—No. Tarde o temprano, alguien me matará. —Lo dice con la misma naturalidad que «el agua moja» o «el cielo es azul»—. ¿Usted tiene hijos, señorita Cano?

—Sí, dos. Pero no hablamos de…

—Dos, ¿eh? ¿Son buenos chicos? —Asiento con la cabeza y frunzo el ceño. No me apetece darle detalles después de lo que he oído—. Pobres angelitos…

—Sí, son unos angelitos… —Me termino la copa. La aferro con fuerza. Tengo que retomar el control—. Dígame, ¿es cierto que dona cantidades ingentes a la caridad?

—Así es —Ella también acaba con el Jerez. Se sirve otra.

—No parece alguien muy piadosa. —Esboza una media sonrisa. No lo he pensado. Suerte que no se ha molestado. Le correspondo—. ¿Lo hace solo para evadir impuestos y para labrarse buena imagen?

Da un largo trago sin quitarme los ojos de encima. Parece que me estudia. Tengo la boca seca. Ojalá todavía quedara algo en mi copa. No me atrevo a servirme yo misma ni tampoco a pedírselo. Desde hace un momento me parece más peligrosa. Se me ha hecho un nudo en la garganta. «Tranquila» —me digo—, «todo va a salir bien. Tu despacho caliente y confortable te espera.»

—No, no lo hago por la imagen —dice Kuznetsova al fin—. YA le he contado mis orígenes. Sé lo que es pasar hambre y penurias. Si está en mi mano que otros no las pasen… —Parpadeo, incrédula.

—Pero… pero si es tan bondadosa, ¿por qué dirige esta…? —Toso.

—¿Organización criminal? —Arquea una ceja. Luego me sonríe—. A mí nadie me dio a elegir. Es la vida que me ha tocado y pienso vivirla hasta el final. Se me da bien. No dependo de nadie. Nadie me da órdenes. —Se encoge de hombros. Me aclaro la garganta, incómoda—. Tengo todo lo que quiero y puedo dar mucho a quienes no lo tienen. Lo demás… daños colaterales.

Me da un ataque de tos. Tengo la garganta como una lija. Me retiro un poco. Me he debido de atragantar con algo, pero no quiere salir. Ella me observa con una media sonrisa. No deja de beber.

—Vino…

—Sí, el vino.

Ríe con suavidad. No comprendo. Sigo tosiendo. Se me saltan las lágrimas. ¿Por qué no quiere dármelo? ¿Se divierte con todo esto? Me da igual, lo necesito. Cojo la botella e intento beber, pero a duras penas consigo que mis labios se fundan con el vidrio. El mar tinto se vierte en mi blusa y mi garganta continúa seca y obstruida. Dejo caer el Jerez. Estalla en añicos en el suelo, y en luz en mi cabeza. Mis ojos suplican.

—¡Por… favor…!

—Lo siento, señorita Cano. No es nada personal.

Se acaba la copa con calma. Yo me retuerzo como un gusano. Veo la ventana, la esperanza. Me pongo en pie y voy hacia ella. Necesito aire, aire fresco. Derribo la silla y doy un traspié. Me desplomo sobre los cristales sin poder evitarlo. La sangre se mezcla con la ponzoña. No puedo ni soltar un quejido. No me sale apenas la voz.

—¡Aire…! —Rodea el escritorio como una serpiente enroscándose. Se agacha a mi lado. Me acaricia el rostro como una madre preocupada por una hija enferma—. ¡Aire…!

—Ah, sí, es cierto. Es una muerte horrible. La he visto muchas veces.

Agito las manos en busca de ayuda. Le agarro del tobillo. Ella se zafa con facilidad y me pisa los dedos con firmeza. Los huesos crujen. Noto una punzada de dolor que me recorre el brazo y me hace toser con más fuerza. Kuznetsova se ríe condescendiente. Aparta mis mechones. Me planta un beso tierno en la mejilla. La rabia me consume, pero… ¡no tengo fuerzas…!

—Pobres angelitos… —«¡No los menciones, hija de puta!» Me retuerzo, pero no puedo articular palabra—. No se preocupe. No les faltará de nada. Solo una madre; tal vez un padre. Pero eso tiene arreglo…

¡No! ¡No puede ser! ¡No puedo morir! ¡Mis pequeños…! Empiezo a sollozar. Intento arrastrarme, luchar contra lo inevitable, pero es en vano. Si la ambición no me hubiese cegado… ¿Por qué tengo que ser así?

Alzo la cabeza y veo a ese demonio con mi cartera en la mano. Observa el interior con interés. Es la foto de mis hijos… La rabia me consume. Intento gritar, pero solo profiero un estertor. Ella baja la vista de nuevo. No hay clemencia, ni piedad, ni culpabilidad en sus ojos; solo deleite. Me sostiene la mirada sin esfuerzo, abriéndome la ventana a su locura de par en par.

El brillo de su mirada gélida se emborrona, pero no por las lágrimas. La luz se desvanece. El roce de sus suaves manos enguantadas se diluye. Su voz se extingue en una despedida dulce… y yo… yo me rindo… y me sumerjo en la oscuridad…

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