Vuelvo al blog con un relato un poco desagradable. Pretendía usar un vocabulario más vulgar y presentar unos personajes con una escala moral diferente. Creo que el resultado ha sido bueno. Espero que os guste aunque se os remuevan un poco las tripas.
—Espero que no seáis todos así… —Le dio un trago a su copa—. Nosotros no toleramos la incompetencia.
—Nosotros tampoco. —Entrecerré los ojos. Ojalá pudiera estrangular a Paul con la mirada.
No si no era algún sobrino privilegiado. La familia era importante. Eso lo sabía, pero… Me daba la impresión de que a esos capullos rusos no les importaba una mierda. Estarían acostumbrados después de tantos años cargándose a sus vecinos. Putos comunistas reconvertidos a empresarios sin escrúpulos…
—¡Dios, Tommy! ¡Tienes que probar esto! —LA euforia no menguaba.
—¡Te he dicho mil veces que no, Paul!
—Mejor para mí…
Vi entre las cortinas cómo ese hijo de puta grasiento hundía la cara entre las nalgas negras espolvoreadas de nieve. Aspiró con fuerza. Tanta que se escuchó a la perfección. La copa se hizo añicos contra el suelo. El pie se me había partido entre los dedos.
—Disculpa el desaguisado. —Me incorporé para buscar algo con que limpiar el estropicio.
—Los yonkies nunca son competentes. —Me detuve.
—Lo sé… —La zorra empezó a gemir otra vez. Paul le perforaba el culo como un martillo neumático—. Nosotros tampoco la toleramos.
Me remangué. Aparté la cortina con violencia. Descubrí a la perra a cuatro patas con los ojos dilatados hasta el infinito. Paul no estaba mucho mejor. Bombeaba frenético. Las tetas bailaban en el aire como dos enormes campanas. Solo yo sabía por qué tañían…
—¡al final te has anima…! —Le cerré la boca de un puñetazo.
Cayó hacia atrás a plomo y arrastró a la negra consigo hasta que la polla salió a flote. Diría que le dolió más a ella que a él. Empezó a soltar mierda por la boca. Nos llamaba de todo. Le dejé las cosas claras con una bofetada; luego con otra. La sangre empezó a correrle por la comisura de los labios, pero estaba tan puesta que ni se enteró.
Se me lanzó encima como solo embisten los toros. Me aparté y se estrelló contra la mesilla. El teléfono del hotel y la lamparita cayeron con estrépito. Le agarré del pelo rizado y tiré de él hasta que la guarra se arrodilló. Le pisé la pantorrilla y me agaché a su lado.
—¿Quién te has creído, zorra de mierda? —le susurré lo bastante alto como para que un oído atento lo captara.
Ahora sí, podía oler su miedo. Sin darle tiempo a contestar, le metí el puño hasta las entrañas. Chilló como una gorrina degollada. Los dedos de la otra mano se cerraron con fuerza sobre la garganta para acallarla. Luchó con la certeza de que iba a morir. Me arañaba la mano y el brazo con los ojos desorbitados. Meneaba el culo como una gallina espasmódica. Buscaba el aire y huía del dolor, retorciéndose adelante y atrás.
No cedí. Mi mano fue de piedra, dentro y fuera. Los brazos cayeron exhaustos y se balancearon como péndulos. Su mirada perdida observaba la ventana por la que se había escapado su vida. La mandíbula desencajada sostenía un grito silencioso de auxilio. Me aparté y cayó con un golpe sordo sobre la moqueta.
—¡Levanta, hijo de puta! —Le di una patada en las costillas a Paul. Todavía estaba conmocionado por el puñetazo—. Tenemos un invitado al que atender. Luego puedes ocuparte de tirar la basura…
Me acaricié los brazos cansados. Uno lleno de surcos y sangre; el otro lleno de mierda. Volví junto a nuestro invitado ruso. Me miraba con un gesto indescifrable. Yo sonreí.
—Disculpa el desaguisado, Kutuzov… ¿por dónde íbamos?
