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El espacio que ocupa el braille

¡Hola! Después de un montón de tiempo, os dejo por aquí algo nuevo que llevaros al sillón de lectura. En esta ocasión, es un relato que presenté al concurso europeo de redacción sobre el braille. El formato era libre y, como no podía ser de otra forma, yo me decanté por la narrativa. Es un pequeño cuento que he escrito con mucho cariño. Espero que os guste.

El espacio que ocupa el braille


Cierro la última caja sin decidir todavía cuál será su destino y la apilo junto a las otras. La pared está cubierta por ellas. La habitación rezuma el aroma relajante de los libros nuevos. He cuidado muy bien todas esas hojas llenas de puntos, como todo lo que tengo. Las miro, quieta como un clavo. Una lágrima se me escurre por la mejilla.



—¿Has terminado?

—Casi.

Mi chico me da un apretón cariñoso en el hombro. Sonrío. Se va. Pronto viviremos juntos. El estómago se me encoge de las ganas. Llevamos esperándolo mucho tiempo. Lo que aún no tengo claro es si ellos vendrán conmigo. Ocupan demasiado. Hemos hecho limpieza y tirado muchas cosas, pero…

No veo nada casi desde siempre. Lo único que recuerdo son los tulipanes rojos del jardín de mi abuela, a orillas del Danubio. Es mi color preferido. El resto del mundo ha entrado en mí a través de las manos, los oídos y la nariz. He aprendido gracias al braille. Él me hizo compañía cuando mis padres se marcharon a España en busca de una oportunidad. ME quedé con mi hermana pequeña. Una niña cuidando de otra. Ella intentó enseñarme las letras en tinta cuando empezó a ir al colegio, pero siempre me parecieron difíciles y esquivas. A pesar de que todos los libros que pasaban por mis dedos estaban desgastados, le cogí mucho cariño a esos diminutos puntitos.

Cuando nos reunimos de nuevo en Madrid, ya adolescente, pude tener por fin mis propios libros. Ya no eran prestados. Recién impresos, el relieve perfecto. Eran diferentes. Hablaban en otro idioma. Pero era como tener un viejo amigo en un lugar repleto de desconocidos. Gracias a ellos pude terminar el instituto y la universidad, y aprender todo un nuevo idioma, hasta el punto de llegar a enseñárselo a otros.

Justo cuando esa aventura acababa, lo conocí a él. Tampoco veía, aunque pudo hacerlo bastante más tiempo que yo. Él sí recuerda muchas cosas. Él todavía parece que ve cuando te mira. Eso me cuentan mi madre y mi hermana.

Eso sí, no ha conocido tan bien como yo a mi viejo amigo el braille. Apenas sabe distinguir unas letras de otras, y lee tan rápido como un chiquillo de parvulario que está aprendiendo. A cambio, todavía escribe a ciegas con algo de ayuda. Es capaz de explicarme cosas que ha visto y espero que vuelva a ver.

La oscuridad le llegó recién entrado en la universidad. Una mala época para aprender otras cosas. Tuvo que confiar en sus oídos y en los ordenadores. Tanto confió, que ahora es ingeniero. Ya no mendiga un poco de ayuda electrónica. Somete a las máquinas para hacernos la vida más sencilla a los dos.

Él no tiene el mismo problema. Los audiolibros no ocupan más espacio que el de un fino CD. Eso si no están guardados directamente como un archivo entre un millón en el disco duro. A veces ni siquiera los utiliza. Confía en la voz servicial de Alexa para que le lea en voz alta lo que otros siempre han podido leer.

Nuestra nueva casa tendrá trastero. Ya me he deshecho de muchos de ellos. Sin embargo, ni así puedo llevármelos todos. Es lo malo del braille. Ocupa demasiado. En una habitación. En mi vida. Por eso no puedo simplemente tirarlos. Todavía huelen a nuevo. Todavía recreo mis manos al deslizarlas sobre las hojas perforadas. Sería como matar a mi más viejo amigo. Yo no soy una asesina. No puedo.

Matarlo no, pero… Las personas van y vienen a lo largo del tiempo. Tenía amigos que ya no lo son; otros que lo siguen siendo, y algunos nuevos. No he olvidado a ninguno de ellos. Siempre serán parte de mí. Quizás sí que pueda dejarlos ir. Que llenen la vida de alguien más que pueda cuidarlos. Quizás pueda… o quizás no. Todavía tengo unos días para decidirlo.

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