Hoy os traigo otra entrega de las peripecias de Nick. La acción se sitúa antes de los últimos relatos. No lo tenía escrito, pero me parecía una cosa importante que teníais que conocer. Así que lo he realizado especialmente para la ocasión. Espero que podáis sentir, aunque solo sea un poquito, lo que nosotros sentimos cuando jugamos esta parte hace ya algunos años..
Uno cree que sabe lo que es la guerra. Lo ha visto en las películas, en las noticias, en los videojuegos… No, es mucho más que eso. El peligro constante. El miedo a perder a tus amigos. El pavor a dejar de existir. Y, aún así, la guerra de los condenados es mucho más cruda; insensible; inhumana…
Camarilla o Sabbat. Dos enemigos mortales. ¿Da igual la elección? HE visto cosas terribles como parte de la primera. Vástagos que tratan a los humanos como esclavos o activos. Incluso Alice… Sin embargo, es comprensible para mí. Las personas aspiran a dominar lo que les rodea. Así que, cuando uno está en la cúspide de la pirámide, es natural que trate con desdén a los que quedan debajo. Obedece a una lógica, por mucho que nos pueda repugnar.
En cambio,, el Sabbat está más compuesto de bestias inmundas que de personas. No esclavizan; matan. No someten; destruyen. Los mortales son solo comida, seres inferiores que no merecen ni ser tenidos en cuenta. Por eso, cuando se los combate, no se trata de una batalla, se convierte en una carnicería.
Eso fue lo que nos encontramos al llegar a la frontera de la corona de Estocolmo. Una idílica zona residencial entre arboledas convertida en un infierno. La confrontación iba a ser total. Sin cuartel. Sin piedad. No había población civil. No había sido evacuada con anterioridad.
Atravesamos la espesura para evitar el frente principal. Otros se encargaban de cubrirnos las espaldas. En cuanto salimos a campo abierto, nos encontramos con el primer horror. Tumbas que se abrían a nuestros pies. Hombres, mujeres y ancianos que abandonaban el abrazo de la tierra con los ojos inyectados en sangre y la boca inundada de gusanos. No nos atacaban por odio; solo por hambre. Ese hambre visceral, incontrolable, que nosotros estábamos acostumbrados a sufrir. En la guerra de los condenados, los muertos no se entierran; se levantan. Y lo más piadoso es devolverlos a su nicho sin pensarlo demasiado.
A las puertas del reformatorio encontramos el segundo horror. Lo que habían hecho con los muertos dejados atrás se antojaba ahora misericordioso. Engendros salidos de la mente más enferma intentaban cerrarnos el paso con sus jinetes no muertos a lomos. Esas criaturas no eran naturales ni sobrenaturales. Habían sido creadas a base de inocentes. Deformándolos. Combinándolos en retorcidas máquinas de matar carentes de voluntad propia. Me preguntaba si sufrirían. No parecía un estado agradable. Pero no teníamos mucho tiempo de pensar antes de que intentaran aplastarnos.
El tercer horror lo encontramos dentro del reformatorio. En el sótano, a lo largo del pasillo más tenebroso que haya pisado nunca, se esparcían los crucifijos. No, al contrario de lo que la gente cree, esa forma no nos afecta en absoluto. Sin embargo, estos no eran corrientes. Los chicos que vivían allí habían sido utilizados como material. Crucificados. Coronados con espinas. Vivos y mudos, nos atravesaban con miradas llenas de dolor. Fuimos piadosos. Los envolvimos con el tierno abrazo de la muerte que solo un vampiro puede otorgar. Un beso que succiona la vida en medio del éxtasis.
Más allá del comedor, donde nos enfrentamos a un trío de seres espantosos compuestos de sangre pura y viscosa, Constantine nos aguardaba. Él era el comandante de las fuerzas del Sabbat, el responsable de tanto horror. Justo castigo para chicos tan malos, decía. Nadie se merecía eso, por mucho que hubieran delinquido para estar allí.
Constantine era un verdadero monstruo en todos los sentidos. No solo tenía una mente retorcida. También retorció su propio cuerpo en una apariencia abominable. Su fuerza era brutal; su resistencia, férrea. Su sangre era ácida, un arma letal, y ni siquiera el fuego era capaz de doblegarlo. Fue una lucha desesperada. Jared e Ivy se jugaban el tipo con ataques frontales; Joanne haciendo uso de un lanzallamas artesanal; Kath realizaba acrobacias como solo una Toreador podría hacerlo, lanzando cuchilladas furibundas que habrían cortado el acero, y yo disparaba cartuchos de fósforo. Cinco contra uno y casi acaba con nosotros en un último ataque suicida que convirtió su cuerpo en una bomba. Porque el Sabbat no se retira. El fracaso no es una opción.