Disculpa el desaguisado
Brindamos, esa cerda chilló como si la degollaran y el cabronazo de Paul se corrió. Kutuzov miró asqueado hacia la cama. Ese hijo de puta estaba poniendo el trato en peligro y se la sudaba por completo.—Espero que no seáis todos así… —Le dio un trago a su copa—. Nosotros no toleramos la incompetencia.
—Nosotros tampoco. —Entrecerré los ojos. Ojalá pudiera estrangular a Paul con la mirada.
No si no era algún sobrino privilegiado. La familia era importante. Eso lo sabía, pero… Me daba la impresión de que a esos capullos rusos no les importaba una mierda. Estarían acostumbrados después de tantos años cargándose a sus vecinos. Putos comunistas reconvertidos a empresarios sin escrúpulos…
—¡Dios, Tommy! ¡Tienes que probar esto! —LA euforia no menguaba.
—¡Te he dicho mil veces que no, Paul!
—Mejor para mí…
Vi entre las cortinas cómo ese hijo de puta grasiento hundía la cara entre las nalgas negras espolvoreadas de nieve. Aspiró con fuerza. Tanta que se escuchó a la perfección. La copa se hizo añicos contra el suelo. El pie se me había partido entre los dedos.
—Disculpa el desaguisado. —Me incorporé para buscar algo con que limpiar el estropicio.
—Los yonkies nunca son competentes. —Me detuve.
—Lo sé… —La zorra empezó a gemir otra vez. Paul le perforaba el culo como un martillo neumático—. Nosotros tampoco la toleramos.
Me remangué. Aparté la cortina con violencia. Descubrí a la perra a cuatro patas con los ojos dilatados hasta el infinito. Paul no estaba mucho mejor. Bombeaba frenético. Las tetas bailaban en el aire como dos enormes campanas. Solo yo sabía por qué tañían…
—¡al final te has anima…! —Le cerré la boca de un puñetazo.
Cayó hacia atrás a plomo y arrastró a la negra consigo hasta que la polla salió a flote. Diría que le dolió más a ella que a él. Empezó a soltar mierda por la boca. Nos llamaba de todo. Le dejé las cosas claras con una bofetada; luego con otra. La sangre empezó a correrle por la comisura de los labios, pero estaba tan puesta que ni se enteró.
Se me lanzó encima como solo embisten los toros. Me aparté y se estrelló contra la mesilla. El teléfono del hotel y la lamparita cayeron con estrépito. Le agarré del pelo rizado y tiré de él hasta que la guarra se arrodilló. Le pisé la pantorrilla y me agaché a su lado.
—¿Quién te has creído, zorra de mierda? —le susurré lo bastante alto como para que un oído atento lo captara.
Ahora sí, podía oler su miedo. Sin darle tiempo a contestar, le metí el puño hasta las entrañas. Chilló como una gorrina degollada. Los dedos de la otra mano se cerraron con fuerza sobre la garganta para acallarla. Luchó con la certeza de que iba a morir. Me arañaba la mano y el brazo con los ojos desorbitados. Meneaba el culo como una gallina espasmódica. Buscaba el aire y huía del dolor, retorciéndose adelante y atrás.
No cedí. Mi mano fue de piedra, dentro y fuera. Los brazos cayeron exhaustos y se balancearon como péndulos. Su mirada perdida observaba la ventana por la que se había escapado su vida. La mandíbula desencajada sostenía un grito silencioso de auxilio. Me aparté y cayó con un golpe sordo sobre la moqueta.
—¡Levanta, hijo de puta! —Le di una patada en las costillas a Paul. Todavía estaba conmocionado por el puñetazo—. Tenemos un invitado al que atender. Luego puedes ocuparte de tirar la basura…
Me acaricié los brazos cansados. Uno lleno de surcos y sangre; el otro lleno de mierda. Volví junto a nuestro invitado ruso. Me miraba con un gesto indescifrable. Yo sonreí.
—Disculpa el desaguisado, Kutuzov… ¿por dónde íbamos?
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