Destrozados por las duras pruebas que habíamos tenido que superar, encontramos el último horror que nos deparaba la noche. Un bebé succionando la sangre de una madre con los mismos pechos que una cerda. Al lado estaba el cuerpo inerte de Victor, controlado por la mente del hurón con el que se había intercambiado. Solo quedaba aquella pesadilla. Ivy y Kath sujetaron al niño. Yo le coloqué la pistola en la nuca. Cerré los ojos. Disparé. Disparé. Disparé. Volví a disparar… con la esperanza de que el ruido ahuyentara a las pesadillas de una vez…
La frontera de las pesadillas
La batalla en la frontera nos cambió a todos. Fuimos para rescatar a Victor de un trágico destino. Volvimos con la carga del horror en nuestras mentes. Un horror que se reproduciría cada día en nuestros sueños vacíos…Uno cree que sabe lo que es la guerra. Lo ha visto en las películas, en las noticias, en los videojuegos… No, es mucho más que eso. El peligro constante. El miedo a perder a tus amigos. El pavor a dejar de existir. Y, aún así, la guerra de los condenados es mucho más cruda; insensible; inhumana…
Camarilla o Sabbat. Dos enemigos mortales. ¿Da igual la elección? HE visto cosas terribles como parte de la primera. Vástagos que tratan a los humanos como esclavos o activos. Incluso Alice… Sin embargo, es comprensible para mí. Las personas aspiran a dominar lo que les rodea. Así que, cuando uno está en la cúspide de la pirámide, es natural que trate con desdén a los que quedan debajo. Obedece a una lógica, por mucho que nos pueda repugnar.
En cambio,, el Sabbat está más compuesto de bestias inmundas que de personas. No esclavizan; matan. No someten; destruyen. Los mortales son solo comida, seres inferiores que no merecen ni ser tenidos en cuenta. Por eso, cuando se los combate, no se trata de una batalla, se convierte en una carnicería.
Eso fue lo que nos encontramos al llegar a la frontera de la corona de Estocolmo. Una idílica zona residencial entre arboledas convertida en un infierno. La confrontación iba a ser total. Sin cuartel. Sin piedad. No había población civil. No había sido evacuada con anterioridad.
Atravesamos la espesura para evitar el frente principal. Otros se encargaban de cubrirnos las espaldas. En cuanto salimos a campo abierto, nos encontramos con el primer horror. Tumbas que se abrían a nuestros pies. Hombres, mujeres y ancianos que abandonaban el abrazo de la tierra con los ojos inyectados en sangre y la boca inundada de gusanos. No nos atacaban por odio; solo por hambre. Ese hambre visceral, incontrolable, que nosotros estábamos acostumbrados a sufrir. En la guerra de los condenados, los muertos no se entierran; se levantan. Y lo más piadoso es devolverlos a su nicho sin pensarlo demasiado.
A las puertas del reformatorio encontramos el segundo horror. Lo que habían hecho con los muertos dejados atrás se antojaba ahora misericordioso. Engendros salidos de la mente más enferma intentaban cerrarnos el paso con sus jinetes no muertos a lomos. Esas criaturas no eran naturales ni sobrenaturales. Habían sido creadas a base de inocentes. Deformándolos. Combinándolos en retorcidas máquinas de matar carentes de voluntad propia. Me preguntaba si sufrirían. No parecía un estado agradable. Pero no teníamos mucho tiempo de pensar antes de que intentaran aplastarnos.
El tercer horror lo encontramos dentro del reformatorio. En el sótano, a lo largo del pasillo más tenebroso que haya pisado nunca, se esparcían los crucifijos. No, al contrario de lo que la gente cree, esa forma no nos afecta en absoluto. Sin embargo, estos no eran corrientes. Los chicos que vivían allí habían sido utilizados como material. Crucificados. Coronados con espinas. Vivos y mudos, nos atravesaban con miradas llenas de dolor. Fuimos piadosos. Los envolvimos con el tierno abrazo de la muerte que solo un vampiro puede otorgar. Un beso que succiona la vida en medio del éxtasis.
Más allá del comedor, donde nos enfrentamos a un trío de seres espantosos compuestos de sangre pura y viscosa, Constantine nos aguardaba. Él era el comandante de las fuerzas del Sabbat, el responsable de tanto horror. Justo castigo para chicos tan malos, decía. Nadie se merecía eso, por mucho que hubieran delinquido para estar allí.
Constantine era un verdadero monstruo en todos los sentidos. No solo tenía una mente retorcida. También retorció su propio cuerpo en una apariencia abominable. Su fuerza era brutal; su resistencia, férrea. Su sangre era ácida, un arma letal, y ni siquiera el fuego era capaz de doblegarlo. Fue una lucha desesperada. Jared e Ivy se jugaban el tipo con ataques frontales; Joanne haciendo uso de un lanzallamas artesanal; Kath realizaba acrobacias como solo una Toreador podría hacerlo, lanzando cuchilladas furibundas que habrían cortado el acero, y yo disparaba cartuchos de fósforo. Cinco contra uno y casi acaba con nosotros en un último ataque suicida que convirtió su cuerpo en una bomba. Porque el Sabbat no se retira. El fracaso no es una opción.
Destrozados por las duras pruebas que habíamos tenido que superar, encontramos el último horror que nos deparaba la noche. Un bebé succionando la sangre de una madre con los mismos pechos que una cerda. Al lado estaba el cuerpo inerte de Victor, controlado por la mente del hurón con el que se había intercambiado. Solo quedaba aquella pesadilla. Ivy y Kath sujetaron al niño. Yo le coloqué la pistola en la nuca. Cerré los ojos. Disparé. Disparé. Disparé. Volví a disparar… con la esperanza de que el ruido ahuyentara a las pesadillas de una vez…
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